Domingo III ordinario; 26-I-2014 Jesús, luz del mundo
La primera lectura tomada del profeta Isaías, plantea primero el cuadro oscuro de los pueblos rivereños de Cafarnaúm, ocupados en 732 antes de Cristo y convertidos en Provincia de Asiria; y comenta Isaías: “en el pasado, el Señor humilló la tierra de Zabulón y de Neftalí”.
Pero, prosigue Isaías anunciando la liberación: “en el futuro llenará de gloria el camino del mar, más allá del Jordán, en la región de los paganos”. Describe luego el júbilo de los salvados: “el pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz; sobre aquellos que habitaban en tierra tenebrosa, una luz resplandeció. Engrandeciste a tu pueblo e hiciste grande su alegría. Se gozan en tu presencia, como gozan al cosechar, como se alegran al repartirse el botín. Porque Tú quebrantaste su pesado yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano, como el día de Madián”
La palabra luz que resplandeció, aquí se aplica a Cristo como nuevo rey, y así es retomado por S. Juan (8,12) y en S. Mateo (4,13-16). Así mismo nos enseña a cantar el salmo 26 del Rey David: “el Señor es mi luz y mi salvación ¿a quién temeré? El Señor es mi fortaleza ¿quién me hará temblar? Cuando los malvados se lanzan contra mí para devorarme, son ellos, mi adversarios y enemigos, los que tropiezan y caen”.
La luz es una de las necesidades primordiales del hombre. No es sólo un elemento necesario de su vida, sino imagen de su misma vida. A pesar de que muchos hombres en el mundo se hacen como ciegos y caminan como ciegos por la vida, esta ha influido notablemente en el lenguaje; por lo que, “ver la luz”, “venir a la luz” significa nacer; “ver la luz del sol” es sinónimo de vivir. Y, al contrario, cuando muere cualquier persona, decimos que “se apagó”, que “cerró los ojos a la luz”. La biblia usa esta palabra como equivalente de salvación. Así lo cantamos hoy en el salmo responsorial: “el Señor es mi luz y mi salvación; si el Señor es mi luz, ¿a quién temeré?, ¿quién me hará temblar?
“Dios es luz y en Él no hay tinieblas” (1Jn 1,5). “Él habita en una luz inaccesible” (1Tim 6,16). En Jesús, la luz de Dios viene a resplandecer sobre la tierra: “la Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). “Yo he venido al mundo como la luz, para que todo el que crea en mí, no siga en la oscuridad” (Jn 12,46).
Entonces: pasemos de las tinieblas a la luz. Arrancado de las tinieblas del pecado e inmerso en la luz de Cristo por el Bautismo, el cristiano debe realizar las obras de la luz: “Si en un tiempo eran tiniebla, ahora son luz en el Señor. Compórtense como hijos de la luz” (Ef 5,8). El paso de las tinieblas a la luz es la conversión, la entrada en el Reinado de Dios. Sabemos que quiere decir convertirse y hacer penitencia: indica un cambio radical de nuestra vida, un giro en la escala de valores que el mundo propone y en nuestras preocupaciones cotidianas que no sean las propuestas por el Evangelio en el sermón de las bienaventuranzas.
El Reinado de Dios está presente o desaparece, se acerca o se aleja en relación a nuestra voluntad de conversión. La conversión, a su vez, nunca es una operación completa de una vez por todas; sino una tensión permanente, así como la fidelidad no es una virtud que se pueda adquirir con una promesa, sino una realidad a vivir minuto a minuto. Además, el cristiano después del Bautismo, nunca es pura luz: es una mezcla de luz y tiniebla; por eso su vida es una lucha. Pero Cristo lo reviste con las armas de la luz: “manténganse en pie, rodeada la cintura con la verdad, protegidos con la coraza de la justicia, bien calzados sus pies para anunciar el evangelio de la paz” (Ef 6, 11-17).
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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