La Iglesia vive en el Espíritu de Cristo

En esta solemnidad de Pentecostés, la primera lectura y el Evangelio de Juan, narrando el mismo acontecimiento, con procedimientos literarios y perspectiva teológica distintos, presentan la nueva realidad de la Iglesia, fruto de la Resurrección y del Don del Espíritu.

            Las imágenes usadas por S. Lucas, narrando el suceso de Pentecostés, permiten establecer un paralelo entre el Pentecostés del Sinaí y el Pentecostés de Jerusalén:

En el Sinaí, todo el pueblo había sido convocado en asamblea; fuego y viento impetuoso manifestaron la presencia de Dios sobre el monte; ahí Dios dio a Moisés la ley de la Alianza. En Jerusalén, “están reunidos todos los Apóstoles, en un mismo lugar” ( Hch 2,1): en la casa donde se reunieron se manifestaron los mismos fenómenos del Sinaí (v. 2.3): ahí, Dios regala el Espíritu de la nueva Alianza (v.4).

            Esta es la novedad del Pentecostés cristiano: La Alianza nueva y definitiva, se funda no sobre una ley escrita en tablas de piedra, como con Moisés en el Sinaí, sino sobre la acción del Espíritu de Dios. Se comprende entonces, como, “sin el Espíritu Santo, Dios está lejano, Cristo queda en el pasado, el Evangelio pasa a ser letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad un poder, la misión una propaganda, el culto un arcaísmo, y el actuar moral un actuar de esclavos”.

            Pero, “en el Espíritu Santo, como enseña Atenagoras, el cosmos es ennoblecido para generar el Reino, el Cristo resucitado se hace presente, el Evangelio es poder y vida, la Iglesia realiza la comunión trinitaria, la autoridad se transforma en servicio, la liturgia es memorial y anticipación, el obrar humano viene deificado”.

En nuestro tiempo y en nuestra realidad eclesial, hemos de resaltar que el Espíritu estructura y anima a la Iglesia para la misión; cosa que mucho necesitamos para los renglones pastorales que acometemos. La acción del Espíritu Santo nos hace comprender el misterio de Cristo, Mesías, Señor e Hijo de Dios; nos hace comprender la Resurrección como el cumplimiento del proyecto de Salvación de Dios, para toda la humanidad; nos impulsa a anunciarlo en todas las lenguas y en toda circunstancia, sin temer persecuciones ni la muerte. Así ha sucedido en los cristianos que escucharon la voz del Espíritu de Cristo y han sido testimonio de lo que vieron y transmitieron en su existencia.

Toda comunidad cristiana está llamada a colaborar con el Espíritu para renovar el mundo por medio del anuncio y el testimonio de la Salvación, en la actividad cotidiana o en las vocaciones extraordinarias. Por ello, la Iglesia se estructura y toma forma por medio de los dones, las competencias y los servicios que tienen todos como única fuente, al Espíritu del Padre y del Hijo.

Pentecostés pues, no ha terminado, continúa en la Iglesia; continúa en las situaciones en que vive la Iglesia: toda la vida de los bautizados se desarrolla bajo el signo del Espíritu. Cada uno vive bajo el influjo del Espíritu de su Bautismo y de su Confirmación; es siempre el Espíritu Santo el que confirma nuestra fe y nuestra unidad en la Eucaristía y en unidad de la Iglesia.

Se impone pues, que cada día y especialmente hoy, con seriedad y empeño invoquemos al Espíritu Santo, como sabemos cantar: “Divino Espíritu baja, Divino Espíritu baja; y en llamas de amor, de amor a todos abrazad, y en llamas de amor, de amor a todos abrazad. Así como en Pentecostés, así como en Pentecostés, derrama Señor, aquí tu Espíritu de amor; derrama Señor, aquí tu Espíritu de amor”.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

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