Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco (Mt 25, 20)

En cuanto a la parábola de los talentos, la destinataria es toda la comunidad eclesial y, dentro de ella, cada uno de sus miembros. Lo que sí hemos de tener en cuenta a la hora de interpretarla es que el dueño de los talentos es Cristo Jesús que, después de su ascensión, se ausentó visiblemente y que su vuelta se dará la segunda venida; por supuesto, los empleados somos cada uno de nosotros, a quienes encomendó los citados talentos con la misión de hacerlos fructificar. El talento en la antigüedad era una “moneda imaginaria de mucho valor” y eso es lo que significa en el pasaje evangélico; efectivamente los valores que encontramos en la vida cristiana son los dones máximos que Dios nos ha regalado.

Por otra parte, además de estos dones especiales otorgados a los creyentes en Cristo, existen muchos otros valores naturales que creyentes y no creyentes comparten sencillamente por el hecho de ser personas. Y por lo mismo, todos han de empeñarse en hacerlos fructificar; de ello habrán de rendir cuentas no sólo ante quien se los entregó -crean o no crean en él- sino también ante los hombres, sus semejantes. Entre esos preciosos bienes naturales podríamos destacar: la vida, el primero y el fundamento de todos los demás, la creación entera, en la que el hombre está inmerso, la sociedad a ser construida por todos, la inteligencia, la libertad, la justicia, la educación, la familia, la amistad, la salud y un largo etc.

           Pero, sobre todo como cristianos, hemos de ser conscientes de que tales bienes no se nos dan para nuestro uso privado y exclusivo, puesto que, más que propietarios, somos administradores de ellos. Por eso, Dios nos pedirá más estrecha cuenta de lo que hemos hecho al servicio del reino de Dios que es lo mismo que servir a los hombres, nuestros hermanos. Es lo que se nos recuerda, tanto en el evangelio de hoy como en la primera lectura, donde hay una valoración del trabajo humano en su dimensión personal, familiar y social. En el pasaje del libro de los Proverbios se alaba a la mujer hacendosa, llena de amor a su familia y a toda la servidumbre; en la lectura evangélica también se ensalza al marido, varón fiel y cumplidor, sin olvidarse de denunciar al perezoso y holgazán. Hay que poner al servicio de Dios y de la comunidad humana los talentos que hemos recibido de Él.

¿Cómo no aprovechar la denuncia del empleado inútil, por abstencionista o perezoso, para reflexionar si nosotros no estamos, en ciertos momentos, retratados con mayor o menor intensidad de luz en esa denuncia? No acostumbramos a examinarnos y, por eso, no nos sentimos culpables de los pecados de omisión. Sin embargo, el absentismo, la apatía, la pereza, la comodidad, el miedo, la falta de compromiso, la cosa no va conmigo, ciertas actitudes egoístas…, constituyen auténticos pecados sociales en no pocos cristianos hoy en día; no, no podemos cruzarnos de brazos. Nuestro seguimiento de Jesús tiene que ser fecundo; de lo contrario, no seremos aprobados. Dios reparte sus bienes como quiere y según la capacidad de cada uno, pero a todos pide la misma dedicación personal.

Hay muchos bautizados que entierran los talentos que han recibido, apuntándose al mínimo obligatorio o incluso al abandono total por no querer complicarse la vida ni tener que arriesgar nada en un compromiso serio por el bien de los demás. Viven instalados, apáticos, desilusionados, indiferentes a todo. A imitación del criado holgazán, no malgastan la pequeña fortuna que le han entregado, pero la dejan abandonada; se contentan con mantenerla intacta, pero infecunda; un caso concreto es de la fe cristiana que, heredada de su de sus padres, nunca piensan que les exige algo más que su conservación sin compromiso alguno.

Ahora bien, en cualquier sector de la actividad humana el simple hecho de conservar y no perder es insuficiente. Lo mismo sucede en el servicio de Dios y de los hermanos. Convencidos de ello, hemos de asumir el riesgo de invertir nuestros talentos en la construcción del reino de Dios en los ámbitos en los que se desarrolla nuestra vida personal, de familia, de trabajo y de sociedad. Lo contrario es renunciar a ser persona y cristiano, es enterrarse en vida con nuestros valores en conserva. Jesús no fundó el cristianismo como una religión de museo, sino una Comunidad -la Iglesia- de dinámicos creyentes, que siempre estarán dispuestos a vivir ejemplarmente el estilo de propio Fundador.

Y para que ello sea así quiero terminar mis palabras con una oración, invitándoles a hacerla especialmente personal: “Acompáñanos, Señor, con tu Espíritu de creatividad fecunda, a fin de que, haciendo producir los talentos que tú nos has dado para el servicio del reinado de Dios y para bien de nuestros hermanos, merezcamos en tu venida gloriosa escuchar de tus labios las palabras dirigidas al servidor responsable y fiel: Entra tu también en el gozo del banquete de tu Señor”. Que así sea.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

La actitud frente a la felicidad eterna

«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: “¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!”. Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas…».

Al comentar la parábola de las diez vírgenes, no queremos insistir tanto en lo que diferencia a las muchachas (cinco son prudentes y cinco necias), sino más bien en lo que les une: todas están saliendo al encuentro del esposo. Esto nos permite reflexionar sobre un aspecto fundamental de la vida cristiana, su orientación escatológica; es decir, la espera del regreso del Señor y nuestro encuentro con él. Nos ayuda a responder a la eterna e inquietante pregunta: ¿Quién somos y adónde vamos?

La Escritura dice que en esta vida somos «peregrinos forasteros», somos «párrocos», pues «paróikos» es la palabra del Nuevo Testamento que se traduce como peregrino y forastero (Cf. 1 Pedro 2,11), como «paroikía» (parroquia) es la traducción de peregrinación o exilio (Cf. 1 Pedro 1, 17). El sentido es claro: en griego «pará» es un adverbio y significa junto: «oikía» es un sustantivo y significa casa; por tanto: vivir junto, cerca, no dentro, sino a un lado. Por este motivo el término pasa a indicar después a quien vive en un puesto durante un tiempo, el hombre de paso, o el exiliado; «paroikía» indica, por tanto, una casa provisional.

La vida de los cristianos es una vida de peregrinos y forasteros, pues están «en» en el mundo, pero no son «del» mundo (Cf. Juan 17,11.16); pues su verdadera patria está en los cielos, de donde esperan que venga Jesucristo el Salvador (Cf. Filipenses 3, 20); pues aquí no tienen una morada estable, sino que están en camino hacia la futura (Cf. Hebreos 13, 14). Toda la Iglesia no es más que una gran «parroquia».

La Carta a Diogneto, del siglo II, define a los cristianos como hombres que «habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña». Se trata, sin embargo, de una manera especial de ser «extranjero». Algunos pensadores de la época también definían al hombre «extranjero en el mundo por naturaleza». Pero la diferencia es enorme: éstos consideraban el mundo como obra del mal y, por ello, no recomendaban el compromiso con él que se expresa en el matrimonio, en el trabajo, en el Estado. En el cristiano no hay nada de todo esto. Los cristianos, dice la Carta, «se casan como todos y engendran hijos», «participan en todo».

Su manera de ser «extranjero» es escatológica, no ontológica; es decir, el cristiano se siente extranjero por vocación, no por naturaleza; en cuanto que está destinado a otro mundo, y no en cuanto que procede de otro mundo. El sentimiento cristiano de reconocerse extranjero se fundamenta en la resurrección de Cristo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba» (Colosenses, 3, 1). Por eso, no rechaza la creación ni su bondad fundamental.

En los últimos tiempos, el redescubrimiento del papel y del compromiso de los cristianos en el mundo ha contribuido a atenuar el sentido escatológico, hasta el punto de que ya casi no se habla de los novísimos: muerte, juicio, infierno y paraíso. Pero cuando la espera en el regreso del Señor es genuinamente bíblica, no distrae del compromiso por los hermanos; más bien, lo purifica; enseña a «juzgar con sabiduría los bienes de la tierra, orientándonos siempre hacia los bienes del cielo». San Pablo, después de haber recordado a los cristianos que «el tiempo es breve», concluía diciendo: «Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (Gálatas 6,10).

Vivir en espera del regreso del Señor no significa ni siquiera desear morir pronto. «Buscar las cosas de arriba» significa más bien orientar la existencia de cara al encuentro con el Señor, hacer de este acontecimiento el polo de atracción, el faro de la vida. El «cuándo» es secundario y hay que dejarlo en la voluntad de Dios.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

No hagáis lo que ellos hacen (Mt 23,3)

La primera lectura está tomada del profeta Malaquías, profeta en Israel en torno al cuatrocientos cincuenta antes de Cristo. Malaquías se dirige especialmente a los sacerdotes que servían en el templo, porque suponía que ellos eran los que primeramente debieran servir de ejemplo para el resto de la nación. Sin embargo, fueron los primeros en menospreciar el nombre de Dios, ofreciendo un culto impuro, contaminado, contrario a las leyes que Dios había ordenado y porque abierta y sistemáticamente desobedecían a Dios. Su actitud ante el pueblo era de pública rebeldía, de abierto enfrentamiento hacia el Señor.

El evangelio de Mateo es directo y tajante y va en la línea de Malaquías. Jesús desenmascara una vez más la falsedad de escribas y fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen (v.3). Los escribas y fariseos eran los encargados de enseñar la Palabra de Dios, de interpretarla en las sinagogas desde un asiento especial y reservado: cátedra de Moisés (v.2). Lo censurable de los escribas y fariseos no era lo que enseñaban sino lo que hacían o dejaban de hacer, porque los fariseos decían muchas cosas correctas, pero no las ponían en práctica, sólo las cargaban a los demás, hacían todas sus obras para ser vistos y aplaudidos. Había una profunda contradicción entre sus palabras y sus obras, entre su exterior y su interior. El exterior era perfecto, pero en su interior eran sepulcros blanqueados (Mt 23,27). Los fariseos estaban llenos de orgullo, pero Jesús enseñó que un líder debe caracterizarse por su humildad y su espíritu de servicio: el que es el primero entre vosotros, será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido (v.11-12).

El discurso se dirige también a los discípulos (v. 1), es decir, a nosotros, que también estamos expuestos a caer en los mismos vicios que aquí se condenan, a decir y no hacer, a cargar a los demás con cargas que nosotros ni intentamos cumplir. Estamos tentados de la vanidad, de la ostentación en el cumplimiento, de la incapacidad para discernir lo fundamental de lo accidental y secundario, de la falta de correspondencia entre la doctrina y la vida.

La religión cuando no surge del corazón se convierte en algo que abruma y asfixia. Las palabras litúrgicas de hoy son tan claras que unos y otros podemos correr el peligro de intentar pasar por alto, haciendo oídos sordos, pensando que no está hablando de nosotros, o que los demás son más para que no nos pueda señalar. Son una invitación a quitarnos las caretas, a cuidar nuestro interior, a que no nos llamemos cristianos y vivamos y actuemos con los criterios del mundo, a sentir de la manera más parecida a Jesús, porque sacerdotes y laicos no siempre actuamos así.   Entre la multitud de sacerdotes que entregan diariamente su vida en favor de los hombres, desafortunadamente tenemos que pensar sobre los escándalos de muchos sacerdotes en diversas partes del mundo. Como dice el profeta Malaquías se apartaron del camino recto y han hecho que muchos tropiecen en la ley (Mal 2,8). A la hora de reflexionar sobre estos textos me preguntaba: si yo hubiera hecho todo lo que he dicho, ¿cómo sería hoy mi vida de fe, de caridad, de relación con Dios? He dicho y he enseñado muchas cosas que yo no he cumplido… Si los padres, que se quejan de la conducta de sus hijos, hubieran practicado lo que les exigen, ¿cuál sería el comportamiento de los mismos?… Ante tanto fracaso matrimonial, si los esposos hubieran hecho realidad las promesas de entrega que se hicieron, ¿cómo sería su vida actualmente?…

Jesús demostró que vino a este mundo a servir y no a ser servido, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres…, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (Fil 2,7-8). En la Iglesia no puede haber superiores, nadie es más que nadie. Todo cargo tiene que ser un servicio, no un honor o un motivo para mirar de reojo a los demás. Jesucristo nos ha dado ejemplo. Como comunidad de Jesús estamos llamados a alimentar la fraternidad y la fraternidad nace de la experiencia de que Dios es Padre, y hace de todos nosotros hermanos y hermanas. La ley primordial es: todos vosotros sois hermanos (v.8). La Eucaristía no puede ser una obligación, sino el compromiso de tomar nota de lo que estamos celebrando, de cumplir las palabras del Señor que en la consagración nos dice: haced esto en memoria mía, hacer y actuar de la misma manera que yo.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

“No maltratarás ni oprimirás al emigrante”

Acabamos de ver que un fariseo, experto en la ley, le hace una pregunta a Jesús para ponerlo a prueba (Mt 22,35), es decir, con una intención poco buena; y sin embargo, habrá que estarle agradecidos, porque le dio la oportunidad para afirmar que el principal mandamiento es: amar a Dios y al prójimo. Ésta fue la respuesta de Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu alma”. Este es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas (Mt 22,17-30).

La verdad es que los términos en que se expresa Jesús no constituían novedad para un judío; la novedad está en que, preguntado por el primero, Jesús le cita también el segundo, ya que ambos amores constituyen conjuntamente el centro de la Ley, algo olvidado por escribas y fariseos que andaban perdidos en una enmarañada selva de normas rituales. Es decir, Jesús aporta un principio-síntesis que unifica y equipara dos mandamientos que los especialistas de la Ley entendían y explicaban como diferentes, diferentes y a muy distinto nivel. Pero, y ¿quién es mi prójimo? (Lc 10,29), le preguntarán en cierta ocasión. -Todo el que te necesita, responderá Él (Lc 10,37). La unidad del precepto de amar a Dios y al prójimo es indisoluble. Aún más: en él se resume toda la Ley.

Quien dice que ama a Dios y no ama al hombre es un mentiroso (1 Jn 4,20), dice san Juan, ya que Dios se encarna de alguna manera en el prójimo, que es todo hombre. Jesús prima el amor como el marco, el contexto y la esencia de la Ley entera. Es el amor, a Dios y al prójimo, quien quiera que éste sea, lo que da valor y consistencia a la observancia legal y no viceversa, porque el amor es el espíritu que alienta en la letra de la Ley del Señor. “Mi amor es mi peso y por él soy llevado donde quiera que soy llevado”, dice san Agustín (Conf. XIII, 10); afirmación esta que, lejos de ser una mera tautología, expresa justamente que es el amor el que nos arrastra a actuar bien o mal.

Dios es amor (1 Jn 4,16), volverá a decirnos San Juan, y, así se ha revelado cuando salió al encuentro del hombre por medio de su Hijo, Cristo Jesús. A su vez, toda persona humana encuentra su más cabal definición como “un ser creado para amar y ser amado”, definición esta que expresa justamente la realidad psicológica y el núcleo de la persona, en sintonía con la antropología actual y la orientación del Concilio Vaticano II. Una condición: para que el amor sea pleno y verdadero ha de ir fundamentado en el único que puede hacerlo: Dios mismo. De no ser así, tu amor es falso o, al menos, no pleno.

           Dios conoce muy bien nuestra psicología. A esa estructura psico-afectiva del hombre responde la progresiva pedagogía de su manifestación, que culmina en Jesús de Nazaret. Y en este “sacramento del encuentro con Dios” que es Cristo, Dios se revela como amor que busca al hombre y que le pide una respuesta de la misma naturaleza afectiva para con Dios y con el prójimo. Acorde con nuestro “propio peso” que es el amor, toda la enseñanza y la Ley de Cristo se resumen en que amemos a Dios y a los prójimos-hermanos, porque Dios nos amó primero en la persona de su Hijo. Ése es el compendio de la buena noticia.

Así pues, la liturgia de la palabra de este domingo nos invita a abrirnos al misterio de Dios y del prójimo por el camino de la fe que actúa por el amor, ya que para encontrarnos con Dios y con nuestros prójimos no hay medio mejor que el amor mismo, que es nuestro centro de gravedad. Claro que es distinto el amor del hombre a Dios del que el hombre profesa a sus semejantes; se distinguen conceptualmente, sí, pero nunca será posible vivir uno a espaldas del otro. Y a la hora de concretar el verdadero amor al otro, bastaría solamente recordar que “obras son amores”, es decir, amor y servicio se identifican.

Sobre ese peso vital que es el amor, verdadero o falso, dice san Agustín: “Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la celestial” (De civ. Dei, XIV, 18). Anotemos únicamente que ese amor de sí mismo que sólo busca el placer, el dinero, el poder, el sexo, la droga, el alcohol, afán de poseer…, hace imposibles tanto el amor a Dios como el amor al prójimo. Añadamos, también, que una persona de bien, movida por un amor-caridad, siempre deberá recordar que “corregir al que yerra” es una importante obra de caridad.

Por otra parte, el “amar al prójimo como a sí mismo” tendrá una nueva formulación: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado (Jn 15,12). El término de comparación ya no es el amor que tú tienes a ti mismo sino el que tiene el Señor por ti, es decir, un amor de amistad que tú has aceptado o para que lo aceptes. Entonces, claro que quedas incluido entre los amigos de Jesús: Vosotros sois mis amigos (Jn 15, 14). Y además ese amor de amistad con el Señor ha de llevarte también a amar a quien no te quiere o incluso te odia: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt 5, 44).

Finalmente quienes, por la fe, confesamos a Dios en Jesucristo, necesitamos reconocer su presencia en los hombres. Es ésta una identificación esencial, ya que en el encuentro definitivo con el Señor nuestro destino será la consecuencia del amor hecho obras: Cada vez que lo hicisteis (o no lo hicisteis) con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 26, 40). Que ¿quién es tu prójimo? -Todo el que está necesitado de tu amor.

Mons. Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

 

“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21)

De las tres lecturas de la Escritura (cuatro si incluimos el salmo) que se proclaman cada domingo en la celebración de la Eucaristía, el evangelio es –por razones obvias– el que marca el tema principal. La primera lectura guarda relación temática con el evangelio, y el salmo se relaciona con la primera lectura como la oración con que el pueblo responde a la palabra que Dios le ha dirigido en la primera lectura. La segunda lectura se toma normalmente de una carta apostólica, de la que se hace una lectura continuada domingo tras domingo y que, sólo casualmente, algún domingo enlaza con el tema de las otras lecturas.

Este domingo la pieza fundamental de la palabra de Dios es la discusión sobre el tributo al César, entre Jesús y sus enemigos, los cuales le tienden una trampa para provocar que cometa un desliz y así, o bien enfrentarlo con la gente (si decía que había que pagar impuesto a Roma), o bien denunciarlo a las autoridades romanas, si lo negaba.

Recordemos que, en tiempos de Jesús, Israel es un territorio ocupado por los romanos, y el tributo que los judíos tenían que pagar a Roma en moneda romana era una forma práctica de sometimiento al César. Los judíos estaban divididos entre los colaboracionistas (los saduceos), los rebeldes (los zelotas), y los que, muy a su pesar, aceptaban la situación de hecho. Pues, al reconocer el curso legal de la moneda romana (el denario), acuñada con la efigie del César (lo cual entraba en contradicción con el férreo monoteísmo judío), y usarla en la vida diaria, es que admitían entrar en el sistema económico y debían aceptar sus consecuencias.

Los enemigos mortales de Jesús (los fariseos y los herodianos) encuentran una ocasión para ponerlo en un aprieto. Se presentan en actitud conciliadora, y, bajo palabras suaves, esconden su maldad. “El cumplido un poco torpe con que introducen la conversación, tiene el fin de ocultar lo traicionero de su pregunta, provocando a Jesús a una respuesta descuidada y sincera” (Schmid, Herder, 321). Los enemigos de Jesús intentan conducirlo al terreno peligroso de la vertiente económica de la política, donde se jugaba la lealtad y sumisión al poder imperial.

Pero Jesús los conocía y los desenmascara poniendo de manifiesto su hipocresía, pues, por un lado, pretenden enfrentar al Maestro con el poder de Roma, en el caso de que niegue la legitimidad del impuesto, mientras, por otro, dan curso legal a la moneda del impuesto, que llevaba la efigie del emperador Tiberio, señal de pertenencia al emperador, como símbolo de su poder y autoridad.

Jesús actúa con astucia pidiéndoles que le muestren la moneda del impuesto, que era la que llevaba la efigie del César. Emplea un juego de palabras por medio del cual les hace decir en público lo que en modo alguno hubieran dicho reflexivamente. A la pregunta de Jesús: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?», ellos querían responder que la figura y la inscripción eran del César; pero la pregunta y la respuesta están hechas de tal modo que lo que se entiende de la respuesta es que es la moneda lo que es del César. De donde se sigue que le sirven en bandeja a Jesús una salida airosa, que deja abochornados a sus enemigos, pues ellos mismos terminan confesando que es legítimo dar al César lo que es del César, o sea, pagar el impuesto. J       Jesús viene a decir a sus adversarios que “puesto que aceptan prácticamente los beneficios y la autoridad del poder romano, del que esa moneda es el símbolo, pueden e incluso deben rendirle el homenaje de su obediencia y de sus bienes, sin perjuicio de lo que, por otro lado, deben a la autoridad superior de Dios” (Biblia de Jerusalén).

Jesús, no sale airoso de la contienda, sino que eleva el planteamiento de la disputa cuerpo a cuerpo, a categoría religiosa: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Ya que Dios está por encima de todos los poderes de la tierra (la tierra se la ha dejado a los hombres); ahora bien, el hombre es imagen de Dios y, por tanto, ha de entregarse enteramente a Él.

Ésta es, a mi juicio, la principal enseñanza que Dios nos brinda este domingo, confirmada por el oráculo de investidura de Ciro -transmitido por el profeta Isaías- y por el salmo responsorial.

El Señor es el dueño de toda la tierra y de todos los pueblos; nadie puede discutirle su soberanía. Los cielos son obra de Dios, y manifiestan su gloria y su poder; Él les ofrece garantía de estabilidad. El Señor es también el soberano de la historia y dispone de los reinos, y, por eso, llama y unge a Ciro –un emperador extranjero que ni conoce a Dios ni lo honra– para que cumpla sus planes, liberando al pueblo de Israel de la cautividad de Babilonia. Así pues, el Señor es Rey y juzgará con rectitud a los pueblos.

Como dice un refrán: «Dios escribe derecho en renglones torcidos». Es decir, que, aunque no conocemos en detalle los planes de Dios, podemos tener la seguridad de que nada sucede al margen de sus designios.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

 

El banquete del Reino

Las lecturas de hoy nos presentan el Reino de Dios como un gran festín. Un festín que preparará el Señor para todos los pueblos, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados (Is 25,6). También S. Mateo nos habla de un banquete. Lo expresa con dos parábolas yuxtapuestas. La primera parábola (v.1-10) nos habla de un banquete con ocasión de la boda del hijo del rey, y sorprende que los invitados se nieguen a asistir.

          Era impensable que los convidados no aceptaran, y mucho menos que mataran a los criados del rey. No apreciaban la importancia que el rey les había concedido al invitarles a la boda de su hijo. Ante esta situación, el rey de la parábola pide a los criados que vayan de nuevo e inviten a todos los que encuentre por los por los caminos, malos y buenos (v.10). La segunda parábola (v.11-14) nos sorprende con la presencia de uno de los últimos invitados que se presenta sin traje de bodas.

Dos son las situaciones que enojan al rey en el texto evangélico.- y expresan el sentido de la parábola-: en principio, los primeros convidados rehúsan la invitación, prefieren ocuparse de sus negocios, marcharse a sus campos, e incluso algunos maltratan a los criados hasta matarlos, y por otro lado lo enoja que uno de los invitados asista al banquete sin traje de bodas. Dos enojos aparentemente desconectados, pero en ambos casos los convidados no tienen conciencia de la importancia del banquete y de lo que esto significa para el rey que los convoca.

Mirando las parábolas desde nuestra perspectiva, el texto nos exige una seria reflexión. El reino de Dios es algo muy importante para Él, como lo es para un rey la boda de su hijo; e importante para nosotros debe ser aceptar esta invitación. Ignorar la invitación supone no poder participar del banquete. La invitación cristiana a participar del reino es un don, pero un don que exige respuesta, hace falta cumplir un requisito que el evangelio lo pone como algo externo y que en las bodas se le da mucha importancia y es el vestido. Los que fueron al banquete, necesitaban además de participar, tener el vestido de bodas; no basta con tener la buena intención, sino tener el nuevo vestido (v. 11-12).

Lógicamente Dios no intenta exigirnos un tipo de vestido. La figura del vestido de boda tenemos que verla en el contexto evangélico donde Jesús nos advierte que nuestra rectitud debe exceder a la de escribas y fariseos (5,20). Para entrar en el banquete es necesario un estilo de vida, que ponga en práctica las enseñanzas de Jesús. Hay que responder con frutos de justicia (Mt 25,31-40). La vocación cristiana no es una garantía mágica de salvación, hay que vivir en coherencia con lo que nos pide el Evangelio (Mt 25,31-40).

En una sociedad donde la dimensión religiosa tiene cada vez menos importancia, es necesario recordar que la llamada del evangelio de Jesucristo no es una convocatoria carente de valor. No se trata de algo que pueda ser desechado sin consecuencias. No pensemos que por el hecho de estar bautizados, ya estamos salvados. Como decía anteriormente el evangelio de hoy exige una seria reflexión. ¿Podemos creer que por el hecho de estar bautizados, de asistir a misa, de formar parte de alguna asociación o cofradía, ya estamos salvados? ¿Podemos creer que por el hecho de decir que somos creyentes y que la misericordia de Dios es infinita, no tenemos más que hacer? ¿Podemos creer que se puede compaginar el ser cristianos y el hacer un evangelio a nuestro gusto y vivir con los valores del mundo: abortos, rupturas matrimoniales, manos manchas de corrupción?… ¿O podemos creernos que el banquete es en exclusiva para nosotros y no dejamos o impedimos que entren otros?

El traje de bodas tiene que significar un compromiso a favor de los hermanos, especialmente de los más necesitados. No basta con decir Señor, Señor. No basta con pensar que ya estamos salvados. El banquete de Jesús ha de expresarse como invitación al gozo, pero también al compromiso de la comunión y del amor entre los creyentes.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Los primeros y los últimos

Hoy, en el pasaje del Evangelio, Jesús compara el Reino de los Cielos con el dueño de una viña, en que el dueño sale a distintas horas del día contratando trabajadores para cortar la cosecha de uvas. Al final de la tarde el dueño de la viña dijo a su administrador: “llama a los trabajadores y págales su jornal; iniciando por los últimos y terminando por los primeros; pagándoles a todos la misma cantidad”.

Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿por qué les hablas en parábolas?” Jesús les contestó: “A ustedes Dios les concede conocer los misterios del Reino, pero a ellos no”. La clave de lectura propuesta por el mismo Cristo a esta parábola está en el último versículo: “Los últimos serán primeros, y los primeros serán últimos” (v 16). Pero, “para Cristo, el reclamo fundamental, dirigido a Dios como dueño de la viña, es la falta de justicia; reclamo ya formulado antes en el episodio del hijo pródigo. El profeta Isaías había profetizado: “oirán y no entenderán; mirarán pero no verán, porque se ha endurecido el corazón de este pueblo; se han vuelto torpes sus oídos, y se han cerrado sus ojos; de modo que sus ojos no ven, sus oídos no oyen, su corazón no entiende, y no se convierten a mí para que los sane. Dichosos ustedes por lo que ven sus ojos y por lo que oyen sus oídos”. (Mt 13, 14-17).

                      El mismo reproche ya lo había formulado el hermano mayor del hijo pródigo; “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta y comérmelo con mis amigos, pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas y tú le matas el cordero gordo”; el padre le respondió: “hijo, tu estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. Esta parábola muestra la bondad del papá, olvidando todo lo que hizo el hijo menor. También muestra la mezquindad del hermano mayor, defecto que pueden repetir, quienes se sienten superiores por la edad o por la antigüedad; por tanto la alianza es un don del amor gratuito de Dios a los que le buscan; el Reino es únicamente don y gracia de la bondad del Señor.

                      La Alianza es pues, un don del amor gratuito del Padre Celestial, fundado en su libertad absoluta y supone nuestra libertad (Gal 3, 10-16. Pues, “Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldición, pues dice la Escritura: maldito todo el que cuelga de un madero. De esta manera, los paganos obtendrán la bendición de Abraham mediante Cristo Jesús, y nosotros, por medio de la fe, recibiremos el Espíritu prometido” (3,14).

           Justicia de los hombres y justicia de Dios. En varios de los ejemplos propuestos por Mateo, contrasta la escala de valores propuestos por Jesús con la escala de valores de los rabinos judíos. Jesús da primacía a la lógica de Dios, diversa a la lógica de los hombres; frecuentemente, lo que es ganancia para los hombres, para Jesús es mezquindad. Jesús quiere dirigir las voluntades humanas de los hebreos que siendo los primeros en la llamada de Dios, tuercen después la voluntad divina, cayendo miopemente en la justicia meramente humana, minimizando los valores del Reino que son únicamente don y gracia de Dios.

                      La óptica de Dios, es diversa de la lógica humana; tal vez parece como si el hombre quisiera igualar o desplazar a Dios. Hay que afirmar la primacía de la bondad de Dios que no contrasta ni desplaza al hombre; frecuentemente, lo que es ganancia para el hombre, ante Dios es pérdida; lo que para el hombre es pérdida, para Dios es ganancia; los bienaventurados son los que lloran; lo que para el hombre, es prioritario, para Dios pasa al último punto de la balanza. El hombre nuevo ha de invertir su escala de valores. La ley del Reino de Dios parece ser lo paradójico, lo inédito, lo inesperado. Dios escoge lo débil y despreciable para confundir lo fuerte y lo estimable de este mundo. Jesús nace en un pesebre de pastores, no elige al primero, sino al último, su criterio favorece lo paradoxal, lo inédito, lo débil para confundir a los grandes de este mundo. El Dios de los cristianos, es absolutamente original e imprevisible. Un aspecto del rostro de Dios que Jesús reveló con claridad e insistencia sin igual es la preferencia por los pobres, los humildes y los últimos. Con ello, no podemos olvidar la aventura del pueblo judío, que del primer lugar cayó al último.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito

El camino de la cruz

En el pasaje que leíamos el pasado domingo, el apóstol Pedro, en nombre de todos los discípulos, declara que Jesús es el Mesías esperado, y Jesús lo ratifica afirmando que la confesión de Pedro no es obra suya sino del Padre que se lo ha revelado. A partir de este momento, el evangelio adquiere un tono distinto. Jesús se dirige a Jerusalén con los discípulos y comienza a manifestarles clara y solemnemente otra faceta de su ministerio: el mesianismo que acaban de reconocer es un mesianismo que se realiza muriendo y resucitando en conformidad con la voluntad del Padre. Les dice que tiene que ser ejecutado y resucitar al tercer día (v. 21). Ante esta afirmación, Pedro reacciona negativamente (v. 22), de manera muy distinta al pasaje anterior, de manera humana y no conforme a la voluntad de Dios, intenta disuadir a Jesús e imponerle su propia idea sobre el mesianismo. La reacción de Jesús parece dura (v.23), sus palabras recuerdan las de las tentaciones: ¡quítate de mi vista, Satanás! (Mt 4,10). Sin darse cuenta, Pedro está jugando el mismo papel de Satanás, es un obstáculo en la misión de Jesús: Los pensamientos y planes de Dios no son como los de los hombres (Is 55,9).

A continuación el Señor les dice que todo aquel que quiera ser su discípulo debe negarse a sí mismo; es decir, rechazar todo aquello que se oponga a la voluntad del Padre. Tomar la propia cruz es aceptar todo tipo de sufrimientos que conlleve ir detrás de él, puesto que la fidelidad implica frecuentemente dificultades y muchas veces persecuciones. La cruz también tiene muchos nombres como puede ser la enfermedad, un problema económico, un fracaso, etc. Somos los seguidores de un hombre colgado en la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. Esto implica perder según las categorías y los valores humanos, pero es el modo de ganar realmente la vida, el negocio verdadero, pues aunque uno sea dueño de todo el mundo, si pierde su vida, es un verdadero fracasado. La vida a la luz de Dios se percibe de distinta manera a como la conciben los hombres.

¡Cuánto tenemos que reflexionar este evangelio! ¡Qué lejos estamos de la meta que nos propone Cristo!… El miedo, la vergüenza y la falta de confianza en el Señor nos suelen invadir. También solemos buscar los aplausos, la vida cómoda, los cumplimientos. Si Jesús nos invita hoy a cargar con la cruz, nos está diciendo que no hay otro camino para ser sus discípulos, el mismo camino por donde él transitó para cumplir la voluntad del Padre. Inventarse o imponerse también cruces con la idea de seguir a Jesús es puro autoengaño, y hacer un seguimiento de Jesús a nuestra manera, como lo quería Pedro, no es seguir a Jesús. El texto evangélico de hoy nos invita a una reflexión profunda, a ser sinceros, a mirar y a escuchar, a preguntarnos si realmente queremos seguir a Jesús. Probablemente el testimonio de muchísimos cristianos que en los últimos tiempos son perseguidos y no han dado un paso atrás por vivir y defender su fe, nos haya chocado.

Hace unos meses me llamaba profundamente la atención las palabras de un sacerdote madrileño que suele pasar los veranos en Irak trabajando con los cristianos de estas tierras masacradas. Le ofrecía el sacerdote a uno de los padres la posibilidad de que su hijo y varios jóvenes más pudieran ir a estudiar a Salamanca, hacer una carrera y salir de ese mundo de persecución. El padre le contesto: Muy bien, yo le agradezco su buen deseo, pero dígame: Ustedes nos ofrecen una carrera para nuestros hijos, pero con el tipo de vida que llevan, ustedes matan la fe, matan el alma de nuestros jóvenes. Aquí nos matan, pero nos matan el cuerpo y preferimos que maten el cuerpo de nuestros hijos a que maten su alma. Y los jóvenes no fueron a España.

Celebrar la Eucaristía es querer asociarnos a la cruz de Cristo y confesar que la última palabra no es la cruz, el sufrimiento, sino la vida, la resurrección.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito de Durango

¿Quién es Jesucristo?

Por supuesto que, lejos de ser ociosa dicha pregunta, venía exigida para que ellos respondiesen a esta otra: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). El tiempo que llevaban con Él debía dar lugar a una respuesta concreta. Quizá hubo unos momentos de embarazoso silencio, en los que pasarían por sus mentes algunos de los acontecimientos extraordinarios que habían presenciado; así como también la imagen del Maestro que predicaba una doctrina nueva; podría ser el Mesías anunciado, con una misión político-religiosa, como lo había interpretado la madre de Santiago y Juan, la cual ya le había solicitado los primeros puestos para sus hijos. Finalmente, será Pedro quien, sin darse cuenta de alcance de sus palabras, responderá: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16).

Jesús lo felicita por lo acertado de su respuesta, al tiempo que le revela quién se la ha dictado: ¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16, 17). Efectivamente, a Pedro le había bastado el amor apasionado por el Maestro para expresárselo con aquellas palabras, aunque sin comprender el misterio que contenían sus palabras. Sólo mucho tiempo después, cuando él y los demás apóstoles vean al Señor Resucitado y reciban el Espíritu Santo en Pentecostés, llegarán a darse cuenta del profundo y pleno significado de aquella respuesta.

A lo largo de más de dos mil años la pregunta de Jesús a los Apóstoles no ha perdido vigencia ni actualidad. Siempre y quizá hoy, más que nunca, continúa haciéndola a todos los hombres y de modo especial a quienes nos confesamos creyentes en Él y frecuentamos su casa, escuchamos su palabra y celebramos sus misterios. Sí, es a ti y a mí a quienes nos pregunta muy en particular: ¿Quién soy yo para ti? –No, no se trata de responder según los libros o según los conocimientos que tenemos desde de que estudiamos el catecismo; es claro que tú y yo sabemos que Jesús es “Dios y hombre verdadero” y que con su Muerte y Resurrección nos ha salvado, pero tanto estas nociones y algunas más, aunque las repitamos muchas veces, pueden estarnos diciendo muy poco.

A este propósito, decía san Agustín a sus diocesanos y nos lo dice también hoy a nosotros: “Una cosa es creer en la existencia de Cristo y otra creer en Cristo. La existencia de Cristo también la creyeron los demonios, pero éstos no creyeron en Cristo. Cree, por tanto, en Cristo quien espera en Cristo y ama a Cristo. Porque, si uno tiene fe sin esperanza y sin amor cree que Cristo existe, pero no cree en Cristo. Ahora bien, quien cree en Cristo viene a Él y, en cierto modo, se une a Él y queda hecho miembro suyo; lo cual no es posible si a la fe no se le junta la esperanza y la caridad” (Sermón 144, 2).

Preguntémonos, pues: ¿Nuestra fe impregna nuestra vida? O ¿se queda en la esfera del conocimiento teórico? Y es que no se trata sólo de saber formular exactamente nuestras convicciones teológicas, sino de que lleguen a influir y configurar nuestra vida. Jesús, para cada uno de nosotros no es una doctrina, sino una Persona que vive y que nos interpela y que da sentido a nuestra vida. Y, por tanto, ¿se puede decir que creemos en Cristo de tal modo que aceptamos para nuestra vida su estilo y su mentalidad? o ¿venimos a creer en un Jesús a quien “hemos fabricado” a nuestra imagen y semejanza? Creer en Jesús es comprometerse con Él.

Un detalle más: Jesús, tras aplaudir la confesión de Pedro, le encargó una misión muy especial, que viene sugerida por el nombre que Él mismo le dio: Cefas (en arameo) o Petros (en griego), nombres que significan piedra, roca. Pedro será, en efecto, la roca sobre la que se asiente la comunidad eclesial que el propio Jesús está fundando. Éstas son sus palabras: Ahora te digo yo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). Bien sabemos que, desde el primer momento, las comunidades cristianas aceptaron a Pedro como el Vicario de Cristo; es decir, el que hace sus veces en la tierra. Presidió inicialmente la comunidad de Jerusalén, después lo haría en Roma, en donde sellaría su fe en Cristo con el martirio. Y allí quedarían sus sucesores, Vicarios, a su vez, de Cristo.

Esta última consideración nos invitan a ver al Papa como lo que es: Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo y a mirarlo siempre con los ojos de la fe. El Papa ha recibido el encargo de asegurar el servicio de la fe, de la caridad, de la unidad y de la misión evangelizadora. Por otra parte, la comunidad cristiana no es del Papa sino de Cristo, como lo dejan claro sus palabras “edificaré mi iglesia” (Mt 17, 18); el Papa es quien más explícitamente ha recibido la misión de animar, unir, confirmar a la comunidad de Cristo, que, además, de una, santa y católica es también “apostólica”, pero todos nosotros somos sus colaboradores.

Héctor González Martínez

                                                                                               Arzobispo Emérito de Durango

Los hijos: son un don, un regalo, la alegría de la familia y de la sociedad

mons enrique episcopeo-01Ahora el Papa Francisco nos ayuda a reflexionar sobre los hijos. La alegría de los hijos hace palpitar el corazón de los padres y vuelve a abrir el futuro. Los hijos son la alegría de la familia y de la sociedad. No son un problema de biología reproductiva, ni uno de los muchos modos de realizarse. Y mucho menos es una posesión de los padres. Los hijos son un don. Son un regalo. Cada uno es único e irrepetible; y al mismo tiempo, inconfundiblemente ligado a sus raíces.

Ser hijo e hija, según el designio de Dios, significa llevar en sí la memoria y la esperanza de un amor que se ha realizado a sí mismo encendiendo la vida de otro ser humano, original y nuevo. Y para los padres cada hijo es sí mismo, es diferente, diverso.

Un hijo se ama porque es hijo: no porque sea bello, o porque piensa como yo, o porque encarna mis deseos. Un hijo es un hijo: una vida generada por nosotros, pero destinada a él, a su bien, para el bien de la familia, de la sociedad, de toda la humanidad.

De ahí viene también la profundidad de la experiencia humana del ser hijo e hija, que nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que nunca deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de que lleguen.

Los niños en el vientre materno son amados antes de venir al mundo. Y ésta es gratuidad, esto es amor; son amados antes, como el amor de Dios, que nos ama siempre antes. Son amados antes de haber hecho nada para merecerlo, antes de saber hablar o pensar. Ser hijos es la condición fundamental para conocer el amor de Dios, que es la fuente última de este auténtico milagro. En el alma de cada hijo, por más vulnerable que sea, Dios pone el sello de este amor, que está en la base de su dignidad personal, una dignidad que nada ni nadie podrá destruir.

Hoy en día parece más difícil para los hijos imaginar su futuro. Los padres quizás han dado un paso atrás y los hijos se han vuelto más inciertos en el dar pasos hacia adelante. Podemos aprender de nuestro Padre Celestial, que nos deja libres a cada uno de nosotros, pero nunca nos deja solos. Y si nos equivocamos, Él continúa siguiéndonos con paciencia sin disminuir su amor por nosotros. El Padre Celestial no da pasos hacia atrás en su amor por nosotros, ¡jamás! Va siempre hacia adelante y si no se puede ir adelante, nos espera, pero nunca va hacia atrás; quiere que sus hijos sean valientes y den pasos hacia adelante.

Los hijos, por su parte, no deben tener miedo del compromiso de construir un mundo nuevo: ¡es justo desear que sea mejor del que han recibido! Pero esto debe hacerse sin arrogancia, sin presunción. A los hijos hay que saber reconocerles su valor, y a los padres siempre se los debe honrar.

El cuarto mandamiento pide a los hijos “honra a tu padre y a tu madre”. Este mandamiento contiene algo de sagrado, algo de divino, algo que está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade: «Honra a tu padre y a tu madre para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te da».

Una sociedad de hijos que no honran a sus padres es una sociedad sin honor; ¡cuando no se honran a los padres se pierde el propio honor! Es una sociedad destinada a llenarse de jóvenes áridos y ávidos. Pero también una sociedad avara, que no ama rodearse de hijos, que los considera sobre todo una preocupación, un peso, un riesgo, es una sociedad deprimida. Existen muchas sociedades deprimidas porque no quieren hijos, no tienen hijos, en algunas el nivel de nacimientos no llega al uno por ciento. ¿Por qué? Que cada uno piense y se responda. Si una familia generosa de hijos se ve como si fuera un peso, ¡hay algo que está mal en esa sociedad!

La concepción de los hijos debe ser responsable (como enseña la Encíclica Humanae Vitae del Beato Papa Pablo VI), pero el tener muchos hijos no puede ser visto automáticamente como una elección irresponsable. Es más, no tener hijos es una elección egoísta. La vida rejuvenece y cobra nuevas fuerzas multiplicándose: ¡se enriquece, no se empobrece! Los hijos aprenden a hacerse cargo de su familia, maduran compartiendo sus sacrificios, crecen en la apreciación de sus dones.

Que Jesús, el Hijo eterno, hecho hijo en el tiempo, nos ayude a encontrar el camino de una nueva irradiación de esta experiencia humana tan simple y tan grande que es ser hijos. En el multiplicarse de las generaciones hay un misterio de enriquecimiento de la vida de todos, que proviene de Dios mismo. Debemos redescubrirlo, desafiando los prejuicios; y vivirlo, en la fe, en la perfecta alegría.

Durango, Dgo., 15 de febrero del 2015.

+ Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango