El único camino para la paz es la cultura del encuentro y del diálogo

mons enrique episcopeo-01Hoy se celebra por vez primera la fiesta de San Juan XXIII y, en las oraciones litúrgicas, se le recuerda como «imagen viva del Buen Pastor» y se pide que, al igual que en el Papa Roncalli, se despierte en nosotros «la llama de la caridad».

Ante el fantasma de la guerra que está presente en el mundo, es necesaria una vuelta a la encíclica del Papa “Bueno” Pacen in Terris (1963).

Su santidad el Papa Francisco constantemente  ha hecho oír el “grito que, con creciente angustia, se levanta en todas las partes de la tierra, en todos los pueblos, en cada corazón, en la única gran familia que es la humanidad: ¡el grito de la paz! Es el grito que dice con fuerza: Queremos un mundo de paz, queremos ser hombres y mujeres de paz, queremos que en nuestra sociedad, desgarrada por divisiones y conflictos, estalle la paz; ¡nunca más la guerra! La paz es un don demasiado precioso, que tiene que ser promovido y tutelado”.

Además denuncia también, “con particular sufrimiento y preocupación las numerosas situaciones de conflicto que hay en nuestra tierra”.  En los últimos meses el papa Francisco ha reiterado varias veces su llamada a poner fin a los conflictos en Ucrania, Irak, Siria, Gaza, Ucrania y algunas partes de África. La guerra es irracional. Solo lleva a destrucciones. A través de las destrucciones crece. La avidez, la intolerancia y el deseo del poder son los motivos de la guerra.

La paz en la tierra (Pacem in Terris 1-35), es la suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios. En los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y que, al mismo tiempo, el hombre posee una intrínseca dignidad, por virtud de la cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio.

Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, dotándole de inteligencia y libertad, y le constituyó señor del universo, como el mismo salmista declara con esta sentencia. Resulta sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por 1a fuerza.

Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia. Por otra parte, ¿cómo podría ser de otro modo? Todas las obras de Dios son, en efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso cuanto mayor es el grado absoluto de perfección de que gozan.

Equivocadamente se piensa que las relaciones de los individuos con sus respectivas comunidades políticas pueden regularse por las mismas leyes que rigen las fuerzas y los elementos irracionales del universo, siendo así que tales leyes son de otro género y hay que buscarlas solamente allí donde las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la naturaleza del hombre.

Son, en efecto, estas leyes las que enseñan claramente a los hombres: cómo deben regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana; cómo deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; cómo deben relacionarse entre sí los Estados; cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados, y de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos, cuya constitución es una exigencia urgente del bien común universal.

El orden que debe regir entre los hombres, se fundamenta en la persona humana como sujeto de derechos y deberes. Todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto. Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna.

¿Qué podemos hacer nosotros por la paz en el mundo? Como decía el Papa Juan XXIII, a todos corresponde la tarea de establecer un nuevo sistema de relaciones de convivencia basadas en la justicia y en el amor (Pacem in Terris 301-302).

¡Que una cadena de compromiso por la paz una a todos los hombres y mujeres de buena voluntad! (Ángelus 1 sept. 2013). Es una fuerte y urgente invitación que dirijo a toda la Iglesia Católica, pero que hago extensiva a todos los cristianos de otras confesiones, a los hombres y mujeres de las diversas religiones y también a aquellos hermanos y hermanas no creyentes: la paz es un bien que supera cualquier barrera, porque es un bien de toda la humanidad. No es la cultura de la confrontación, la cultura del conflicto, la que construye la convivencia en los pueblos y entre los pueblos, sino ésta: la cultura del encuentro, la cultura del diálogo, éste es el único camino para la paz.

 

                                                                                          Durango, Dgo., 12 de Octubre del 2014

 

+ Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango

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