Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco (Mt 25, 20)
En cuanto a la parábola de los talentos, la destinataria es toda la comunidad eclesial y, dentro de ella, cada uno de sus miembros. Lo que sí hemos de tener en cuenta a la hora de interpretarla es que el dueño de los talentos es Cristo Jesús que, después de su ascensión, se ausentó visiblemente y que su vuelta se dará la segunda venida; por supuesto, los empleados somos cada uno de nosotros, a quienes encomendó los citados talentos con la misión de hacerlos fructificar. El talento en la antigüedad era una “moneda imaginaria de mucho valor” y eso es lo que significa en el pasaje evangélico; efectivamente los valores que encontramos en la vida cristiana son los dones máximos que Dios nos ha regalado.
Por otra parte, además de estos dones especiales otorgados a los creyentes en Cristo, existen muchos otros valores naturales que creyentes y no creyentes comparten sencillamente por el hecho de ser personas. Y por lo mismo, todos han de empeñarse en hacerlos fructificar; de ello habrán de rendir cuentas no sólo ante quien se los entregó -crean o no crean en él- sino también ante los hombres, sus semejantes. Entre esos preciosos bienes naturales podríamos destacar: la vida, el primero y el fundamento de todos los demás, la creación entera, en la que el hombre está inmerso, la sociedad a ser construida por todos, la inteligencia, la libertad, la justicia, la educación, la familia, la amistad, la salud y un largo etc.
Pero, sobre todo como cristianos, hemos de ser conscientes de que tales bienes no se nos dan para nuestro uso privado y exclusivo, puesto que, más que propietarios, somos administradores de ellos. Por eso, Dios nos pedirá más estrecha cuenta de lo que hemos hecho al servicio del reino de Dios que es lo mismo que servir a los hombres, nuestros hermanos. Es lo que se nos recuerda, tanto en el evangelio de hoy como en la primera lectura, donde hay una valoración del trabajo humano en su dimensión personal, familiar y social. En el pasaje del libro de los Proverbios se alaba a la mujer hacendosa, llena de amor a su familia y a toda la servidumbre; en la lectura evangélica también se ensalza al marido, varón fiel y cumplidor, sin olvidarse de denunciar al perezoso y holgazán. Hay que poner al servicio de Dios y de la comunidad humana los talentos que hemos recibido de Él.
¿Cómo no aprovechar la denuncia del empleado inútil, por abstencionista o perezoso, para reflexionar si nosotros no estamos, en ciertos momentos, retratados con mayor o menor intensidad de luz en esa denuncia? No acostumbramos a examinarnos y, por eso, no nos sentimos culpables de los pecados de omisión. Sin embargo, el absentismo, la apatía, la pereza, la comodidad, el miedo, la falta de compromiso, la cosa no va conmigo, ciertas actitudes egoístas…, constituyen auténticos pecados sociales en no pocos cristianos hoy en día; no, no podemos cruzarnos de brazos. Nuestro seguimiento de Jesús tiene que ser fecundo; de lo contrario, no seremos aprobados. Dios reparte sus bienes como quiere y según la capacidad de cada uno, pero a todos pide la misma dedicación personal.
Hay muchos bautizados que entierran los talentos que han recibido, apuntándose al mínimo obligatorio o incluso al abandono total por no querer complicarse la vida ni tener que arriesgar nada en un compromiso serio por el bien de los demás. Viven instalados, apáticos, desilusionados, indiferentes a todo. A imitación del criado holgazán, no malgastan la pequeña fortuna que le han entregado, pero la dejan abandonada; se contentan con mantenerla intacta, pero infecunda; un caso concreto es de la fe cristiana que, heredada de su de sus padres, nunca piensan que les exige algo más que su conservación sin compromiso alguno.
Ahora bien, en cualquier sector de la actividad humana el simple hecho de conservar y no perder es insuficiente. Lo mismo sucede en el servicio de Dios y de los hermanos. Convencidos de ello, hemos de asumir el riesgo de invertir nuestros talentos en la construcción del reino de Dios en los ámbitos en los que se desarrolla nuestra vida personal, de familia, de trabajo y de sociedad. Lo contrario es renunciar a ser persona y cristiano, es enterrarse en vida con nuestros valores en conserva. Jesús no fundó el cristianismo como una religión de museo, sino una Comunidad -la Iglesia- de dinámicos creyentes, que siempre estarán dispuestos a vivir ejemplarmente el estilo de propio Fundador.
Y para que ello sea así quiero terminar mis palabras con una oración, invitándoles a hacerla especialmente personal: “Acompáñanos, Señor, con tu Espíritu de creatividad fecunda, a fin de que, haciendo producir los talentos que tú nos has dado para el servicio del reinado de Dios y para bien de nuestros hermanos, merezcamos en tu venida gloriosa escuchar de tus labios las palabras dirigidas al servidor responsable y fiel: Entra tu también en el gozo del banquete de tu Señor”. Que así sea.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango