Homilía Domingo XXVII: 7-X-2012

Los dos serán uno

             Leemos en la primera lectura: “no es bueno que el hombre esté sólo: quiero hacerle una ayuda, semejante a Él. Dios formó con tierra toda clase de bestias salvajes y aves del cielo y los presentó al hombre para que les impusiera su nombre; pero ninguno era semejante a él¸…. Luego el Señor hizo entrar al hombre en un sopor que lo adormeció; tomó una costilla y formó con ella a la mujer y la condujo al hombre. El hombre dijo: esta vez, esta es carne de mi carne y hueso de mis huesos; se le llamará mujer, porque del hombre salió”.         

            Según el estilo del autor bíblico, que busca tocar con la mano la experiencia humana; primero, el hombre es presentado en soledad y en diversidad con los demás seres vivientes. En un segundo momento, el hombre descubre en la mujer un ser semejante a sí. El simbolismo de la costilla y la expresión amorosa de Adán, subrayan la igualdad de seres y el fin para el que Dios los creó: el amor; es por amor que los dos abandonan su casa, para formar una sola carne y para donar con Dios la vida.

             El hombre no agota su propia vocación en el dominio de la materia y en el esfuerzo por mejorar las condiciones de su vida; el hombre también lleva en sí, la exigencia del encuentro con un ser capaz de comunión con él. De hecho, es un ser que descubre en la mujer otro él mismo. Las diferencias sexuales del hombre y la mujer han de ser comprendidas como presencia, lenguaje y reconocimiento de la otra persona. El misterio del hombre y de la mujer no se da en el hombre y la mujer separadamente, sino en la comunión de toda la persona hasta un verdadero diálogo abierto y fecundo.

             En el texto del Génesis, la unión profunda que une al hombre y a la mujer tiene dos notas esenciales: primera, que es superior a cualquier otra relación, incluyendo la relación con los padres, que en los mandamientos viene en seguida de la relación con Dios;  y segunda, que es tan íntimo y profundo en el plano del cuerpo y del espíritu, que forman un solo ser.

            En ello piensa Jesús, cuando reafirma la indisolubilidad del vínculo matrimonial que se había relajado con la concesión del libelo de divorcio. Jesús corroboró la indisolubilidad del vínculo matrimonial: una criatura humana se da a otra criatura humana. Así de seria es la entrega recíproca. Y Jesús no entiende el matrimonio sólo como institución exterior: va en profundidad. Toda la persona debe mantenerse libre para la otra. Para Jesús se trata de dar al amor su oportunidad más grande y duradera.

            La indisolubilidad es un don más que una ley. En la historia a través de los siglos, se nota como la evolución de las costumbres ha favorecido el paso de la poligamia a la concepción monogámica del matrimonio, y esto ha llevado dos notables consecuencias: una, la liberación de la condición de la mujer pasando gradualmente de un estado de inferioridad a la igualdad jurídica y social; y otra, la elección del compañero de matrimonio, como un acto libre, personal y no regulado desde fuera.

             Pero, la atracción siempre fuerte hacia el matrimonio fundado en el libre consentimiento de los esposos, no se acompaña de una adhesión voluntaria a la ley de la indisolubilidad. Ello, porque la indisolubilidad se ha hecho ley y no un don y una conquista del matrimonio. El don del matrimonio que Dios ha hecho al hombre en la creación, trasluce algo de la insondable profundidad del dar, del amar, del consumarse en el otro, lo cual es propiedad del ser de Dios.

             El amor entre dos esposos está llamado a transformarse y a renovarse; a través de las contingencias  de la vida resultará un amor más concreto y más auténtico; no más viejo, sino más maduro, siempre un amor más adulto. Diversamente a otras realidades terrenas, el amor del hombre y de la mujer no va hacia la muerte, porque el amor humano es parte del amor de Dios que es eterno. ¡Felicidades a los esposos!

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