El Beato Fray Junipero Serra

Sr.-Arzobispo-288x300Fraile franciscano nacido en Petra, Mallorca España, el 24-XI-1713, hijo de Antonio Serra y Margarita Ferrer; su nombre de Bautismo era Miguel José. Sus padres analfabetos, le dieron escuela en el convento franciscano de S. Bernardino en Petra; continuó sus estudios en el convento de S. Francisco de Mallorca. A los 16 años se hizo fraile franciscano y tomó el nombre de Junipero. Ahí mismo, estudió Filosofía y luego la enseñó de 1740 a 1743; pasando luego a enseñar Teología Escotista en la Universidad Luliana de Palma. Doctor en Filosofía y en Teología, se trasladó a América, donde fundó varias misiones en la Sierra Gorda de Querétaro y nueve en la Alta California, colaborando en otras quince.

            El 13 de abril de 1749 se embarcó en Málaga y Cádiz, pero solo después de ocho meses pudo viajar a la Nueva España junto con su gran amigo Fray Francisco Palou y otros veinte misioneros franciscanos, desembarcando en Veracruz el 7 de diciembre. Sus acompañantes siguieron su camino hacia Ciudad de México, en carruajes; Fray Junipero y otro franciscano, deciden hacer el camino a pie; en este viaje contrae una dolencia en una pierna, que le acompañará de por vida.

            En Ciudad de México, desde el Colegio de S. Fernando, impulsó la labor misionera. A los seis meses recibió la aprobación del Virrey para iniciar su misión en la Sierra Gorda de Querétaro, donde, junto a la labor estrictamente misionera, construyó iglesias, que son admiradas hasta el presente, e inició a los indígenas pames en la ganadería, la agricultura, a hilar y tejer.

            Después, su destino fue un inhóspito territorio apache en el río San Sabá, afluente del Colorado en Texas. Pero la muerte del Virrey retrasó su salida, permaneciendo en Ciudad de México, como maestro de novicios y desempeñando el cargo de comisario de la Inquisición.

            En 1767, 16 misioneros franciscanos, encabezados por Fr. Junipero, sustituyeron en el norte de la Nueva Vizcaya, a los jesuitas expulsados por el Rey. Salieron de S. Blas y desembarcaron en Loreto, determinando seguir explorando la Alta California, para llevar la “luz del Evangelio” a los indígenas que no conocían la agricultura y se alimentaban de frutas y raíces silvestres, bellotas, venados, alces y conejos, y la pesca. No sabían vestirse más que de pieles de venado, plumas, piel de nutria y barro. La finalidad principal de sus misiones era difundir el Evangelio, pero junto a ello, también iba aparejada la promoción humana. A las mujeres les enseñó cocina, costura y confección de tejidos.

            Entre Fr. Junipero y el Visitador General José de Galves, planearon detalladamente cuatro expediciones  para ocupar la Alta California; la cuarta  por tierra, llevando a Fr. Junípero como capellán y cronista; esta empezó el 28 de marzo de 1769, con una comitiva de ganado vacuno, porcino y equino. El 3 de julio erigió la Misión de S. Carlos Borromeo. El 16 de julio, en S. Diego fundó la Misión de S. Diego de Alcalá. En julio de 1771, fundó la Misión de S. Antonio de Padua y en agosto la de S. Gabriel en las inmediaciones de Los Ángeles. El 1 de septiembre de 1772, fundó la Misión de S. Luis Obispo de Tortosa.

            En 1773, llega al Colegio de S. Fernando en Ciudad de México, redacta un informe para el Virrey Bucarelli, titulado “Representación sobre la conquista temporal y espiritual de la Alta California”, conocido como Representación de 1773, o Carta de los derechos de los indios.

En Estados Unidos, se erigió una escultura a Fr. Junipero, en el Salón Nacional de las Estatuas. El 28-IX-1988, san Juan Pablo II beatificó a Fr. Junípero Serra; ahora se habla de que el Papa Francisco lo canonizará el 23 de septiembre de este año, durante su visita a Estados Unidos.

Aunque algunos sectores nativos critican esta iniciativa, diciendo que el misionero franciscano les acarreó enfermedades y torturas en Estados Unidos.

            Por nuestra parte, al margen de celos, infundios y prejuicios, reconocemos los méritos de Fr. Junípero y rogamos a Dios que sea canonizado.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito

 

Cuarta de Misioneros Franciscanos

Sr.-Arzobispo-288x300En 1644, los indígenas del Mezquital, Mapimí y otros pueblos, se rebelaron, quejándose del rigor de los religiosos franciscanos y jesuitas, que los obligaban a vivir en rigidez y disciplina, e iniciaron a organizase en gavilla y a rebelarse contra los padres, asaltando los caminos y aumentando el bandolerismo. Por fin, los “tobosos” se rebelaron abiertamente y hubo necesidad de combatirlos en regla; se hizo campaña al mando del Capitán Barraza, hasta que este, disgustado por las órdenes y contraórdenes del Gobierno, se retiró del servicio, sucediéndole el Maestre de Campo Francisco Montaño de la Cueva, pero pronto los rebeldes atacaron las haciendas, robaron el ganado e incendiaron las casas. Entretanto los “conchos”, “salineros” y “colorados” se aliaron a la rebelión atacando diversos pueblos dando muerte en S. Francisco de los Conchos, Chih., a los franciscanos Fr. Félix de Zigarrán, a Fr. Francisco Labado y al Cacique llamado D. José. Desde el Valle de S. Bartolomé, Fr. Antonio Moreira escribe al P. Provincial: “el día de la Encarnación…, con seis compañeros fui a S. Francisco de los Conchos…, llegamos a la iglesia, y hallamos los dos religiosos muertos y desnudos: el P. Guardián Tomás Zimarrán con cinco flechas en el corazón y la cabeza machucada; y Fr. Francisco Labado, con catorce flechazos desde los pechos hasta las rodillas. Hallé robado y saqueado el convento… todas las celdas quemadas, sin que quedase en todo el convento, un pedazo de lienzo con que cubrir el rostro de los difuntos. En la misma iglesia quemada fueron sepultados los cadáveres de los misioneros franciscanos.

            En 1683 o 1686, en las doctrinas de S. Diego de los Hemes, perteneciente a las misiones de Nuevo México, Fr. Juan de Jesús fue martirizado, en medio de la plaza situada frente a la iglesia, atravesándole el pecho con una espada.

            También en 1686, en S. Juan del Rio, Dgo., fue martirizado el franciscano encargado de la doctrina, Fr. Esteban Benítez. Un Obispo había decretado que en este pueblo no se saliera fuera de el a confesar, sino con el acompañamiento de escolta. En una ocasión que el franciscano fue a consultar al Obispo sobre esto, al regresar, se detuvo a descansar a cinco leguas en el arroyo llamado de los Berros. Al notar que se acercaban los indígenas, no alcanzaron a incorporarse y correr; recibieron un furioso ataque muriendo el franciscano y sus acompañantes. Al misionero, le dieron un fuerte golpe de piedra en la cabeza y lo despojaron de su hábito; cuando se supo lo sucedido, acudieron de S. Juan por los cadáveres; a Fray Esteban lo sepultaron en el convento de S. Francisco del lugar. Aprendido el indígena que tiró la pedrada al misionero, lo condujeron a Durango, donde fue condenado a morir en la horca.

Veamos los datos sobresalientes del último misionero franciscano martirizado en el S. XVII. Fr. Francisco Casañas, nació en Barcelona en 1656 de padres nobles. Educado conforme a su alcurnia, deseando entrar a la vida religiosa, tuvo que vencer la resistencia de sus padres.  Después del noviciado y la profesión, y terminando brillantemente sus estudios, llegó a ser brillante predicador. Atendiendo al llamado de Fr. Antonio Linaz, que recorría España en busca de misioneros para las misiones de la Nueva España, se embarcó en Cádiz para Veracruz; predicando y doctrinando continuó su viaje a pié hasta Ciudad de México y Querétaro; de donde regresó a México, para misionar en la iglesia de S. Francisco. Se cuenta que ahí, confesando, sospechó que tras de la rejilla se encontraba el demonio en forma de mujer; cuentan las crónicas, que Fr. Francisco de Jesús, sometiendo a la fingida mujer a un serio cuestionamiento, la hizo confesar que era el demonio, con el propósito de impedir que muchas gentes se acercaran al confesionario. El demonio tuvo que retirarse muy cortado. El Padre fue luego predicando en Campeche, Veracruz,  Querétaro, Nuevo León y Texas. Cuando en 1693 los superiores solicitaron misioneros para Nuevo México, allá fue Fr. Francisco de Jesús, donde empezó reformando y componiendo la iglesia y el convento. Se cuenta que en medio del atrio de la iglesia, clavó una cruz de madera, diciendo que ahí debía encontrar la muerte si se la daban los indígenas. El 4 de junio de 1696, ahí estaba cuando los apaches asaltaron el pueblo y corrió a abrazar su cruz, donde le martirizaron.

                       Héctor González Martínez; Obispo Emérito

 

Tercera de Misioneros Franciscanos

Sr.-Arzobispo-288x300Después de Fr. Juan Serrato, fue nombrado Fr. Andrés de la Puebla, como Guardián del Convento de Sombrerete. Llegando a Sombrerete, pidió licencia de marchar a las Misiones a convertir gentiles; habiéndola obtenido, marchó acompañado de dos indígenas.

            Pero, en 1586, apenas llegando a Canatlán encontró una gran cantidad de indígenas. Presintiendo que le darían muerte, pidió a sus acompañantes que lo abandonaran y que salvaran sus vidas; estos, así lo hicieron y escondidos en unas peñas, vieron como Fr. Andrés, enarbolando el Crucifijo, con fogoso fervor les predicó, echándoles en cara sus errores. Los indígenas sujetaron a Fr. Andrés a un árbol, azotándolo cruelmente, pero viendo que el Padre no cesaba de predicar, le arrancaron la piel de la cabeza y le quitaron la vida a flechazos. Al saber lo ocurrido, el Gobernador de la Nueva Vizcaya, salió a batir a los autores del martirio y llevó el cadáver de Fr. Andrés a Guadiana donde fue sepultado en el Convento de S. Francisco.

            El último misionero franciscano que haya sido martirizado en el siglo XVI, fue Fr. Juan del Río, cura y guardián del Convento de Sta. Ma. De las Charcas, (S.L.P.). Fr. Juan era persona en extremo humilde y religioso. Después de su muerte, aparte del hábito que usaba, no se encontró en su celda más que un Breviario, un cilicio y unas disciplinas de alambre. Siendo Guardián de su Convento, por 1586 unos indígenas asaltaron un rancho a dos leguas del Convento, dando muerte a varias personas. Al saberse esto en Charcas, los españoles no se atrevieron a ir a auxiliar a los muertos y heridos. Fr. Juan, en su celo cristiano y sin medir peligros, decidió acudir a auxiliar a los heridos. Llegó a tiempo de prestar los auxilios cristianos a algunos agonizantes. Cuando los asaltantes volvían al paraje no se intimidó, sino que de rodillas y con el Crucifijo en la mano, hablaba a los indígenas, quienes empezaron a flecharle; pero las flechas daban en su cuerpo sin dañarle y él esforzaba su predicación. Hasta que le clavaron tres flechas en la cabeza, cayó en tierra y terminó su vida. Los asaltantes, al revisarlo t despojarlo de su hábito, encontraron que traía a raíz de las carnes, una malla de fierro llena de puntas que laceraban su cuerpo, y en esa ocasión rebotaban las flechas de los indígenas. Su cuerpo fue sepultado en el Convento de Charcas, donde se referían hechos portentosos.

            Diez años antes de la rebelión de los tepehuanes de 1616, el franciscano Fr. Martín de Altamirano, entró a pie y descalzo a tierras del nuevo Reino de León. A pesar del clima y las distancias, Fr. Martín salía del recién fundado Convento de Monterrey en busca de gentiles. Los indígenas que habitaban en La Silla odiaron a muerte a Fr. Martín, porque despoblaba los campos para llenar de cristianos los pueblos, hasta que acabaron con su vida cubriendo su cuerpo de saetas su cuerpo, con gran dolor de los indígenas convertidos. Fue sepultado en el Convento de Monterrey. Las crónicas, guardaron su memoria, como celosísimo pastor, padre prudente y justo con los indígenas, varón apostólico desasido de las cosas de este mundo y observantísimo franciscano.

En 1644, los indígenas del Mezquital (Dgo.), Mapimí y otros pueblos, se inquietaron abandonando los pueblos, quejándose del rigor de franciscanos y jesuitas, que los obligaban a vivir con rigor y disciplina. Ya libres, se unían en gavillas de malhechores, asaltando los caminos. Al fin, los “tobosos” se rebelaron abiertamente y fueron combatidos por el Capitán Juan de Barraza, el cual, disgustado por las órdenes y contraórdenes del Gobierno, se retiró del servicio de las armas, sustituyéndolo Francisco Montaño de la Cueva. Entonces, se agregaron a la rebelión, los “Conchos”, los “salineros” y  los “colorados”, atacando diversos pueblos y dando muerte en san Francisco de los Conchos a Fr. Félix de Zigarrán, a Fr. Francisco Labado y al cacique Don. José. El Provincial Fr. Antonio Moreira, relata ampliamente: “el día de la Encarnación, amaneció cercado nuestro Convento de S. Fco. De Conchos (en Chihuahua)…, llegamos a la Iglesia, y hallamos a los dos religiosos muertos y desnudos… Hallé robado y saqueado el Convento… todas las celdas quemadas…”. Los mártires fueron sepultados en ese Convento.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito

 

Más de Misioneros Franciscanos

Sr.-Arzobispo-288x300Cuando Fr. Gerónimo de Mendoza, evangelizaba solo, entre Sombrerete y Nombre de Dios, sintiendo que sin ningún compañero no daba abasto, pidió apoyo a su Provincial, y accediendo este, envió a Nombre de Dios a Fr. Pedro de Espinareda, Fr. Diego de la Cadena, Fr. Jacinto de S. Francisco, al donado Lucas (indígena michoacano) y a un Hno. Lego.

De estos, sobre todo el donado Lucas, se ocupó con celo en esta Villa,  ayudando a Fr. Diego de la Cadena en la conversión de los indígenas y selló con su sangre, su paso por la Nueva Vizcaya, (cofundador del pueblo de S. Juan Bautista de Analco, junto con Fr. Diego de la Cadena). Moraba en el convento de S. Francisco de Guadiana, cuando su superior el P. Espinareda lo designó para acompañar a Fr. Juan de Tapia a México. Este misionero. Juan de Tapia, se inició en el convento de Palencia,  España, vino a la Nueva España y a Guadiana, cuando estaba reciente el martirio de Fr. Bernardo Cossín, a quién quiso suceder, y así salió a predicar a los gentiles obteniendo buen éxito. En 1564, por encomienda del P. Espinareda, Fr. Juan y el donado Lucas, viajaban rumbo a México a solicitar más misioneros, pero camino a Zacatecas, en un paraje llamado de las Tapias, encontraron una ranchería de indígenas idólatras, a quiénes Fr. Juan luego inició a predicarles la religión cristiana. Los indígenas empezaron a dispararles flechas; pero, como Fr. Juan continuaba predicando con el crucifijo en las manos, se le acercaron y lo mataron a golpe de macana e igualmente a su compañero Lucas. Los franciscanos del convento de Zacatecas recogieron los cadáveres y los sepultaron en su convento.

En 1568, los indígenas martirizaron otro franciscano que, caminando rumbo a Saltillo, en un paraje llamado Punta de Santa Elena, encontró a numerosos indígenas, empezó a predicarles en idioma guachichil, y ellos irritados le dieron muerte a flechazos.

En 1581, la expedición al norte del río Conchos, que atraviesa gran parte del Estado de Chihuahua y desemboca en el Río Bravo, costó la vida a tres franciscanos del convento de S. Francisco de Guadiana. Ya antes, el andaluz Fr. Agustín Rodríguez había incursionado sólo, desde el Valle de S. Bartolomé hasta el Paso del norte, habiendo regresado por las licencias necesarias para la conversión de los gentiles de aquellas tierras. Ahora regresaba, acompañado del también andaluz  Fr. Francisco López, del catalán  Fr. Juan de Santa María y del mando militar de don Francisco Sánchez Chamuscado. Recorrieron las márgenes del río Conchos; los misioneros se asentaron en un lugar estratégico, pero Sánchez Chamuscado con su gente se regresó a Santa Bárbara, a donde no llegó, muriendo en el camino. Los misioneros se quedaron a misionar; pero, sin el respaldo militar, fueron muertos por los indígenas: Fr Agustín y Fr Francisco fueron martirizados en Sta. Ma. De las Carretas; Fr. Juan, saliendo de Santa María y dirigiéndose a la Provincia a solicitar misioneros para Nuevo México, se recostó a descansar al pie de un árbol, donde lo encontraron unos bárbaros, quiénes le echaron una enorme piedra en la cabeza y le mataron. Por el mismo tiempo, otros gentiles atacaron a Santa María de las Carretas, martirizando a Fr. Agustín y a Fr. Francisco. El P. Arlegui, asegura que el capitán Espejo encontró los restos y los trasladó al convento del Valle de S. Bartolomé, donde fueron sepultados.

En 1582, cerca de Colotlán en el arroyo que llaman del Fraile, algunos indios a los que predicaba Fr. Luis de Villalobos, afeándoles sus ritos y costumbres, le dieron muerte. Sus restos fueron levantados y sepultados en el convento de Guadalupe, Zacatecas.

Fr. Juan Serrato, en 1580 Guardián del convento de Guadalupe Zacatecas, determinó dejar su pacífico convento, y, acompañado de indígenas bautizados, ir a perseguir al demonio a la sierra de Michis (la Michilía). Llegando a Atotonilco, distante de S. Fco del Mezquital, ayudado por sus acompañantes, destruyó y quemó ídolos de los gentiles; quiénes, enojados, a flechazos mataron al misionero y a los cristianos. Fr. Juan fue sepultado en el convento de Nombre de Dios, al lado de muchos otros insignes misioneros, que con su virtud y celo ilustraron la Provincia de Zacatecas.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito

 

El Siglo XVI

Sr.-Arzobispo-288x300Declara D. Atanasio G. Saravia, que “las predicaciones de los misioneros se oyeron desde Yucatán a Texas, desde el Pacífico al Golfo, y muchos de nuestros pueblos y de  nuestras ciudades actuales, tuvieron su principio en una humilde cruz, plantada por algún venerable religioso que, con abnegación sin medida y con celo verdaderamente apostólico, reunía en torno de ella a aquellos indios nómadas y semisalvajes, que asombrados, oían por primera vez las palabras de amor y de esperanza con que los misioneros los atraían, poco a poco, al seno de su hermosa religión cristiana” (Los misioneros muertos en el norte de la Nueva España. Introducción 9).

Sigue diciendo D. Atanasio G. Saravia: “en el territorio norte, habitado por tribus altivas y levantiscas, inquietas y guerreras, la predicación ofrecía penalidades incontables y mortales peligros. Sorprende mirar que padres europeos, acostumbrados a las ventajas que ofrecen las sociedades civilizadas, dejaban la paz de sus conventos para internarse en ásperas serranías de tierras desconocidas… para llevar un poco de consuelo a los vencidos y dejar oír las palabras de paz y de armonía, sobre las ruinas humeantes de los pueblos destruidos por la guerra” (Ibídem).

Hoy hago memoria de misioneros franciscanos en el siglo XVI. El primer misionero franciscano que predicó el Cristianismo en la Nueva Vizcaya, fue Fr. Gerónimo de Mendoza, nacido en Vitoria, España y sobrino de D. Antonio de Mendoza, primer Virrey de la Nueva España. Gerónimo, en compañía de su tío, dejó España para venir al Nuevo Mundo; de pronto, cambió su traje de capitán de guardias y tomó el hábito de S. Francisco, que recibió en el convento de México, llevando desde entonces vida ejemplar. Cuando D. Francisco de Ibarra, partió de Zacatecas a conquistar tierras, Fray Gerónimo le acompañó, predicando, sin compañía de religiosos, en la región entre Sombrerete y Nombre de Dios.

  El primer misionero franciscano conocido y martirizado en el norte de la Nueva España, fue el francés Bernardo Cossín, quien informado de los descubrimientos y de la tarea misionera, solicitó y obtuvo licencia para trasladarse a la Nueva España a predicar el Evangelio. Al llegar, supo que hacia el norte había multitudes de gentiles que doctrinar, pidió licencia para ir allá y concedida, partió a pie y descalzo, sin más equipaje que su breviario, un báculo y un crucifijo; después de atravesar largas distancias llegó a Sombrerete, acompañado de dos indígenas mejicanos. Dondequiera que  encontraba indígenas, emprendía la predicación. En 1564, se trasladó a Nombre de Dios para prestar obediencia a Fr. Pedro de Espinareda, quién lo envió a la región de la Nueva Vizcaya, para evangelizar en compañía de Fr. Diego de la Cadena. En Durango, Fr. Bernardo se despidió y partió para la sierra; pero, a pocas leguas, se encontró una numerosa población de indígenas; enarboló el crucifijo y trató de persuadirlos a que abrazaran la religión de Jesucristo; los indígenas lo escucharon largo rato, pero finalmente empezaron a flecharle y acabaron con su vida. Fue sepultado en el convento de S. Francisco de Durango.

En 1567, Fr. Pablo de Acevedo (de origen portugués), el Hno. Lego Juan de Herrera y otros dos franciscanos anónimos,  predicaron en Sinaloa y fueron martirizados cerca de Topia, sus restos fueron llevados y sepultados hasta el convento franciscano de Nombre de Dios. Fr Pablo de Acevedo y el Hno. Lego Juan, predicando, acompañaron a D. Francisco de Ibarra en sus incursiones a Sinaloa; hasta que, por los malos tratos de un mulato que cobraba los tributos, se sublevaron lo indígenas, y dieron muerte a Fr. Pablo de Acevedo: durante el martirio, Fr. Pablo preguntaba a sus verdugos, en qué los había ofendido; oyendo que por los malos tratos del mulato, los indígenas buscaron al mulato y encontrándolo, lo hicieron pedacitos en presencia del Hno. Lego, quien reprimiéndoles su conducta, volviéndose en cólera los indígenas contra él, también le martirizaron. El P. Arlegui narra que habiendo salido dos religiosos de Durango, a reconocer lo sucedido, también fueron muertos por los indígenas. Cuando llegaron los militares, después de dos meses de muertos, los cadáveres ya estaban devorados por lobos y coyotes, a excepción del P. Acevedo que se encontró completo; recogieron los restos y los llevaron a sepultar hasta Nombre de Dios.

Héctor González Martínez; Obispo Emérito de Durango

 

La Diócesis de Durango

Sr.-Arzobispo-288x300Habiendo interrumpido la dinámica de esta columna, del domingo 3 de mayo al domingo 14 de junio, con motivo de la campaña electoral, para elegir a los diputados federales, para la próxima Asamblea Legislativa del Congreso de la Unión, ahora continuamos enfilándonos a la reflexión de nuestra historia misionera y civil en la Provincia de la Nueva Vizcaya.

            Habíamos tocado los temas de las Instituciones de Caridad y la Inquisición. Ahora retomamos el hilo sobre nuestra Provincia de la Nueva Vizcaya, después Durango. Este territorio, primeramente formaba parte de la Provincia de la Nueva Galicia con sede en Compostela, (cerca de Tepic, Nayarit), pronto trasladada a Guadalajara, Jalisco.

            Los territorios demasiado extensos, pues llegaban más allá de los actuales límites de México y los muy variados grupos étnicos con sus culturas y sus lenguas, dificultaban la atención pastoral de los Obispos. Por lo que pronto se vio la necesidad de una nueva Diócesis en la Provincia de la Nueva Vizcaya y en la Villa de Durango.

            Fue el Papa Paulo V, quién el 11 de octubre de 1620, erigió  la Diócesis de Durango, separándola de la Diócesis de Guadalajara, con sede esta Villa, “no como quiera separada sino muy remota de la Ciudad de Guadalajara, y que sus habitantes no podían ocurrir de ella al propio Obispo para recibir lo que es propio del cargo y Orden Episcopal”, la cual, por el mismo nombramiento adquirió el rango de Ciudad, conforme al uso de aquellos tiempos.

El razonamiento incluye que, “por la amplitud de la Diócesis de Guadalajara se desmembrasen y separasen algunos de sus pueblos, Ciudades, Villas y lugares con sus distritos, términos, territorios, clero, pueblo y personas, y así mismo con sus diezmos, derechos y emolumentos que el Obispado de Guadalajara solía o debía percibir”. La nueva Diócesis quedó como sufragánea del Arzobispado de México.

La Diócesis comprendió a todo el pueblo del territorio llamado de la Nueva Vizcaya: es decir en una línea recta, arrancando desde el Océano Pacífico, por el río de las cañas, siguiendo en línea recta entre Acaponeta y Chiametla (al sur de Mazatlán), pasando por las actuales parroquias de Durango en territorio de Zacatecas, dejando Saltillo para Guadalajara, siguiendo en línea recta hasta el Golfo de México; desde esa línea hacia el norte, hasta lo que pertenecía a México.

El primer Obispo Fr. Gonzalo de Hermosillo Álvarez, de la Orden de Ermitaños de S. Agustín, originario de Ciudad de México,  fue nombrado el 24 de octubre de 1620; cuando fue nombrado Obispo, era Prior del Convento de S. Agustín en la Ciudad de México. Al llegar,  Mons. Gonzalo de Hermosillo, ya encontró misioneros franciscanos y jesuitas por varios rumbos de la extensa Diócesis; en 1722 recibió religiosos de su orden, que primero levantaron una capilla y luego construyeron el templo de S. Agustín.

Antes de la erección de la Diócesis, del 17 al 20 de noviembre de 1818, sucedió la más grande rebelión indígena; instigada de tiempo atrás por indígenas tepehuanos, inconformes con la nueva religión, las celebraciones de los misioneros o por las exigencias en los trabajos mineros:  dejando ocho misioneros jesuitas, un francisano, un dominico y más de cien laicos martirizados con flechas, macanas y fuego; fueron incendiados varios templos o capillas, las habitaciones de los misioneros y casas de los indígenas; rebelión que fue controlada hasta el año siguiente. Pero, las misiones de franciscanos y jesuitas continuaron hasta la expulsión de los jesuitas en 1787. Ha habido intentos de beatificar o canonizar a estos mártires; pero no han cristalizado. Actualmente la Compañía de Jesús, tiene vigente un proceso que incluye a los ocho padres jesuitas y a un laico acólito. El P. Promotor pidió mi parecer; respondí afirmativamente; pero, sugerí que los más de cien laicos que murieron junto con los Padres, participaron de la misión y del martirio; que me parecía justo y conveniente que se les incluya también en el reconocimiento de la Beatificación. Al P. Promotor de la Causa le pareció bien, pero como se necesitan nombres y otros datos, lo  estamos investigando en archivos.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito de Durango

Participación-Abstencionismo

Sr.-Arzobispo-288x300Hoy, a una semana de la Jornada cívico-electoral, para cerrar este período de interrupción, se impone evaluar la conciencia cívica de la ciudadanía en nuestra realidad estatal.

            Por mi parte, para empezar por mí, hago del conocimiento general que teniendo qué viajar a Cd. Lerdo para una celebración dominical, me levanté temprano, tomé un desayuno frugal y salí, primeramente a cumplir mi deber cívico de votar; al tercer intento encontré mi casilla, voté y salí a cumplir mi compromiso religioso. Y, no fue cumplir por cumplir de modo farisaico, o al modo de los zelotas y ni siquiera con cálculos cabalísticos, modalidades como esperaban muchos contemporáneos de Jesús.

Como cristiano convencido soy consciente que mi bautismo incluye el deber cívico de participar activa y responsablemente en la conformación y en la transformación de la ciudad terrena. La liturgia católica dominical que incluye la participación dominical en la Eucaristía, comprende también participar en la realización del Reino de Dios en la sociedad civil. Por eso, desde mucho tiempo, cantamos “¡Que vida mi Cristo que viva mi Rey; que impere doquiera triunfante su Ley”.

Por ello, en la Iglesia hablamos mucho de “política participativa” y somos contrarios al abstencionismo. Lástima que en nuestro Estado de Durango, el domingo pasado, la ciudadanía que acudió a las urnas fue menos del 50%: se habla de un 40% o 35%. Una vez más hay que repetirnos, que el compromiso bautismal no termina con asistir o participar en la Misa; sino que ese cumplimiento nos proyecta a convertir el Evangelio en realidad social; de lo cual lastimosamente hemos de reconocer que en Durango fallamos mucho.

Como Sociedad Civil y como Comunidad Eclesial, no nos distinguimos por expresar nuestra fe y nuestra celebración en compromiso social. Por eso, me complace felicitar de corazón a ese 35% o 40%, de ciudadanos que el domingo pasado se expresaron en las urnas. Y, felicito también a quiénes salieron electos para trabajar civilmente por el Reino. Les felicito, comentando que el Reino de Dios, Reino de vida y verdad, de justicia y de paz, de gracia, santidad y amor se realiza empapando las realidades de aquí abajo con nuestros contenidos de fe.

A los ocho días de nuestra liturgia cívico-electoral, hoy domingo, leemos en la primera Lectura del profeta Ezequiel “Yo, tomaré un renuevo de la copa de un gran cedro, de su más alta rama cortaré un retoño. Lo plantaré en la cima más alta de Israel. Echará ramas, dará fruto y se convertirá en un cedro magnífico” (c. 17, 22-24). También el Evangelio de S. Marcos dice hoy “El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece” (4,26-34). Las citas del profeta Ezequiel y del Evangelio de Marcos, se relaciona estrechamente una a la otra. Por las imágenes de la rama, de la semilla y del crecimiento; también por el tema doctrinal del crecimiento milagroso del Reino y su extensión sin límites. El crecimiento escondido y espontáneo nos lleva a comprender la parábola de la semilla que crece escondida. Los antiguos desconocían la técnica moderna para acelerar el crecimiento y la producción por medios químicos y mecánicos. Casi todo se dejaba a la fertilidad de la tierra, que espontáneamente hacía crecer la planta y los frutos: si el hombre duerme o vela daba igual.

Con esta parábola, Jesús responde a las expectativas mesiánicas de su tiempo. Unos esperaban al Mesías, con penitencias, ayunos y la observancia de la Ley y de las tradiciones; otros, buscaban implantar el Reino recurriendo a la violencia y a la resistencia armada contra los conquistadores romanos; otros, estaban convencidos de poder establecer con precisión el lugar y la hora de la gloriosa manifestación del Mesías.

Jesús corrige, afirmando que el Reino es obra de Dios, pero los hombres no han de abstenerse, sino participar activa y corresponsablemente al establecimiento del Reino de Dios.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito

 

Liturgia Cívico-Electoral

Sr.-Arzobispo-288x300Durante todo mayo pasado, cada domingo publiqué uno a uno los cuatro  Mensajes de san Juan Pablo II en su visita a Durango el 9 de mayo del 1990. Hoy, para nuestra Fiesta Cívico-Electoral, actualizo un escrito mío del 2004.

             Pues hoy, desde temprano, ciudadanos y feligreses estaremos acudiendo a las urnas a emitir nuestro voto. Teniendo en cuenta que “si el Señor no edifica la casa en vano se cansan los albañiles”, he venido elevando plegarias al Buen Dios para que mueva los corazones de los apáticos y que hagamos una fiesta cívica, más aún una “liturgia” ejerciendo el derecho-deber cívico de participar.

Nosotros conocemos la palabra “liturgia” como el conjunto de Palabra y Rito que presentamos en los templos, principalmente en los Sacramentos, para glorificación a Dios y para redención humana. Pero, la palabra “liturgia” tiene un significado amplio, como el “conjunto de acciones que hace el ciudadano para servir a su pueblo o a su ciudad”.

             Esto se aplica mejor a las actividades ciudadanas en las culturas más antiguas o ancestrales, como las indígenas, en las que no se percibe sueldo por el desempeño de Presidente, Alcalde, Policía, Topil, Fiscal, Comités, Sacristán, Campanero o las elecciones en asamblea. Pero también vale para las formas democráticas modernas como Patronatos, Comités de Padres de Familia, Asociaciones civiles, afluencia a las urnas, organizados todos para participar complementariamente en apoyo a los que cobran por servir. Todas estas actividades quedan bajo el significado original de la  palabra “liturgia”.

             En este sentido la Iglesia es muy democrática, porque dentro del Pueblo de Dios, Diócesis, Parroquias y Templos promueven y organizan siempre a sus fieles laicos para que participen en distintos grupos y de diversas formas para beneficio de los mismos fieles, de la sociedad y del organismo eclesial.

            Por otra parte, política Participativa es un concepto reciente que califica la actividad política no sólo como acciones desde arriba, desde las cúpulas partidistas, sino de toda la ciudadanía. Hace tiempo escribí que “toda persona en lo individual y todo tipo de grupos sociales o eclesiales, de por sí y normalmente han de tener ojos para ver las necesidades del bien general y voluntad para poner en común esfuerzos prácticos que resuelvan los requerimientos sociales. Así lo hacen en los pueblos ancestrales para gestionar el agua potable, para reparar el camino, para introducir la corriente eléctrica, etc.”

            También, a nivel macro, qué hermoso espectáculo de participación, dan los ciudadanos cuando se manifiestan por las calles, en las plazas o en las urnas. No sólo los sindicatos o agremiados  Sino, toda la ciudadanía como sociedad viva y dinámica, como Cuerpo vivo de Cristo.  No sólo las izquierdas tienen derecho a llenar el zócalo para diatribas como en Cuba o en Venezuela. Las marchas por las calles o en las plazas son   expresión de política participativa y una auténtica celebración litúrgica en sentido cívico.

              Anteriormente los cambios políticos se resolvían con violencia y con las armas; los casos más recientes son Tlatelolco, jueves de Corpus, Colosio, Ruiz Massieu y el Card. Posadas. Ahora, aunque se escuchan voces de pesimismo y de desaliento, que nuestro espíritu de durangueños y zacatecanos de la Arquidiócesis ventile u oxigene al organismo social; no como un caso aislado, sino como mística e inspiración: que nadie ni nada capitalice la fiesta cívico-política para fines egoístas.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito de Durango

San Juan Pablo II en Durango

            Sr.-Arzobispo-288x300El cuarto y último Mensaje de San Juan Pablo II durante su visita a Durango, el 9 de mayo de 1990 fue en la Plaza de la Soriana, en la Ordenación Sacerdotal de 100 Sacerdotes mexicanos.

            Saludó  diciendo: “Sed bienvenidos, amadísimos hermanos y hermanas, a esta Celebración Eucarística que llena de gozo a la Iglesia entera porque un grupo tan numeroso de hijos de México van a ser ordenados sacerdotes para servir al pueblo de Dios. Con palabras del salmista os invito a todos a expresar vuestra gratitud al Señor, pero especialmente los que váis a recibir el Sacramento del Orden: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88, 7; cfr Is. 63,7)”.

            “Amadísimos en el Señor, la vocación sacerdotal es un don incomparable para toda la Iglesia, y vosotros habéis sido elegidos para ser, en la comunidad eclesial, signo personal y sacramental de la presencia, de la acción salvífica y del amor del Buen Pastor, “para edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12)”.

            “Con palabras de S. Pablo, también yo “os exhorto a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados” (Ef 4,1). Esta elección es para siempre. Es una opción de amor, fuente de vuestra alegría y de vuestra santidad. Me uno pues, a vuestro gozo, que es también el gozo de todo el pueblo de Dios, porque sóis amados y elegidos para siempre”.

            “El don del sacerdocio es una opción por el amor: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15, 9), dice el Señor. El amor que os tiene Cristo arranca del amor eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso se manifiesta con una máxima expresión: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13)”.

            “Las palabras que Jesús pronunció en la Última Cena se cumplen también ahora mismo entre nosotros. Porque es el mismo Jesús que nos dice con amor: “Vosotros sóis mis amigos, si hacéis lo que os mando” (Jn 15, 14)”.

            “Acoged pues, queridos hijos y hermanos, esta llamada, que es una declaración de amistad profunda y eterna. Sois sus amigos, confidentes suyos, hechos partícipes de su misterio, con el fin de prolongar su nombre, “in persona Christi”, su misma misión. Por esto se os puede llamar a cada uno, en cierto modo, “alter Christus”. No olvidéis nunca el origen de este amor, de donde procede la llamada y la misma existencia sacerdotal, que es vocación para servir a ejemplo de Cristo”.

            “El don del sacerdocio es iniciativa del Señor. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn,16). Efectivamente, Jesús “llamó a los que él quiso” (Mc 3,13); y él sabe muy bien a quiénes y por qué los ha elegido (cfr Jn 13,10). Si la vocación, la consagración y la misión sacerdotal, en todos sus grados, son un don suyo, ello significa que hay que pedir y recibir el don como es. ¿Y cómo es el don que el Señor os ofrece a vosotros?

“El don del Sacerdocio nos hace partícipes del mismo ser o consagración, de la misma misión y de la misma vida de Cristo, Sacerdote y Buen Pastor. Así mismo, el don que recibís es exigente, como lo es el amor con que Cristo os lo concede. En la entrega sacerdotal no puede haber regateos ni ahorro de esfuerzos. Estáis llamados a la santidad y al apostolado con el ardor y dedicación de los mismos Apóstoles”.

            “Como pastor de la grey de Cristo, el sacerdote no puede olvidar que su Maestro llegó a dar la propis vida por amor. A la luz de este ejemplo, el sacerdote sabe que no es dueño de sí mismo, sino que se debe dar a todos, aceptando cualquier sacrificio vinculado con el Amor”.

            Hoy, a 25 años de la presencia personal de san Juan Pablo II en Durango, sus motivaciones siguen siendo hermosas, frescas y estimulantes para todo ministro ordenado; sin duda que estas orientaciones siguen motivando a todos los ungidos y consagrados de nuestra Arquidiócesis. Desde mi observatorio, presidido por una hermosa imagen de Cristo-Señor, elevo mi pensamiento y mi plegaria por los 14 ordenados en aquella ocasión para nuestra Arquidiócesis, incluyendo a los que han muerto o han tomado otros derroteros.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito de Durango

 

Juan Pablo II en México

            Sr.-Arzobispo-288x300Celebrando hoy la gran fiesta cristiana de Pentecostés, recordemos el tercer Mensaje de San Juan Pablo II en su visita a Durango el 9 de mayo de 1990, en el Centro de Readaptación Social CERESO. El Santo Padre, dirigió un sentido y hermoso mensaje desde el CERESO de Durango:

“Mi venida  hoy, dijo, se ensancha gozosamente en mi pensamiento y en mi deseo para abarcar con un mismo abrazo a todos los hermanos y hermanas presos del país, tanto en el Continente como en las Islas Marías. A estos últimos, y a sus familiares que están con ellos, quiero agradecerles profundamente su invitación a visitarles allí, avalada con más de 2000 firmas. ¡Muchas gracias por el gran afecto que habéis demostrado profesar a mi persona como Sucesor de Pedro y por vuestras oraciones al Señor y a su Madre Santísima”.

            “¡Cuánto me hubiera gustado poder encontrar personalmente a todos y cada uno de vosotros! Pero, ante la imposibilidad de hacerlo físicamente, quiero aseguraros que os tengo presentes en mi mente y en mi corazón y que siento muy dentro de mí el eco fiel de vuestros anhelos y esperanzas, a la vez que comparto sinceramente en mi ánimo vuestras tristezas y desilusiones”.

            “Os repito ahora las palabras que el mismo Señor nos dejó dichas en su Evangelio: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os dará descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).

            “¡Sí! Cristo y no otro, es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6) que da sentido y contenido a nuestra existencia. Lejos de Él, queridos hermanos y hermanas, no hay verdadera paz, ni serenidad, ni auténtica y definitiva liberación, pues únicamente la gracia del Señor puede liberarnos de esa esclavitud radical que es el pecado, su palabra y su verdad nos hacen libres (Jn 8, 32). Os anuncio pues, con gozo esa esperanza en la libertad que debéis desear por encima de cualquiera otra: lo que san Pablo llama “la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21)”.

            “La peor de las prisiones, sería un corazón cerrado y endurecido. Y el peor de los males, la desesperación. Os deseo la esperanza. La pido y la seguiré pidiendo al Señor para todos vosotros: la esperanza de volver a ocupar un lugar normal en la sociedad, de encontrar de nuevo la vida y, ya desde ahora de vivir dignamente, porque el Señor nunca pierde la esperanza en sus criaturas”.

“También para vosotros, hermanos y hermanas de México, pido y seguiré pidiendo al Señor que os conceda un juicio justo, humano y expedito; que sean siempre respetados vuestros legítimos derechos a la educación, a la salud, a profesar vuestra fe religiosa, a un salario justo para quienes desempeñáis un trabajo remunerable”.

            “En mi preocupación por vosotros, como hijos de la Iglesia, os deseo un espíritu fuerte y noble, que os incline y ayude, con la gracia divina, a perdonar de corazón a los que os hayan causado algún mal, así como también vosotros, delante de Dios Padre, podéis esperar el perdón de aquellos a quienes habéis causado algún daño. Es genuinamente cristiano saber pedir perdón y estar dispuestos a resarcir, en la medida de lo posible, el mal causado”.

            “En esta ocasión, deseo saludar también al personal de los centros de readaptación social; a vuestros “custodios”, como vosotros los llamáis. Pido a Dios que ellos sepan hacer de su profesión un servicio al hermano que sufre, Así mismo, a las autoridades civiles penitenciarias de la Federación, de los Estados y de la Islas Marías les agradezco las facilidades que prestan a los agentes de la Pastoral Penitenciaria, para que puedan llevar a cabo sus actividades. Que el Señor les ilumine a la hora de aplicar las leyes con justicia y equidad, en orden a conseguir una mejor reinserción social de todas las personas puestas bajo su cuidado”.

            “Dios quiera que mi visita pastoral les haga sentir de modo más vivo que sois parte integrante de vuestra gran patria mexicana y cristiana. Que este tiempo de privación de vuestra libertad no debilite los lazos que os unen con vuestras familias y con vuestros conciudadanos, sino que estimule en vosotros el deseo de contribuir más eficazmente en la construcción de un país más laborioso, justo y fraterno”.

            “A todos los bendigo de corazón en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”.

            A distancia de 25 años y ahora desde el cielo, nos bendiga el Papa Juan Pablo II, el Grande.

Héctor González Martínez

Obispo Emérito de Durango