Alegros siempre en el Señor (Flp 4, 4)

La celebración de este domingo la hemos iniciado con una gozosa invitación: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. Y es claro que de inmediato tenemos que preguntarnos: ¿pero hoy es posible estar siempre alegres, como lo quiere el apóstol san Pablo? La verdad es que la alegría, si se la considera como un bienestar basado en la posesión de ciertos bienes, sería un privilegio de sólo unas pocas personas. Sin embargo, si la consideramos unida a la posibilidad de la posesión de Dios, bien se puede decir que es patrimonio de todos; y, por tanto, la alegría junto con la felicidad, que es su fuente, son auténticas dimensiones de toda vida cristiana.

La consigna de la alegría, característica del Adviento, ya apareció el pasado domingo. Hoy se repite insistentemente. En la oración colecta pedimos a Dios que, ya que “su pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento de su Hijo” no conceda “llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante”.  En un mundo con tantos quebraderos de cabeza para la sociedad y para cada persona, no está mal que los cristianos escuchemos esta voz profética que nos invita a la esperanza y a la alegría, basadas en la buena noticia del Dios que ha querido entrar en nuestra historia para siempre. Efectivamente, el motivo que nos ofrece el Apóstol en su carta no es para menos: el Señor está cerca.

La venida del Señor, por tanto, no debe llegarnos por sorpresa. A las insistentes invitaciones a la alegría que se nos hace en las dos primeras lecturas de hoy hay que añadir las exigencias que nos llegan del pasaje evangelio. Todo ello con una misma finalidad: templar los corazones, como se templan los instrumentos antes del concierto. Un orden en cada uno de nosotros y en nuestra relación con los demás facilitará la entrada de Dios. Pertenecemos a aquel grupo de los que se acercaban a Juan Bautista; sólo que ahora la pregunta se la hace cada uno a sí mismo en estos términos: ¿qué tengo que hacer yo?

La entrada de Dios en el mundo se anuncia como una revolución pacífica, sin violencia alguna. Es éste el gran mensaje que nos ofrecen las tres grandes figuras del Adviento: los profetas del Antiguo Testamento con Isaías a la cabeza, Juan Bautista, el Precursor del Mesías y finalmente María, la Madre del esperado Mesías. Cada una de estas figuras con su palabra y su vida nos ofrece, sin duda, la respuesta a la pregunta que nos hemos hecho. Es probable que, inspirada en la liturgia de hoy, la respuesta quizá sea un compromiso de contribuir al bien común de una manera muy concreta. Ello podrá suponer personalmente un sacrificio; piensa lo bueno que es crear alegría y felicidad donde hay carencia de ellas.

La inspiración para el compromiso nos la ofrece hoy san Juan Bautista quien anuncia la inminencia de “un mundo mejor” sobre la base de estas tres virtudes sociales: la caridad compartida, la justicia y la no-violencia. Las preguntas que le hacen al Bautista responden a la inquietud que siente cada uno en su profesión o sencillamente en su vida. Al primero le dirá que la caridad con todos exige compartir con quien carece de ropa o comida, concretando en estas carencias muchas otras necesidades. La obligación de respetar la justicia se la recordará a quienes recaudan los impuestos: nunca exigir más que lo que marca lo legal; finalmente la llamada a la no-violencia se la hace a los soldados, cuya profesión es tan digna como tantas otras; a éstos les dice: No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga (Lc 3, 14).

Por si alguien, a la hora de hacerse la citada pregunta personal –¿qué tengo que hacer yo? –, no tuviese claro, a la hora de optar por una tarea concreta en la que llevaría a cabo su compromiso, el comentario sobre las “obras de misericordia” que viene el Catecismo de la Iglesia Católica, inspirado y basado precisamente en el pasaje evangélico de hoy, le ofrece numerosas posibilidades:

“Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como también lo son: perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten en dar de comer al hambriento, dar techo al que no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna: es también una práctica que agrada a Dios… El que tenga dos túnicas con el que no tiene y el que tenga comida que haga lo mismo”, decía el Señor (CCE, nº 2447).

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Estad despiertos, en todo tiempo

 

Con el primer domingo de Adviento, iniciamos un nuevo ciclo litúrgico y la lectura del
evangelio de S. Lucas, que será el evangelista que nos acompañe, fundamentalmente,
en las eucaristías del año que comenzamos. Iniciar un nuevo ciclo o año litúrgico no
significa o no debe significar repetir lo que ya sabemos. La finalidad del Adviento está
en buscar y descubrir a Jesucristo en el mundo real en el que vivimos, no en el que
nosotros quisiéramos. Celebraremos realmente el Adviento si somos conscientes de
nuestras pobrezas y limitaciones y nos abrimos a la Palabra de Dios, que en Adviento
resume las esperas y las búsquedas del hombre; que nos asegura que esperamos a
alguien que va a llegar y a colmar con su presencia nuestras más profundas
aspiraciones. Iniciemos, por tanto, un nuevo año, despiertos y vigilantes, como nos
dice S. Lucas, para que no nos encuentre el Señor con los corazones embotados con
juergas, borracheras y las inquietudes de la vida (Lc 21,34).
San Pablo insta a los cristianos de Tesalónica, que pensaban que la llegada del
Señor era inminente, a que llevaran una vida digna de Cristo, en la que prevaleciera la
caridad por encima de todo, para cuando llegara ese momento (1Tes 2,12). S. Lucas
nos habla hoy de catástrofes cósmicas ante la venida del Hijo del hombre y de la
vigilancia que todo ser humano debe tener para la espera del gran momento. El
lenguaje apocalíptico, ajeno a nuestra cultura, y que recogen los evangelios, refleja el
miedo y la incertidumbre de las primeras comunidades cristianas, que vivían en el
Imperio romano, entre conflictos y persecuciones, con un futuro incierto, sin saber
cuándo llegaría Jesús. Nos dice el texto que: habrá signos en el sol y la luna y las
estrellas y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el
oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene
encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas (Lc 21,25-27). Las
señales cósmicas son utilizadas principalmente para expresar que también los astros
son creaturas de Dios, y que nada ni nadie pondrá en duda la venida del Hijo del
hombre. Hasta los astros le obedecerán y se producirán señales que todo ser humano
al verlas quedará sin aliento. Lo hará sobre una nube con gran poder y gloria (Lc
21,27). La nube en el Nuevo Testamento aparece en la Transfiguración del Señor (Mt
17,5; Mc 9,7; Lc 9,34) y en la Ascensión del Señor a los cielos (Hch 1,9), y es signo de
la presencia y poder divino.
Al contemplar estas cosas, nos dice el evangelista: levantaos, alzad la cabeza; se
acerca vuestra liberación (v.28), y en los últimos versículos del texto de hoy, afirma
también: tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con
juergas, borracheras y las inquietudes de la vida y se nod eche encima de repente
aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estar,
pues, despiertos, en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por
suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre (Lc 21, 24-38).
El Adviento debe despertarnos el apetito de lo esencial. Las lecturas nos
exhortan a vivir despiertos, cuidando la oración y la confianza. Vivimos tan embotados
con la TV, con internet, las redes sociales, el móvil, las frivolidades de las divas, etc.
que hemos perdido la capacidad de escucha, la capacidad de estar solos, de recogernos

en la intimidad, de vivir en contemplación, de hacernos las preguntas fundamentales
de la vida, para vernos sin caretas, sin disfraces en lo más profundo de nuestro ser,
para contemplar con ojos nuevos al Dios que viene. Solamente en el silencio
descubrimos el auténtico sentido de nuestra vida, sólo así podemos mirar nuestro
pasado con paz y reconciliación, nuestro presente con realismo y el futo con
esperanza y abrirnos a la voz de Dios y de los hermanos. Seamos conscientes que
durante el tiempo de espera, ante la dilación del Señor, nos amenaza constantemente
la tentación de la comodidad, del placer, de la riqueza, del abandono; sólo el que vigila,
el que ora, el que no abandona el servicio, será salvado, porque la vida que una
persona lleve ahora determinará cómo será su comparecencia ante el Hijo del
Hombre. No perdamos la sensibilidad ante la injusticia con los más débiles, llevados
por lo inminente y por lo que la propaganda nos mete por los ojos.
Pidamos especialmente en esta Eucaristía: Ven, Señor, Jesús. Sabemos que el
Señor está de manera especial en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros,
aunque esté oculto. Por eso celebramos la Eucaristía expectantes mientras esperamos
la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo, pidiendo entrar en su reino, donde
esperamos gozar todos juntos de la plenitud de su gloria.

Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

Con esta Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, terminamos el año litúrgico. El próximo domingo, iniciaremos de nuevo este proceso celebrativo que nos hará participar un año más de la gracia de la salvación.

Jesucristo, Rey del Universo… El título le pertenece en cuanto Dios, Creador con el Padre del Universo; así o proclamamos en el primer artículo del Credo. La Fiesta de Cristo Rey fue instituida por el Papa Pío XI en 1925 en el contexto histórico y social de una Iglesia sola e inerme frente a una sociedad en gran medida anticristiana y, sobre todo, anticatólica. Desde luego que no se trataba de imponer a nadie ideas o regímenes teocráticos, sino sólo de recordar unos derechos humanos y religiosos de los creyentes que debían ser respetados. Quienes hicieron caso omiso de ello fueron responsables de las catástrofes sangrientas que tuvieron lugar a partir de los años treinta, que no es preciso recordar.

Pasaron los años. El Papa Pablo VI, hoy Santo, tras el Concilio Vaticano II, trasladó la fiesta de Cristo Rey del último domingo de octubre al último domingo del año litúrgico, acentuando más bien el sentido espiritual y escatológico de la fiesta dentro de las perspectivas litúrgicas del Viernes Santo. Puesto que el mundo posee autonomía propia no pertenece jurídicamente a la Iglesia y, sólo desde la fe, podemos afirmar que Jesucristo es Señor y Rey del mundo y de los hombres. Ciertamente que la Iglesia ha de ser libre e independiente de todo poder civil. Y desde esa libertad-sumisión incide también en las realidades temporales, aunque desde el ángulo de lo específicamente evangélico, ya que el ejercicio del profetismo es tarea esencial cristiana.

En la segunda lectura, tomada del Apocalipsis del apóstol san Juan, se llama a Jesús con estos títulos: “testigo fiel”, “primogénito de entre los muertos”, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Él mismo se llama “el Alfa y la Omega”, es decir, “el principio y el fin” de toda la historia. Por eso añade que es “el que es, el que era y el que viene”. Además, esta última expresión va acompañada de otra muy característica del evangelio del mismo apóstol, el “yo soy”: “yo soy el Alfa y la Omega”. Todo ello nos habla claramente del supremo poder y dignidad de Cristo.

Ahora bien, la realeza de Cristo que viene contenida en esas expresiones no se hace visible en la Iglesia, como tampoco se hizo visible en Él, por sus poderes o su esplendor, sino por la justicia, el servicio y la caridad. Y es que Dios no impone sus dones a nadie, sencillamente los ofrece, y los hombres pueden aceptarlos o rechazar desde la libertad que tienen. Precisamente, el centro de la liturgia de la fiesta de Cristo Rey lo constituye muy especialmente hoy el pasaje evangélico.

Nos trasladamos, pues, a los inicios de la Pasión del Señor. Jesús está, humillado y humilde, ante el poder civil: la autoridad romana. Contra Jesús presentan la acusación los representantes del poder religioso: los judíos. Ya había se habían llevado a cabo la flagelación y la coronación de espinas… Jesús está coronado de burla. Pilato pregunta: ¿Eres tú el rey de los judíos? A estas palabras Jesús pone una aclaración: ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Y es que el concepto de rey es muy distinto en la mente de un romano y en la de un judío. Y dentro del judaísmo hubo mesianismos verdaderos y mesianismos falsos.

Hecha esta precisión, Jesús afirma sin ambigüedades su condición de rey y la naturaleza de su reino: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz (Jn 18, 37). Jesús es Rey ciertamente pero ahí está el matiz de su reinado: mi reino no es de este mundo. No, no es un reinado de poder y riqueza. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Mi reino no es de aquí (Jn 18, 36).

El sentido pleno de su afirmación lo había ido manifestando claramente en su predicación y, no muchas horas después del diálogo con Pilato, veremos que este Rey está clavado en la Cruz, salvando a los suyos mediante su sacrificio. Es un Rey que no ha venido a imponer su dominio, sino que ha venido a servir y a dar su vida por todo. Sus seguidores –cada uno de nosotros– tendremos que aprender esta lección. Nuestra actitud no debe ser de dominio, sino de servicio. No de prestigio político o económico, sino de diálogo humilde y comunicador de esperanza. Evangelizamos más a este mundo con nuestra entrega generosa que con nuestros discursos o en la ostentación de nuestras instituciones.

“Señor, haz que venga tu reino al mundo de los hombres, y danos la fuerza de tu Espíritu para mantener irrevocable nuestra entrega personal a la construcción de tu reinado en nuestro mundo: tu reino de verdad y de vida, tu reino de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Así mereceremos alcanzar de ti el reino con Cristo. Así sea”.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

«Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,26)

Nos encontramos en el penúltimo domingo del año litúrgico y la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el fin del mundo, es decir, sobre la meta hacia la que nos dirigimos y que da sentido al devenir del universo y al quehacer histórico del hombre, algo que sólo adquirirá su pleno significado cuando todo haya concluido. Parece natural suponer que el mundo tendrá un término, desde el momento en que admitimos que tuvo un principio por la creación, pues todo lo que tiene principio tiene fin, ya que lo que comienza a existir tiene el ser no como algo propio sino como algo recibido (lo que no existe no puede darse a sí mismo el ser), y por tanto no lo puede retener pues no es dueño de él.

Con el conocimiento que hoy tenemos del universo, sabemos que tiene una larga edad, de unos 13.700 millones de años, y que aún ha de durar mucho tiempo más. Nuestro Sol se formó hace unos 5.000 millones de años y se encuentra en la mitad de su curso vital. Por su parte, la Tierra existe desde hace unos 4.500 millones de años y dentro de otro tanto será engullida por el Sol, que, en la última fase de su existencia, aumentará enormemente de tamaño; aunque no tenemos garantía de que un meteorito no haga impacto sobre la Tierra (como ya ha ocurrido en el pasado) y devuelva la vida a sus inicios (si es que antes el hombre no la hace inhabitable).

Estas reflexiones tienen sentido, pero no constituyen el objeto de la escatología bíblica, que lo que se plantea es el fin del mundo, en su doble significado de término y de finalidad.

Admitir que el mundo tiene una finalidad es reconocerle un sentido: en su comienzo (por qué), en su desarrollo (cómo) y en su destino (para qué). Los creyentes en la Sagrada Escritura (judíos, cristianos y musulmanes) confesamos que el mundo fue creado por Dios para su salvación. Por eso sostenemos que, a pesar de todo el mal que pueda contener, el mundo no será aniquilado sino purificado y transformado. Por sus solas fuerzas, no se sostendrá, se derrumbará (como expresan las imágenes cósmicas apocalípticas), pero, por el poder de Dios, será transfigurado en una nueva creación, en la que el hombre habrá dejado su impronta como colaborador de Dios.

Los hombres somos seres del mundo: éste no sólo es nuestra casa, sino que conforma nuestro ser. Los elementos pesados que constituyen nuestro cuerpo, como el calcio o el hierro, se formaron en el interior de las estrellas, a lo largo de miles de millones de años (llevamos en nuestro cuerpo polvo de estrellas).

Lo más grande que nos ha sucedido (mucho más que haber venido a la existencia) es que Dios se ha hecho hombre; eso significa que se ha hecho parte del mundo y ha transferido al mundo la indestructibilidad de su ser eterno, por lo cual su proyecto de salvación es infalible, sin que ello ponga en peligro la libertad del hombre, pues Él mismo forma parte de la raza humana y, por tanto, del mundo, por lo que el obrar del Dios encarnado es un obrar libre del hombre y del mundo.

Además de una finalidad, el mundo tendrá también un final, pues sólo así el mundo en su totalidad adquirirá una unidad de sentido, ya que una existencia interminable lo mantendría inacabado y lo condenaría a una carencia de sentido.

Su sentido está en Cristo, que habiendo completado su trayectoria vital –reintegrándose en la vida trinitaria, siendo también hombre–, señala la meta de este mundo en Dios. Mas no sólo se ha integrado en Dios como individuo de la raza humana, sino como cabeza de la humanidad y foco atractivo del cosmos. Lo que sucederá en la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos será la culminación de la larga trayectoria del universo, el cierre de la historia y el comienzo de un mundo nuevo y una nueva humanidad integrada en la eternidad de Dios. Por eso, la venida del Hijo del hombre no puede sino ser esperada con gozo y deseada activamente poniendo nuestro granito de arena en la edificación del Reino de Dios.

Ahora bien, eso no significa que toda la humanidad esté a salvo, si no se da una adhesión libre al proyecto divino. De ahí la gravedad del momento que vivimos al presente y la urgencia de la decisión a la que se nos emplaza.

Cada uno de los hombres (Dios sabe cómo) debemos dar nuestra respuesta personal a la llamada divina, y no al margen del curso de la historia cotidiana (lo que no significa que sea intrascendente), sino comprometiéndonos en la construcción del Reino de Dios en nuestro vivir y quehacer diarios.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón

Como hemos visto en la lectura inicial, desde las primeras páginas de la Biblia, se hace oír una voz imperiosa: amarás al Señor, tu Dios. El pasaje del Deuteronomio que hemos leído quiere que el pueblo sea fiel a los mandamientos de Dios. Y entre todos ellos un destaque especial para éste que es, precisamente el que citará luego Jesús en el evangelio: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6, 5). Si bien, la cita de Jesús se prolongará un poco más, cita que fue a buscar en otro de los libros primeros de la Biblia –el Levítico–, donde el escritor sagrado había dejado el segundo mandamiento: Amarás a tu prójimo, como a ti mismo (Lev 19, 18).

Realmente tendríamos que estar agradecidos a aquel buen escriba por haberle preguntado a Jesús: ¿Qué mandamiento es el primero de todos? (Mc 12, 28). Éste le dirá, sí, cuál es el primero, pero estrechamente unido al primero colocará el segundo que lo tenían en el libro Levítico, además de reducir el prójimo a solos los de su raza; para lo que en otra ocasión Jesús puso como modelo al “buen samaritano”. Es decir, la consigna de Jesús es el amor en dos direcciones: Dios y el prójimo. El primer mandamiento es amar a Dios, haciéndole honor en nuestra vida, en nuestra mentalidad y en nuestra jerarquía de valores. Amar a Dios significa escucharle, adorarle, encontrarnos con Él en la oración y amar lo que él ama.

Por cierto que gran parte de nuestro mundo de hoy nos invita a elevar a los altares a otros dioses, más o menos atrayentes; y ahí los tenemos, concretamente, en el mundo de los bautizados: el abandono de la práctica religiosa, la entrega a los placeres más degradantes, entre los que están: el sexo, las drogas, el dinero, la búsqueda de una “felicidad” que lleva incluso a eliminar al ser humano que se considera obstáculo para conseguir tal objetivo… Hermanos, como el pueblo elegido oía la voz del profeta que le decía: Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo (Dt 6, 4), también todos los cristianos deberíamos oír: “escucha, cristiano, sigue en pie el primer mandamiento: no tendrás otros dioses más que a mí”.

El segundo mandamiento es amar al prójimo, y prójimo es toda persona, cercana o lejana, porque todos somos hijos de Dios y porque Cristo se ha entregado por todos. Y amarlos como a nosotros mismos, que es una medida muy concreta y generosa. Jesús une ambos mandamientos que, como ya sabemos, venían separados en los libros del Antiguo Testamento. A la hora de hablar de la prioridad entre ellos, dice San Agustín que en el orden del enunciado el primero es “el amor de Dios”, pero en el de la acción el primero es el “amor al prójimo”; es decir, tú no puedes decir que amas a Dios si no amas al prójimo. “Obras son amores, que no buenas razones”, dice el adagio popular. Pero tampoco vale decir “amo al prójimo” y “me olvido de Dios”; hay que afirmar que si este olvido es culpable, la buena acción no será recompensada por aquel a quien se olvida e incluso niega su existencia.

Es interesante que el escriba subraye una cosa que Jesús afirma en otros momentos en su predicación: que este doble amor a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios (Mc 12, 33); es decir, que la práctica de la verdadera caridad está por encima del culto litúrgico dirigido a Dios. De hecho Jesús, siguiendo a los profetas del Antiguo Testamento, seguramente que dijo más de una vez: misericordia quiero y no sacrificios. Por otra parte, la alabanza que hace Jesús al escriba –no estás lejos del reino de Dios (Mc 12, 34)– deberíamos aplicarla nosotros con respeto a tantas personas de otras razas y sinceras creencias que muestran su honradez y buena voluntad y sobre todo, en su buen corazón y en su preocupación por los demás, que es, sin duda, una forma de amar.

Al terminar cada día nuestra jornada, bien estaría un breve examen de conciencia, en el que podríamos preguntarnos: ¿he amado hoy? ¿o me he buscado a mí mismo? Y es que la respuesta podría anticipar la que el Señor nos hará en el atardecer de nuestras vidas. Efectivamente, aquel divino enamorado de Dios que se llamó Juan de la Cruz formuló de esta manera el tema de nuestro examen: “A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición”. Por cierto que nuestro examinador se define así: Dios es amor (1 Jn 4, 8). Y con ello está dicho todo.

Momentos antes de ir a comulgar se nos invita a darnos la paz con los más cercanos. Es éste un buen recordatorio para que unamos las dos grandes direcciones de nuestro amor –Dios y el prójimo–; luchemos, pues, contra la tendencia más innata que tenemos: el egoísmo. 

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

«Anda, tu fe te ha salvado»

Prepara la intervención sanadora de Jesús el texto del profeta Jeremías, que describe la refundación del pueblo de Judá como una intervención directa de Dios, conduciendo, alentando, favoreciendo el retorno de los desterrados, actuación que se antoja tanto más necesaria cuanto más desproporcionadas se presumen las fuerzas de los protagonistas de la restauración de la nación, los cojos y los ciegos, las preñadas y las paridas. Según el sentir común de la gente, una intervención igualmente maravillosa del poder de Dios sucedería con la llegada del Mesías, enviado de Dios para traer la salvación a su pueblo. El Mesías realizaría curaciones milagrosas, expulsaría demonios, resucitaría muertos, como signo de la verdadera salvación, que consistía en la perfecta comunión de Dios y el pueblo, a través de la conversión y el perdón de los pecados.

El ciego Bartimeo es pobre por carecer de medios de vida a consecuencia de su ceguera. Está acostumbrado a depender de la gente para vivir. De pronto, se le presenta una ocasión inesperada que lo llena de esperanza. Jesús se dirige a Jerusalén para sufrir su pasión, subiendo por el camino que pasaba por Jericó (ciudad situada a unos 30 kilómetros al norte de Jerusalén). Primero oye el rumor de una multitud. En seguida, averigua que aquella aglomeración se debe al paso de Jesús de Nazaret, del que tenía noticias de que realizaba curaciones. Aquellas curaciones encajaban en lo que había oído sobre el Mesías, que daría vista a los ciegos y haría caminar a los cojos. Estos pensamientos encienden su esperanza y se lanza a dar gritos reclamando la atención del taumaturgo (curandero) de Galilea: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! No duda en declararlo Mesías, como Pedro en Cesarea: Tú eres el Mesías (Mc 8,29). Y aun se adelanta a los que, pocos días después, aclamarán a Jesús como Mesías a su entrada triunfal en Jerusalén: Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David (Mc 11,10). Tanto elevaría sus gritos que hasta resultaban molestos, por lo que la misma gente le manda callar. Jesús se apercibe y lo manda llamar. Cuando se lo dicen: «Ánimo, levántate que te llama», soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús, se le encendió la esperanza. Arrojó instintivamente el manto, una prenda necesaria para su supervivencia. El hecho de que una persona ciega se pusiera de pie de un salto revela claramente cuánto deseaba poder ver y cuál era la confianza que tenía en que aquella era la oportunidad de su vida, que no iba a dejar escapar.

El personaje reunía las condiciones propicias para la intervención sanadora de Jesús: vivamente deseaba ser curado y creía firmemente en Jesús, enviado de Dios. Lo que favoreció la intervención de Jesús: «Anda, tu fe te ha salvado». Aquel hombre recobró la vista y seguía a Jesús por el camino hacia Jerusalén alabando a Dios.

¿Cómo es nuestra fe, hermanos: una fe viva y eficaz o una fe tibia y descomprometida? ¿De veras deseamos que Dios actúe en nuestras vidas? Sabemos que de una intervención de Dios sólo se puede esperar algo bueno, pero ¿estamos dispuestos a dejarle obrar en nosotros? Ahí radica la apuesta de la fe.

Para la Biblia, la fe es la fuente de toda vida religiosa, ya que el justo, por su fe, vivirá (Hab 2,4; Rom 1,17; Gál 3,11). Pues el creyente deposita su confianza en Dios y le da carta blanca para obrar en él; además, al fiarse de Él se beneficia de la revelación que Dios nos hace de realidades misteriosas a las que no tiene acceso la inteligencia: la fe abre a la inteligencia los tesoros de la sabiduría y el conocimiento que hay en Cristo.

La fe es adhesión de la mente y el corazón al Dios personal que ha creado al hombre por amor y cuida de él para que alcance su meta. La fe de Israel fue cristalizando en un Dios único, creador, todopoderoso, señor fiel y misericordioso para con su pueblo, rey universal del futuro. Es fe del justo perseguido, en Dios, que lo salvará tarde o temprano; confianza del pecador en la misericordia de Dios; seguridad apacible en Dios, más fuerte que la muerte; fe inquebrantable de los mártires en un Dios fiel que no abandonará a los que dan su vida por Él. Por la fe, los discípulos de Jesús aprendieron del Maestro a confiar absolutamente en quien podía librarlo de la muerte, como sucedió en la resurrección; de ahí que la resurrección sea la piedra angular del edificio de la fe.

La fe es un don de Dios, que concede a los que se lo piden. Pues muchos contemporáneos de Jesús lo vieron y lo oyeron, pero sólo los discípulos creyeron en Él. La fe requiere una actitud sencilla de pobres y pequeños, necesitados y desvalidos, capaces de abrirse a la gracia de Dios. La fe no es un logro personal, como conclusión de una reflexión muy profunda; tampoco llama Dios al hombre aisladamente, sino como comunidad, como familia.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Los mandamientos del Señor alegran el corazón

La clave de las lecturas de hoy puede estar en que no se debe excluir a nadie que sirve en nombre de Dios. En la teoría todos estamos de acuerdo, en la práctica solemos estar bastante lejos de lo que afirmamos, y muchos son los problemas que surgen en la Iglesia por un exceso de celo mal digerido. Moisés corrige a Josué, quien se sentía celoso porque Eldad y Medad habían recibido el espíritu y se pusieron a profetizar sin haber acudido a la tienda como lo hicieron los setenta ancianos (v. 11,26). Moisés le contesta: ¡ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta! (v. 29). Moisés mira el bien del pueblo – no busca la exclusividad-, se alegra de la manifestación del espíritu, e incluso hubiera deseado que todos los israelitas tuvieran el espíritu. Moisés comprende que el poder de los otros no merma su poder sino que uno y otro participan comunitariamente en la misma misión.

La misma actitud que Moisés tiene Jesús cuando los discípulos habían visto a un hombre expulsando demonios en su nombre, es decir, exorcizaba en el nombre Jesús; ellos se lo prohibieron porque consideraban que no pertenecía al grupo de los doce, al grupo de los elegidos. En cambio, Jesús les contesta: no se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre, no puede luego hablar mal de mí (Mc 9,39). En esta respuesta Jesús previene a sus discípulos y a todos los cristianos contra el exclusivismo, contra el hecho de creer que sólo los de mi grupo hacen el bien; el bien es bien, lo haga quien lo haga. Dios reparte sus dones entre todas las personas y grupos, y no siempre comunica su espíritu por los canales oficiales. El Espíritu está por encima de las instituciones o personas, es soberano. Y si estamos atentos, podemos comprobar esta realidad diariamente. También entre nosotros hay gente que “mora fuera del campamento”, fuera de la Iglesia, y sin embargo sobre ellos también sopla el viento del espíritu, espíritu que con frecuencia intentamos retener los que nos consideramos que estamos dentro; tarea totalmente inútil, ya que se nos escapa de las manos: El que no está contra nosotros está a favor nuestro (v.9, 40). Quisiéramos tener la exclusiva del poder, de hacer el bien y creernos los buenos, como Josué, y por otro lado nos quejamos de la dura labor que el Señor nos impone. Quiere decir que no hemos entendido que lo que somos y tenemos es un puro regalo del Señor. Jesús no es favorable a los “capillismos”, ni de los partidismos interesados.

Si contemplamos la historia de la Iglesia vemos cómo desde arriba se ha intentado monopolizar el espíritu, pero el Espíritu se comunica a quien quiere y como quiere. En realidad ha sido más una lucha por salvaguardar los privilegios que por salvar o cumplir el proyecto de Dios. Nadie en la Iglesia debiera sentirse celoso de que el pueblo, los que creemos que no forman parte de la Iglesia o de nuestro grupo o comunidad, profetice, haga el bien. El deseo de Moisés se cumple con el tiempo como vemos en el capítulo segundo de los Hechos.

Y si echamos una mirada a las diócesis, parroquias… cuántas “barridas” suelen hacerse con motivo de los cambios de obispos, párrocos, etc., porque no coinciden con la manera de ver o de hacer las cosas de unos o de otros, porque “no son de los nuestros” y se desperdician dones y dones, experiencias… ¡Cuánto nos cuesta aceptar que no somos propietarios de reino de Dios! Creemos tener más el monopolio del Reino de Dios que aceptar que somos simples servidores del Reino y que Dios cuenta con todos y reparte sus donde según voluntad. Debemos aprender a respetar, a aceptar a los demás, a amar al que no piensa como yo, a ser comprensivos y acogedores como lo era Jesús con todo el que se acercaba a Él.

No estaría de más que ante las lecturas de hoy nos dejáramos interpelar seriamente y preguntarnos si valoramos o no los dones que poseen otras personas o grupos y si nos alegramos cuando desde otros frentes al nuestro también el Reino de Dios se hace presente.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Hacer oír a los sordos y hablar a los mudos

 

Los relatos de milagros relativos a los oídos, ojos y lengua suelen tener en S. Marcos un valor simbólico. El sordomudo es una persona que al no poder escuchar le resulta imposible hablar y ponerse en comunicación con los otros, pero leyendo detenidamente el evangelio de S. Marcos, observamos que el sordo apenas podía hablar (v. 32), es decir, más que sordo, tenía algún impedimento para hablar, era alguien que hablaba con dificultad. Con los conocimientos médicos que se tienen hoy se podría decir más bien, que el enfermo que presentan ante Jesús sería un autista. El autista ignora a las otras personas: no escucha a los demás, evita el contacto visual, no interactúa con los otros y no responde a los signos de afecto, tiene dificultades para relacionarse. Como consecuencia de su situación, el sordo que nos presenta el evangelista es un hombre excluido y marginado de la sociedad, además es un pagano. Sus limitaciones físicas lo marginan de toda convivencia en la sociedad y como pagano sería sordo a la Palabra de Dios (Ley y Profetas). Los judíos “excluían” a estas personas hasta tal punto que ni siquiera se les podía tocar por considerarlos impuros y malditos.

Este sordo no es consciente de su situación y no es capaz, por tanto, de tomar la iniciativa para salir al encuentro de Jesús; son sus amigos quienes están dispuestos a ayudarle y lo presentan a Jesús para que le imponga la mano (v.32). Jesús transgrede el entramado socio-religioso de los judíos, que generaba verdadera exclusión social, y apartándolo de la gente, a solas, le metió el dedo en los oídos y con la saliva le tocó la lengua (v.33). Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: ¡Effetá! (esto es, ábrete) (v.34). Y al enfermo se le abrieron los oídos y se le soltó la lengua. Es una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías para la llegada del Mesías: los oídos de los sordos se abrirán… y la lengua del mudo cantará (Is 35, 5-6), nacerá un pueblo nuevo de personas libres que acogen la Palabra de Dios. Jesús lo abre a la comunicación con los demás, con el mundo, podrá llevar una vida nueva y digna a partir de este momento. La curación fue para él una «apertura» a los demás y al mundo, una apertura que, partiendo del oído y de la palabra, involucraba toda su persona y su vida: por fin podrá relacionarse de modo nuevo. Con gestos corporales y sensibles Jesús libera a este hombre, pero su mirar al cielo indica que no es un acto mágico, que Dios está presente.

Aunque el milagro afecta a la espera física, sin embargo, ilustra también los efectos del pecado en la esfera espiritual del hombre. Los hombres no logran escuchar la voz de Dios a causa de su incredulidad, y apenas pueden hablar (v.32) cuando intentan hablar de las cosas de Dios. Sin embargo, cuando Dios actúa mediante la acción del Espíritu Santo abre las mentes de los hombres, y estos responden adecuadamente a su Palabra, las ligaduras de la lengua son desatadas y cambia radicalmente su modo de hablar y de expresarse, anunciando el misterio de Dios. En nuestro tiempo muchos creyentes tienen un impedimento para hablar de su experiencia personal con Jesucristo, o pueden hablar del Evangelio en ciertos ambientes, pero no son capaces de hacerlo con todas las personas. Serían los autistas del evangelio. El encuentro con Jesucristo nos lleva necesariamente a que se nos desate la lengua y a que proclamemos sin ambages que Jesucristo hace cosas nuevas, que todo lo hace bien en nosotros.

Ante la queja general de la pérdida de fe, debiéramos preguntarnos los cristianos si no nos hemos quedado mudos. ¿Qué pasaría si habláramos con valentía y diéramos testimonio como lo hicieron los amigos del sordo que lo presentaron a Jesús?

Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no depende sólo de sus sentidos. Existe una cerrazón interior, que afecta a lo profundo de la persona, al que la Biblia llama el «corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Podríamos decir que la palabra Effetá (ábrete) puede resumir toda la obra de Cristo quiere hacer en nosotros.

Desde otra perspectiva, el pasaje evangélico nos lleva a pensar en la manera como oímos las enseñanzas de Jesús y hablamos de ellas. No siempre prestamos oído a lo que debemos oír, ni decimos lo que debemos decir. No prestamos atención a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Y por miedo a las consecuencias o porque los problemas nos superan, no abrimos la boca. Sordos que no oyen lo que les cuestiona, lo que les exige cambio o les remueve sus comodidades; y mudos que no comunican los valores y verdades en los que creen.

Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano y compasivo, que nos lleve aparte, si es necesario, de los círculos cerrados sociales o de pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los oídos para oír lo que debemos oír y nos soltará la lengua para hablar lo que debemos hablar en cada circunstancia.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

«¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67)

La palabra de Dios nos convoca este domingo a tomar una decisión trascendental: ¿somos de Cristo o nos desligamos de Él? Lógicamente, los que hemos acudido a celebrar la Eucaristía es porque nos consideramos discípulos suyos y queremos seguirlo.

Previamente nos presenta la opción del pueblo de Israel por el Dios que los había sacado de la esclavitud de Egipto y constituido como pueblo; y la decisión de los discípulos de Jesús, de los cuales unos libremente dejaron de seguirlo mientras que otros reafirmaron voluntariamente su fe en Él y su discipulado.

La determinación del pueblo de Israel es provocada por Josué, el caudillo que sucedió a Moisés y condujo al pueblo de Dios a la conquista de la tierra prometida. Terminado el asentamiento de las tribus en el territorio que se les adjudicó, Josué las convoca en Siquem, en el centro del país, para que libremente opten por dar culto al Señor su Dios o a los dioses de sus antepasados o de los habitantes de la tierra de la que han tomado posesión. El pueblo resueltamente se decide por el Señor, al igual que Josué y su familia.

Jesús expuso claramente a los judíos, en el discurso del capítulo 6 del evangelio de san Juan, que Él había venido con el encargo del Padre de comunicar la vida eterna a los hombres a condición de que éstos creyeran en Él. Y culminó su discurso proponiéndose a sí mismo como el pan de vida, que da la vida eterna a quienes se alimentan de él, en un anuncio inequívoco de la institución de la Eucaristía.

Una y otra propuesta resultaron inaceptables incluso a muchos de los que lo habían seguido. Jesús se hace cargo de la situación, pero no suaviza su discurso, que contiene palabras de vida, sino que, elevando el tono de su discurso, los emplaza al momento en que presencien la gloria del Hijo del hombre, que comparte con el Padre desde su preexistencia eterna: entonces las palabras de Jesús resultarán evidentes.

Pero no hay tiempo para una espera tan dilatada, sino que hay que tomar la decisión ya. Para esto, es determinante la intervención del Padre, pues nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede (Jn 6,65). Así se lo ha otorgado a Pedro, que lo confiesa como el Santo de Dios y le atribuye palabras de vida eterna, a quien no se lo reveló ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16,17). Con el apelativo de Santo de Dios, Pedro da a entender que “Jesús no pertenece a la esfera terrestre, sino a la ultra terrena, al mundo de lo divino, y se encuentra con Dios en una relación que ningún otro ser tiene, porque Dios lo consagró y envió al mundo (Jn 10,36)” (Wikenhauser, Herder, 203).

Planteadas las decisiones del pueblo de Israel por Dios, y de los discípulos de Jesús, unos reafirmados en su fe y otros desencantados y en desbandada, la palabra de Dios nos confronta con nuestro propio discipulado: ¿qué representa para nosotros ser cristianos?, ¿cómo afecta a nuestra vida personal, familiar, social, laboral, política?, ¿los que nos conocen pueden decir que se nos distingue de los que no se consideran cristianos?, ¿somos personas agradecidas a Dios por el don de la vida, la nuestra y la de los demás?, ¿apreciamos la dignidad de todos los hombres?, ¿usamos de las cosas con gratitud y respeto, cuidando de nuestra casa común?, ¿confiamos en Dios en todas las circunstancias, incluso las adversas?, ¿nos sentimos queridos por un Dios que es Padre entrañable?, ¿nos consideramos distinguidos por un Dios que se ha hecho hombre como nosotros?, ¿nos alimentamos frecuentemente con el pan de vida para fortalecer nuestra vida de hijos de Dios?, ¿nos sentimos concernidos a vivir en el amor por poseer el Espíritu de un Dios que es Amor?, ¿vivimos con la esperanza de que toda nuestra existencia, hasta en los detalles cotidianos, tiene sentido y será reasumida en el cielo nuevo y la tierra nueva?

Y echando mano del pasaje de la carta a los efesios que hoy se nos ha leído, sobre la relación entre los esposos, que el Apóstol refiere a Cristo y a su Iglesia, os pregunto a los esposos: ¿sois conscientes de la gran dignidad de vuestra condición de casados? Seguramente el apóstol Pablo –que vivió en una sociedad patriarcal–, hoy habría enfocado la relación de los esposos de una manera más igualitaria, para transmitir el mensaje cristiano imperecedero sobre el matrimonio, que, en el Antiguo Testamento, era considerado como la representación de la relación amorosa de Dios con su pueblo, y, en el Nuevo Testamento, como la expresión del amor de Cristo a su Iglesia, por la que entregó su vida para hacerla partícipe de lo mejor de sí, su condición divina. Así es como debéis amaros mutuamente, entregándonos lo mejor de cada uno, ofreciendo a vuestros hijos un ejemplo de respeto y consideración, de delicadeza y generosidad, de paciencia y madurez. Que así sea.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6,55)

La Sabiduría aparece personificada en la primera lectura de los Proverbios como una señora, que sabe manejar su casa. Ella se dirige a los habitantes de la ciudad e invita a los que lo deseen a comer su pan y a beber su vino. El pan y vino son la base de la alimentación humana y de la alegría, son signo también de las apetencias del corazón humano. La Sabiduría invita especialmente a los más necesitados, sugiriéndoles que sigan el camino recto, donde se encuentran la instrucción y el aliento vital. El banquete, tanto en el mundo antiguo como en el nuestro, es signo de esplendidez y de gratuidad, de comunicación y participación. Quien participaba en un banquete se identificaba con quien se lo ofrece, comparte no sólo la mesa, sino también la conversación, el pensamiento, la alegría.

El contexto eucarístico de estos domingos invita a fijarnos en el banquete de la Sabiduría como prototipo del banquete cristiano: el pan y el vino que nos presenta Cristo contienen la Vida y la Sabiduría de Dios, siempre que nos comprometamos en nuestro proyecto de vida. Cristo es en realidad aquella Sabiduría (o Palabra) que vino al mundo para que tengamos vida y la tengamos abundante (Jn 10,10) e invita a todos los hombres a sentarse a su mesa: la mesa de la Palabra, las palabras que os he dicho son espíritu y vida (Jn 6, 63) y a la mesa del pan bajado del cielo (Jn 6, 41). El mensaje central de todo este capítulo sexto de S. Juan se centra en esto: Jesús entrega su propio cuerpo, como Pan para la vida del mundo. Si queremos tener la vida eterna y aspirar a la resurrección tenemos que alimentarnos con el pan eucarístico de una manera constante. Alimentarnos con este pan que Cristo nos da, nos une de una manera permanente a Él. No se trata de ser cristianos cuando nos conviene, sino de una manera permanente. Decía Benedicto XVI: La Eucaristía «nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu del Cristo muerto y resucitado, nos conforma a Él; nos une íntimamente a los hermanos en ese misterio de comunión que es la Iglesia» (cf. 1 Cor 10,17). Por tanto una Eucaristía que no se traduzca en amor concretamente practicado está fragmentada en sí misma (Deus caritas est, 14).

Yo soy el pan bajado del cielo (Jn 6,41), yo soy el pan de la vida (Jn 6, 48), yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el     que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6,51). Sin fe es imposible entender este gran misterio, sin fe es imposible captar el sentido que encierran estas palabras y su alcance para la vida, aunque lo explique el mismo Jesús. Partiendo de la fe, podemos afirmar que Jesús, Pan de Vida, es aquel que ha venido de Dios para saciar definitivamente el hambre de lo infinito: las profundas insatisfacciones, el cansancio de la vida, el sin sentido. Sólo Dios puede llenar nuestros vacíos, iluminar nuestras oscuridades y darnos la plenitud. Al comulgar el cuerpo y la sangre de Cristo el creyente no solo lo recibe, sino que se identifica con Él, es capacitado para entregar su vida al estilo de Cristo, hasta en la cruz. No podemos comulgar y regresar a la casa con nuestros egoísmos. No puede ser. Cuando comulgamos hacemos alianza con Cristo, nos hacemos uno con Él.

¿Qué valor doy al el hecho de ir a misa y comer la carne y beber la sangre de Cristo? ¿Vivo la vida con entrega total, siguiendo la misma manera en que Jesús actuó, y todo lo que él nos pide que hagamos? ¿Si como su carne y bebo su sangre, pero no le doy el significado que verdaderamente merece y no cumplo con él, entonces, ¿quién soy?, ¿qué estoy haciendo?, ¿dónde muestro realmente que estoy comiendo la carne y bebiendo la sangre de Jesús?

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango