Dios es de todos
Según el pensamiento del Antiguo Testamento, la humanidad se dividía en dos partes: de una parte, Israel, pueblo de Dios, al cual pertenecían la elección, la alianza y las promesas divinas; por otra parte, las naciones. La distinción era racial, política y religiosa: las naciones eran los que no conocían a Yahveh (los paganos) y los que no participaban en la vida de su pueblo, (los extranjeros). Esta diferencia entre Israel y las naciones, mide todo el desarrollo de la historia de la Salvación y oscila constantemente entre particularismo exclusivista y universalismo.
Pero Israel, elegido y separado de entre las naciones, en el proyecto universal de Dios que mira a salvar a toda la humanidad. Tal visión de una salvación universal está abundantemente presente en el Antiguo Testamento, especialmente en Isaías, que preveía el encuentro de todas las naciones en una Jerusalén espiritual; su piedra de apoyo no será Sión, sino la misma persona del Mesías. Solo la fe, concederá la ciudadanía de esta Ciudad.
La primera lectura de hoy, amplía esta perspectiva, y el templo, centro y corazón del judaísmo, resultará “casa de oración para todos los pueblos”. Dios no reunirá sólo a los dispersos de Israel, sino, junto a ellos, convocará a muchísimos otros hombres. Jesús inaugura los últimos tiempos. Se esperaba que Él empujara inmediatamente las puertas hacia un universalismo sin límites; pero, en cambio, sus palabras y sus actitudes son contrastantes, a saber: no traspasa los límites de Palestina para predicar y hacer milagros: dice: “yo fui enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel”.
Sin embargo, junto a las actitudes particularistas de Jesús, hay también una serie de citas, en que expresa admiración por los extranjeros que creen en Él: el centurión de Cafarnaúm (Mt 8,10), el samaritano leproso (Lc 17) y la mujer cananea de la que habla el Evangelio de hoy: son como las primicias de una numerosa multitud de extranjeros, de quienes predice la entrada a la fe y a las promesas, después que se topó con la incredulidad del pueblo elegido.
Mirando a nuestros tiempos, constatamos una tentación cada vez más frecuente en la historia de la Iglesia y su actividad misionera. La proyección universalista se ha amortiguado y casi apagado con el subterfugio de sobreponer a la fe cristiana la cultura, las tradiciones y las civilizaciones de los pueblos, pensando que la unidad exige por fuerza uniformidad e igualdad parejas. Para manifestar la catolicidad de la Iglesia, no basta afirmar que ella está abierta a todos los pueblos. Tampoco es suficiente afirmar que ella puede adaptarse a todas las culturas, puesto que no es dependiente de ninguna cultura en particular.
Es necesario que ella exprese y manifieste con signos y con hechos, que todos los hombres y todos los pueblos, pueden sentarse en la Iglesia como en su casa. El universalismo del Evangelio está muy lejos de marcar como un sello de separación nuestras relaciones con los demás. Repasemos el trato de Cristo a la mujer cananea en el Evangelio de hoy: la mujer le expone y le ruega: “Señor, Hijo de David: mi hija vive maltratada por un demonio. Jesús no respondió nada. Los discípulos se acercaron y le dijeron: atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros. Él respondió: Dios, me envió sólo a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Ella, fue ante Jesús, se postró y le suplicó: Señor, socórreme. Jesús respondió, no está bien tomar el pan de los hijos para tirarlo a los perritos. Ella contestó: también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Jesús le dijo: mujer, qué grande es tu fe; que te suceda lo que pides; y en ese momento sanó su hija”. (Mt 15, 21- 28): podemos concluir: el rechazo de Israel es culpable; la actitud humilde de la mujer cananea, salva.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango.
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