Levántate y come, el camino que te queda es muy largo (1 Re 19, 7). El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51).

 

Todo se había iniciado tras el milagro de la multiplicación de los panes que debía garantizar la veracidad de sus palabras, ya que quien había sido capaz de multiplicar el pan para dar de comer a cinco mil personas, podía también hacerse alimento Él mismo para saciar el hambre del espíritu. Ésta era, efectivamente, la afirmación que escuchábamos en el pasaje evangélico del pasado domingo: Yo soy el pan de vida (Jn 6, 35).

Afirmación inaudita, a la que se añade hoy esta otra: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él (Jn 6, 55-56). Tales palabras dieron lugar al escándalo entre sus oyentes; muchos de sus discípulos lo abandonaron; incluso entre sus Apóstoles surgió la duda. Tendremos que esperar otros dos domingos para asistir a la respuesta de san Pedro: Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos (Jn 6, 68). Anticipadamente nosotros, hoy, hacemos nuestra la respuesta de Pedro, pues ya sabemos que la promesa de Jesús se hizo realidad la víspera de su Pasión, cuando en la Cena Pascual repartió entre sus Apóstoles un poco de pan y vino, diciéndoles: Esto es mi cuerpo… Ésta es mi sangre (Mt 26, 26. 28), ordenándoles que repitiesen ellos esta acción en memoria suya. Y, por eso, estamos aquí. (Alusión a la fe de los conjuntos orantes a ambos lados del retablo).

Sin embargo, la historia de la aceptación y el rechazo se ha ido repitiendo a lo largo de los siglos. Los que hemos dicho que sí, como lo dijeron los Apóstoles y la primera comunidad cristiana de Jerusalén, formamos parte de una sociedad privilegiada que se nutre del pan que da vida eterna. Subrayamos ya que el Pan de la Eucaristía no sólo nos alimenta sino que es también vínculo de unidad entre todos nosotros. Dimensión esta que siempre estuvo presente en la celebración eucarística. San Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía lo subrayaba así: “El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo” (Ecclesia de Eucaristia, 21).

Es ésta una de las dimensiones que quiero subrayar especialmente. Por cierto, que Juan Pablo II tenía en quién inspirarse, a este respecto: san Agustín. El santo obispo de Hipona, en su meditación sobre la Eucaristía nos regaló un pasaje, en el que su fe y su amor nos dicen lo que significaba y era para él Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Éstas son sus palabras: “¡Oh misterio de amor! ¡Oh signo de unidad! ¡Oh vínculo de caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida, sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, que crea y que se incorpore a este Cuerpo para que participe de su vida… No se aparte de la unión con los miembros… Esté unido al Cuerpo para que viva de Dios y para Dios” (In Io. 26, 13).

“Que crea” –dice el Santo–; sí, la fe es condición absolutamente necesaria para aceptar el misterio; una fe, que todos los bautizados recibimos como regalo el día de nuestro bautismo, pero que no pocos han decidido abandonar toda praxis cristiana, cuyo centro es precisamente la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium). No podemos sino lamentar su abandono y pedir por ellos. En cuanto a nosotros, acaso estemos necesitando tomar plena conciencia de las riquezas que se nos ofrecen en la Eucaristía. Y va a ser san Agustín quien nos desvele una importante dimensión teológica que él mostraba con inmenso gozo a sus oyentes y que nosotros hemos de tener muy presente.

Reparad en las expresiones que empleaba el santo Obispo para concienciar a sus oyentes sobre las consecuencias comunitarias que debía tener la recepción de la Eucaristía: “Sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros y recibís el misterio que sois” (Sermón 272). Y ¿qué misterio es ese que somos nosotros? Nada menos que el Cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12, 27) –dirá el apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto–. Ahora bien, las palabras de san Pablo le servirán a san Agustín para explicar a sus fieles que cuando comulgamos recibimos sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo; pero por ser Cristo Cabeza del Cuerpo místico del que formamos parte, mutuamente nos recibimos. Nos lo dice al recordar que al distribuir la comunión el sacerdote utilizaba las mismas palabras que usamos también hoy: “Se te dice: el Cuerpo de Cristo y respondes: “Amén”. Sé miembro del Cuerpo de Cristo para que sea verdadero el Amén”… (Y subrayando aún más la unidad de los fieles, añade): “Escuchemos otra vez al Apóstol, quien, hablando del mismo sacramento, dice: Siendo muchos, somos un solo pan, un único cuerpo. Comprendedlo y llenaos de gozo: unidad, verdad, piedad, caridad” (Ibid.). Así ha de vivirse la Eucaristía.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

 

 

«Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre» (Jn 6,35)

A lo largo del mes de agosto, en las misas de los domingos, se va a proclamar, en cuatro partes, el discurso eucarístico del pan de vida, que nos ofrece san Juan en el capítulo sexto de su evangelio. Hoy, el fragmento del capítulo, que se ha leído, constituye el asunto central de las lecturas de la palabra de Dios.

La primera lectura, del libro del Éxodo, es una preparación para el discurso eucarístico por la evidente alusión que se hace en el evangelio al maná con que Dios alimentó a su pueblo durante la larga travesía por el desierto desde Egipto a la tierra prometida: Es el pan que el Señor os da de comer (Éx 16,15).

Los israelitas que habían experimentado las maravillas con que Dios los había sacado de la esclavitud de Egipto, destrozando al poderoso ejército de los egipcios en el mar Rojo, cuando empezaron a sentir la escasez de medios de vida, se atrevieron a echar en cara a Moisés y Aarón (por no osar contra Dios) que los estaban matando de hambre. En sus críticas, dejaban bien claro que preferían comida en esclavitud que libertad con penuria. Sin pararse a pensar que el Dios que había hecho por ellos lo más difícil también podría hacer lo más fácil. A pesar de la desconfianza del pueblo, Dios se aviene a saciar su necesidad, esperando que así lo reconocieran como su Señor y su Dios.

Jesús también realiza un milagro material alimentando a una multitud con cinco panes y dos peces, llenando doce canastos con las sobras. La gente lo ve como un signo de que Jesús era el Profeta que estaban esperando, pero entienden su misión como un mesianismo terreno, por lo que opta por ponerse lejos de su alcance para evitar que lo proclamaran rey.

La alusión al maná en el relato evangélico surge cuando los coterráneos de Jesús lo encuentran en la sinagoga de Cafarnaún, al otro lado de la orilla del lago de Genesaret, donde había tenido lugar el milagro. Le piden una señal para creer en Él como el enviado de Dios que estaban esperando. Y ello, a pesar de que se habían beneficiado de la multiplicación de los panes y los peces. Esperaban que el Mesías realizaría un prodigio semejante al de Moisés, que alimentó al pueblo con pan bajado del cielo durante la larga travesía del desierto.

Jesús rectifica que hubiera sido Moisés el que realizó tal prodigio, que fue obra de Dios; y aprovecha la ocasión para anunciar un verdadero pan del cielo, no para sostener la vida temporal, sino capaz de proporcionar la vida eterna inmortal, que es prerrogativa de Dios.

Como manifestaron su deseo de ser alimentados con este pan, Jesús les habla abiertamente de una vida sobrenatural, que ellos no pueden conseguir, sino tan sólo aceptar, creyendo en el enviado de Dios. Y se propone como el pan de vida, que quien lo coma no tendrá hambre.

¿A qué vida alude Jesús? A la vida divina de hijos de Dios de la que le decía a Nicodemo que el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5). Es la vida que nos ha sido infundida en el Bautismo por la comunicación del Espíritu Santo por medio del agua; la vida que el Hijo ha recibido del Padre y que es la luz de los hombres (Jn 1,4). Es como un tesoro que llevamos en el vaso frágil de nuestra naturaleza de criaturas y que hemos de cuidar y alimentar, y precisamente el alimento adecuado es el pan de vida, el mismo Hijo, que se nos da en la Eucaristía.

Así es, hermanos, verdaderamente somos hijos de Dios, aunque, al presente, permanezca velada nuestra más valiosa condición. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).

Como hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, hemos de vivir una vida en justicia y santidad verdaderas, que se corresponde con la bondad con que Dios dotó al hombre al crearlo y hacerlo hijo suyo. Una buena persona cristiana no se comporta de distinta manera que una buena persona no cristiana, lo que las diferencia radica en la motivación de su conducta y el modelo que le sirve de inspiración, conforme a la verdad que hay en Jesús, es decir su persona y su vida ejemplar.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

… pero ¿qué es esto para tanta gente? (Jn 6,7)

La semejanza de este texto evangélico con la primera lectura es evidente. El autor del relato nos dice que la palabra divina, a través del profeta, hace que la insuficiencia se transforme en superabundancia.

Prescindiendo de la fuerza simbólica del hecho milagroso del texto evangélico, vemos que hay varias personas involucradas en el hecho: la multitud hambrienta, los apóstoles, el joven que tiene cinco panes de cebada y unos peces y el mismo Jesús. Cada uno tiene su misión. Jesús se da cuenta de que tiene delante una multitud hambrienta, pregunta a los apóstoles, para probar su fe, qué se puede hacer para saciar el hambre de tantas bocas, –alrededor de cinco mil personas según S. Lucas (Lc 9,17)–. Los apóstoles se han olvidado de los muchos milagros que ha hecho Jesús y ante su pregunta, no encuentran salida. Allí está también un muchacho que tiene cinco panes y dos pescados, pero, ¿qué es esto para tanta gente? (v.10). Jesús pide a los discípulos que les manden sentar. A continuación tomó los panes, dio gracias, y los distribuyó a los que estaban sentados (v.11). Y lo mismo hizo con los pescados (v.11). Este versículo nos recuerda las mismas palabras de la institución de la Eucaristía. Luego los dio a los discípulos para que ellos a su vez los repartieran entre la multitud, Jesús no permite que los discípulos se queden de mirones, sino que los hace participes. Esto les exigía obediencia en medio de una situación aparentemente absurda. ¿Qué podían repartir, si ni siquiera había un pez y un poco de pan para cada uno de ellos? A pesar de todo, los discípulos obedecieron nuevamente al Señor y comenzaron a repartir los panes y los peces entre la multitud. Fue entonces cuando vieron que aquellos pocos panes y peces se multiplicaban milagrosamente, hasta que comió toda la multitud y aún sobraron doce canastas. Todos quedaron saciados y con lo que sobró recogieron doce canastas (v.13). La obediencia de los apóstoles, fruto de su fe, fue lo que permitió que el Señor obrara el milagro. Fe y obediencia trabajan juntas, unidas en nosotros nos permitirán ver grandes cosas del Señor.

Es curioso que la gente, después de la multiplicación de los panes y los peces, quiere hacer rey a Jesús, pero éste se opone. El pan, que Dios reparte es mucho más profundo y duradero que lo que pude ofrecer cualquier rey o programa político. Solamente los verdaderamente hambrientos pueden beneficiarse de este milagro; la Palabra de Dios la reciben y entienden los que la ansían.

La lección fue clara: tenían que aprender, tenemos que aprender que la manera de aumentar los pocos recursos que tenemos, es ponerlos en las manos del Señor; incluso los infinitos recursos que el Señor pone en nuestras manos, tenemos que administrarlos y cuidarlos: El Señor mandó que los panes sobrantes se recogieran para que no se perdiera nada. Si leemos detenidamente la Biblia vemos cómo este es el patrón que usa el Señor, se sirve de las cosas pequeñas y de poca importancia para hacer cosas grandes. Y este debiera ser nuestro patrón. Baste recordar ejemplos y ejemplos de las muchas personas que ponen lo poco que tienen en manos de Dios para atender a tantos necesitados, como la M. Teresa de Jesús y tantos religiosos y religiosas que se dedican al cuidado de los enfermos y personas necesitadas. Estas comunidades son un testimonio vivo de que este milagro se hace realidad diariamente en sus vidas.

También hoy el pueblo tiene hambre, hambre de pan material, pero hambre también de la verdad. Ante tantas ofertas o movimientos filosóficos, orientales, espirituales de distintas tendencias, ¿quién o qué podrá calmar esta hambre? ¿Qué es lo que les ofrecemos? Cristo es el nuevo pan que se ofrece a los hombres (Jn. 6). Solamente su mensaje auténtico, y no nuestras opiniones, podrá calmar el hambre de estos hermanos que anhelan el milagro de la superabundancia. La fe ve cómo Dios interviene en la historia de su pueblo en socorro de sus auténticas necesidades. La obra de Dios, decía Jesús, es creer en aquel que ha enviado, el único que puede dar la vida eterna. Por eso cuando Jesús, imitando hasta en algunos detalles este milagro de Eliseo, hizo repartir cinco panes de cebada entre cinco mil hombres e hizo recoger las sobras, venía a decir que él realizaba de verdad aquello que ya significaba el milagro de Eliseo: el Padre nos da en Jesús el único pan que puede dar la vida al mundo.

Acerquémonos a la Eucaristía, verdadero pan del cielo, con hambre, conscientes de que solamente el Señor podrá saciarnos las necesidades profundas que cada uno de nosotros tenemos.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Les pondré pastores que las apacienten (Jer 23, 4). Venid a un lugar desierto a descansar un poco (Mc 6, 31)

El profeta Jeremías ve en el rebaño disperso el fracaso de los pastores que han descuidado sus deberes para con el pueblo que les estaba encomendado. Y con la imagen de otro pastor que lo sea de verdad despierta la esperanza de que él congregará a sus ovejas y las guiará a la vida. En él estará Dios como sabiduría, paz, justicia y seguridad para su pueblo.

También hoy puede aplicarse esta imagen a quienes nos gobiernan en lo religioso y en lo civil, y con ello acaso nos olvidemos de que nosotros, además de ovejas, somos también pastores y, por tanto, también a nosotros nos incumbe el deber de cuidar y educar cívica, moral y religiosamente con nuestra palabra y con nuestro ejemplo. Y lo primero que se me ofrece, en este sentido, es que hacer dejación de la autoridad en la familia o en la escuela ha dado lugar a lo que hoy estamos lamentando con numerosos jóvenes e incluso con no pocos adultos.

Recuerdo, a este propósito, la carta que una señora escribía a aquel gran sacerdote que se llamó José Luis Martín Descalzo y que él reproducía en una de sus obras: “¿Por qué –le preguntaba ella– a los jóvenes ahora ya nadie les habla de obediencia? El cuarto mandamiento –‘honrar padre y madre’– está completamente en desuso. Nadie habla de él: ni los profesores, ni los sacerdotes, nadie. Los mismos padres no se atreven a nombrarlo. Y lo peor es que si a un niño, por pequeño que sea, se le dice que obedezca, nunca falta alguien que te diga que obligarle es coartarle la libertad, que el niño tiene que nacer y crecer libre. El resultado es que los hijos no nos obedecen nunca… Y hasta presumen de que obedecer es algo antediluviano y pintan su desobediencia como signo de autenticidad, como un mérito”.

Me temo –comenta Martín Descalzo– que esta señora tiene muchísima razón. Pero me parece que el problema es más hondo de lo que ella piensa. Porque la verdad no es que sus hijos no obedezcan, sino que han dejado de obedecer a sus padres y obedecen a muchísimas otras cosas. Porque esos jóvenes que tanto presumen de libertad, de autenticidad, resulta que están obedeciendo a las modas, a las costumbres, a los “slogans”, a la televisión, al sexo, a las drogas tal vez, o en todo caso, al peor de los tiranos, su propio capricho.

Hay que volver, queridos oyentes, a hablar de la obediencia. Hay que decirles a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes que al cambiar de obediencia, menospreciando a sus padres e idolatrando lo que lo que impone la moda, están cambiando una obediencia que, en definitiva, es esclavitud. Queridos padres y madres, queridos cuantos habéis venido a participar del pan de la Palabra y de la Eucaristía, se hace necesario vivir lo que desempeñamos y somos en ese rebaño del Señor del que formamos parte, como pastores y como ovejas.

El segundo punto a tratar viene inspirado por la invitación hecha por Jesús a los apóstoles que acaban de llegar de la misión que les había encomendado: Venid a un lugar desierto a descansar un poco (Mc 6, 31). Habían regresado eufóricos con el éxito de la misión, aunque también cansados; Jesús también sabe de cansancio y ahí está su invitación. Ciertamente el trabajo agobia y por eso todos necesitamos un tiempo de reposo para recuperarnos del desgaste y volver con nuevas energías. La playa, el sol, la montaña, un sosegado relax pueden hacer recuperar ese equilibrio necesario, en el que encontraremos esa paz de la que nos habla san Pablo en la segunda lectura, una paz que sólo con Cristo Jesús puede ser completa.

Y por eso, las vacaciones o los fines de semana no pueden convertirse en un simple tiempo de evasión o libertad incontrolada que hacen de la persona un autómata, degradándole en vez de ennoblecerle. Algunos psicólogos atribuyen la tristeza característica de no pocos de los que regresan de sus vacaciones o de su fin de semana a algo que les está afeando su propia conciencia. Y es que el autocontrol y no dejarse arrastrar por lo que otros hacen supone sacrificio y renuncia, pero satisface infinitamente más que la anarquía.

Por cierto que, en medio de nuestro descanso vacacional nos puede sorprender lo que le pasó a Jesús y a sus apóstoles al desembarcar en el lugar escogido para descansar. Dice san Marcos: Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas (Mc 6, 34). Por su parte los apóstoles vivirán la angustia de cómo dar de comer a aquella multitud que ha venido de lejos. El contratiempo que podamos encontrar hemos de encajarlo con tranquilidad.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

La salvación está cerca de los que lo temen, y la gloria habitará en nuestra tierra

En el Antiguo Testamento, Dios se eligió un pueblo que viniera a ser luz de las naciones para señalar a todas las gentes el camino hacia Dios.

A pesar de que su pueblo, regido por las leyes de la historia (que son las de la libertad) se había dividido en dos reinos (Judá e Israel), ello no impedía que Dios siguiera considerando como propiedad suya también el reino del norte (Israel), por eso elige a Amós (del reino del sur) para profetizar en Israel, advirtiéndole de su proceder infiel, por el que caminaba hacia la ruina. No encomienda su mensaje a un profeta profesional, sino a un simple pastor y agricultor, para resaltar que la misión no era cosa de hombres sino de Dios. No lo entiende así Amasías, profeta de Israel, que intenta impedir la predicación de Amós, basado en cálculos humanos: económicos o políticos, temiendo que se cumplieran los malos presagios de Amós.

Finalmente se cumplieron los malos augurios del profeta de Dios. El pueblo del norte fue desbaratado por la invasión de los asirios y el destierro de su población en el siglo VIII; pero eso no impidió que el Señor prosiguiera con su plan de salvación de los hombres por medio del pueblo de Israel. Es todo un indicio el que el Mesías tuviera un origen galileo, la región más septentrional de Palestina, que por el poso pagano que había ido acumulando a lo largo de su historia era llamada Galilea de los gentiles.

Aunque nacido en Belén de Judá, el Hijo de Dios tocó tierra y se formó en Galilea. Trajo un mensaje de salvación, cifrado en el Reino de Dios. Recorrió las ciudades de Galilea anunciando la Buena Noticia de la salvación de Dios, explicando el proyecto divino sobre el mundo, que Jesús proponía con parábolas y san Pablo vertió en lenguaje teológico: los designios secretos de Dios consisten en llevar a la historia a su punto culminante en Cristo, en quien se unen el cielo y la tierra, lo humano y lo divino.

En Cristo, Dios Padre se convierte en Padre del hombre, conforme a su plan eterno, en el cual fuimos destinados a ser hijos suyos.

Debido a la desobediencia del hombre, el plan de Dios adquirió tintes dramáticos, debiendo pasar por la muerte del Hijo para el perdón de los pecados y la liberación de los hijos de la servidumbre del pecado, lo que propició el restablecimiento de la unidad del cielo y de la tierra, la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo (Sal 84/85,11-12).

La salvación que anuncia Jesús es tanto para los judíos, que tenían puesta su esperanza en el Mesías, como para los no judíos que creyeron el mensaje de la salvación y fueron sellados con el Espíritu Santo prometido, garantía, para los hijos adoptivos, de la herencia del Hijo, que consiste en la gloria del Padre, pues «la gloria de Dios es la vida del hombre», según san Ireneo.

Jesús no hizo más que iniciar la misión de difundir el mensaje de la salvación a los hombres. Al igual que Dios se sirvió de medios humanos en el pasado, y el mismo Dios se implicó en favor de la causa del hombre como un hombre más, también Jesús cuenta con hombres sencillos, y éstos, desprovistos de apoyos materiales, pues los envía a realizar la obra de Dios. Los encamina a proponer un mensaje nítido de conversión de vida, y con poder para curar enfermedades y expulsar a los demonios.

Veinte siglos después de la predicación de Jesús y de los Apóstoles, y ocho más desde el profeta Amós, parecen repetirse en nuestros días las mismas pautas: y es que el Señor y sus fieles siguen proponiendo al hombre su proyecto de salvación, que continúa encontrando adeptos y contradictores.

¿A qué se debe la tozudez de los hombres? ¿La disyuntiva que se abre ante ellos consiste en dar un sí a Dios o un sí a la tierra? ¿O tal vez, en un sí al hombre frente a Dios? En realidad, el sí más rotundo al hombre lo da el mismo Dios haciéndose hombre. Lo cierto es que el hombre, al margen de Dios, tiene corto recorrido. Concedamos que un día pueda llegar por la ciencia y la técnica a actuar de forma determinante en el universo configurándolo como un hábitat confortable. Sin embargo, personalmente se agota en el individuo.

Parece una paradoja, pero es la misma realidad: el hombre está llamado a la vida eterna, pero sólo la puede obtener como don de Dios. El camino para conseguir la vida eterna es Cristo, un Dios con pies puestos sobre la tierra y con manos de hombre para transformarla: es en la fidelidad a la tierra como afianzamos nuestra fidelidad a Dios, pues nadie ama tanto a su creación como su autor.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

El Espíritu del Señor esta sobre mi porque me ha ungido

Un domingo más nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la cual supone la fe en todos nosotros, aunque nos puede acechar la incredulidad, y prueba de ello es la facilidad con la que muchos cristianos prescinden de ella, porque la ven más como un precepto que como una necesidad, desconocen que no se puede vivir cristianamente sin la Eucaristía.

La Palabra de Dios insiste hoy en la dificultad de creer y las dificultades por las que tiene que pasar el mensajero del Evangelio. En la primera lectura hemos encontrado al profeta Ezequiel, enviado por Dios al pueblo de Israel, un pueblo tozudo y rebelde, que no hace caso a Dios. S. Pablo en la segunda lectura nos habla de los insultos, las dificultades y las persecuciones sufridas por Cristo (v.12) por predicar el Evangelio. Si leemos de corrida el evangelio de Marcos, vemos cómo la familia de Jesús piensa que estaba fuera de sí (3,21), los gerasanos le piden que se marche de su tierra (5,17), los fariseos creen que Jesús expulsaba los demonios con el poder del jefe de los demonios (Mc 3,23); cuando anuncia la pasión, los mismos apóstoles reaccionan en contra. Pedro trata de disuadirlo (Mc 8,32); en los anuncios posteriores, su única preocupación era averiguar quién era el más importante entre ellos (Cfr. Mc 9, 34), o que les colocara a su derecha y a su izquierda en la gloria, como le pedían los hermanos Zebedeos (Cfr. Mc 10, 37). No es de extrañar, pues, que los vecinos de Nazaret, que han vivido con Jesús unos treinta años, cuando vuelve a Nazaret tras ser bautizado por Juan, se sorprendan y se admiran de sus enseñanzas, pero no aciertan a encajar sus recuerdos sobre Jesús con lo que están viendo y oyendo. La imagen que se han formado de él, les impide abrirse a la vida que Jesús les ofrece. No aceptan el misterio de Dios presente en Jesús, un ser humano como ellos; pudieron más los prejuicios que la verdad. El evangelista nos descubre la tristeza de Jesús, al ver cómo la gente de su pueblo ha perdido la capacidad de acoger la verdad y se ha acomodado a una realidad tergiversada. No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe (v.5).

En el trasfondo del evangelio de Marcos subyace una pregunta fundamental: ¿y vosotros cristianos, creéis, creemos que tenemos más fe que todos los que van desfilando por su evangelio, en concreto más fe que los paisanos de Jesús?… Son muchos los cristianos que tienen una idea fija, infantil, sobre Dios, sobre Jesús, poco o nada acorde con el Evangelio. Si reducimos a Jesús a los límites de nuestra comprensión, no podrá, –como no pudo en Nazaret–, hacer ningún milagro en nuestra vida. Si no aceptamos la novedad transformadora del Evangelio, si nos aferramos a lo de siempre, pensando en nuestra seguridad, sin asumir los cambios a los que el Señor nos llama, no tendremos fe. Dios siempre supera nuestra comprensión, nos desborda por completo. Tener fe supone vivir en un encuentro progresivo y transformante con Jesús, supone aceptar que el Señor nos desinstale. Como dicen los místicos, Dios nos lleva por la oscuridad, el vacío y el desprendimiento total para que vivamos y actuemos al estilo de Jesús. Creer en Jesús supone desmontar el ídolo que sobre él nos hemos podido fabricar, y aceptarle y verle no donde nosotros queremos, sino donde él nos ha dicho que realmente está: en el hermano, en los pobres, en los enfermos, en los que sufren, en los perseguidos, etc. (Mt 25,35-36), solamente así podrá hacer milagros en nuestra vida.

Sigamos la eucaristía y pidamos con fe y con fuerza al Señor que no ofrezcamos resistencias para aceptarle, que le amemos y seamos sus testigos, como lo fueron el profeta Ezequiel y el apóstol Pablo, porque no podemos llamaros cristianos y quedarnos pasmados sin hacer nada. Todos tenemos que responder, respuesta que es parte de nuestra profesión de fe comunitaria, que se alimenta y se fortalece en la Eucaristía.

Héctor González Martínez

 Arzobispo Emérito de Durango

Dios no ha hecho la muerte (Sab 1, 13). No temas; basta que tengas fe (Mc 5, 36)

La enfermedad y la muerte, he ahí dos problemas de fondo en la experiencia humana. Hay que afirmar, sin embargo, el hombre es un ser para la vida y la felicidad, y que Dios no hizo la muerte, como nos dice el libro de la Sabiduría. En todo caso, estamos ante el gran interrogante de todos los tiempos: el “¿por qué la muerte?” Ciertamente que las lecturas que acabamos de hacer no nos proporcionan la “solución”, como nosotros querríamos, por mucha fe que tengamos en Cristo Jesús, pero sí nos iluminan para que sepamos aceptarla desde la fe en Dios. Veamos, pues.

El libro de la Sabiduría responde a la pregunta formulada, inspirándose en el libro del Génesis, afirmando que Dios no ha querido la muerte sino la vida. No dijo “hágase la enfermedad” o “hágase la muerte”, sino hágase la vida”(Cf. Gén 1, 11-27). Dios es el Dios de la vida. Según su plan, el destino del hombre es vivir para siempre: lo hizo a imagen de su propio ser (Cf. Gén 27), que es todo vida eterna. Ahora bien, el autor del libro de la Sabiduría, fiel a la mentalidad del pueblo de Israel, atribuye la existencia de la muerte al pecado, que trastornó el plan de Dios e introdujo el mal en el mundo. Más concretamente lo atribuye al Maligno: Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas, por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sab 2, 23-24).

Importa subrayar la verdadera perspectiva cristiana que, inspirada en estos pasajes bíblicos, nos permite afirmar que: el dolor, la enfermedad, la muerte no son criaturas de Dios. El mundo iba saliendo de la nada y Dios veía que cada cosa era buena, como también lo era el hombre, corona de la creación. Lo que Dios no dijo fue: “hágase el dolor”, “exista la enfermedad”, “la muerte o el pecado”. Ésas tienen que ser criaturas del hombre, al que Dios había dotado de un precioso don que lo hacía ser tal: la libertad. En el plan de Dios, el hombre no era un “ser para la muerte”; él era un “ser para la vida”. En el mal uso del don que lo hacía ser tal está la causa.

Así las cosas, es en el evangelio donde vamos a encontrar una perspectiva más esperanzadora. Cristo vino a dar vida: Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante (Jn 10, 10). Muestra Él su poder sobre la enfermedad humana, curando a la mujer, y su poder sobre la muerte resucitando a la hija de Jairo. Desde la perspectiva de Cristo, la muerte no es definitiva: La niña no está muerta; está dormida (Mc 5, 30). Es una muerte transitoria. En el plan de Dios la muerte no es la última palabra, sino el paso a la existencia definitiva. Él mismo, Jesús, resucitará del sepulcro a una nueva vida. El Cristo que curó a la mujer y que devolvió la vida a la niña es el mismo que triunfó de la muerte, experimentándola en su misma carne. Es el mismo que ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que, tanto en los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte, sepamos dar a ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a Él en su dolor y en su destino de victoria y de vida. Otro momento bien diferente será el que pueda vivir quien ha renunciado a esta esperanza.

También la Iglesia debe ser “dadora de vida” y transmisora de esperanza, cuidando a los enfermos como ha hecho a lo largo de dos mil años, poniendo remedio a la incultura y defendiendo la vida contra todos los ataques del hambre, de las guerras, de las escandalosas injusticias de este mundo, del terrorismo, así como de todo atentado contra la vida en sus comienzos (aborto) o en sus finales con la eutanasia. El hombre que no es ni siquiera dueño de su propia vida mucho menos lo será de las vidas de los demás y esto no porque lo diga la Iglesia sino porque así lo dicta la propia ley natural.

Por otra parte, también en este domingo estamos asistiendo a dos milagros realizados por Jesús con los que revela progresivamente su condición divina. Si antes era la tempestad del lago la que calmaba, hoy aparece como señor de la enfermedad y de la muerte. ¿Qué más se puede pedir, cuando los testigos de los milagros reconocen admirados que Dios está presente en las actuaciones de Jesús?

Efectivamente, el reino de Dios está presente y va actuando en nuestro mundo. El proyecto de Dios es proyecto de vida, no de enfermedad ni de muerte. Eso se ve en el poder liberador que muestra Jesús, su Hijo predilecto. Si en los domingos anteriores aparecía como “el más fuerte”(Mc 3, 27) que lucha contra las fuerzas del mal y como dominador de las fuerzas de la naturaleza, hoy quiere comunicarnos, también a los cristianos del siglo XXI, su poder liberador sobre la enfermedad y la muerte. Por todo ello queremos decirle: Dios amigo de la vida, te bendecimos porque vemos a Cristo resucitando a aquella niña y devolviendo la salud a aquella mujer enferma. Con ello anunciaba la presencia del reino de Dios entre los hombres y anticipaba el triunfo definitivo de su propia resurrección.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango

Hacia el 1º de julio. La participación en la vida social (3)

N.1897: “Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legitima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al bien común del país”. Se llama “autoridad” la cualidad en virtud de la cual, personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia.

N.1898: Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija. Esto tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad.

N. 1899: La autoridad exigida por el orden moral emana de Dios: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán por sí mismos la condenación” (Rom 13, 1-2).

N. 1900: El deber de obediencia impone a todos el deber de dar a la autoridad los honores que le son debidos, y de rodear de respeto y, según su mérito, de gratitud y benevolencia a las personas que la ejercen.   La más antigua oración de la Iglesia por la autoridad pública tiene como autor a S. Clemente Romano: “Concédeles Señor, la salud, la paz, la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que Tú les has entregado. Eres Tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de los hombres, gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor su consejo, según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que, ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te encuentren propicio”.

N. 1901: Si la autoridad responde a un orden fijado por Dios, la determinación del régimen y la determinación de los gobernantes debe dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos. (GS 54,3). La diversidad de los regímenes políticos debe dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos. (GS 74). La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible, con tal de que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han impuesto.

N. 1902: La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe manifestarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una “fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y de las obligaciones que ha recibido” (GS 74,2). La legislación humana solo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se aparte de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia.

N. 1903: La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclaman leyes injustas o toman medidas contrarias al orden moral, estas obligaciones no pueden obligar en conciencia. “En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa (PT 51).

N. 1904: “Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Este, es el principio del ‘Estado de derecho’ en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (CA 44).

Héctor González Martínez

Arz. Emérito de Durango

 

Hacia el 1º de julio (2)

Sigamos con las motivaciones del Catecismo de la Iglesia Católica, para el día de las elecciones generales en todo el territorio nacional.

  1. 1886: La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones “materiales e instintivas” del ser humano a las “interiores y espirituales”. La sociedad humana tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento social y, finalmente de cuantos elementos constituyen la experiencia externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo.
  2. 1887: La inversión de los medios y de los fines, que lleva a dar valor de fin ultimo a lo que solo es medio para alcanzarlo o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino.
  3. 1888: Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquellas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a el.
  4. 1889: Sin la ayuda de la gracia los hombres no sabrían acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo lo agrava. Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeto al otro y sus derechos. Exige la practica de la justicia y es la única que nos hace capaces de esta. Inspira una vida de entrega de si mismo: “Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservara” (Lc. 17, 33).
  5. 1891: Para desarrollase en conformidad con su naturaleza, la persona humana necesita la vida social. Ciertas sociedades como la familia y la ciudad corresponden mas inmediatamente a la naturaleza del hombre.
  6. 1892: “El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (GS. 25,1).
  7. 1893: Es preciso promover una amplia participación en asociaciones e instituciones de libre iniciativa.
  8. 1894: Según el principio de subsidiaridad, ni el Estado ni ninguna sociedad mas amplia deben suplantar la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las corporaciones intermedias.
  9. 1895: La sociedad debe favorecer el ejercicio de las virtudes, no ser obstáculo para ellas. Debe inspirarse en una justa jerarquía de valores.
  10. 1896: Donde el pecado pervierte el clima social es preciso apelar a la conversión del corazón y a la gracia de Dios. La caridad empuja a reformas justas. No hay solución a la cuestión social fuera del Evangelio.

Héctor González Martínez

Arz. Emérito de Durango

El que cumple la voluntad de Dios éste es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mc 3,35)

Junto al ideal de la creación aparece, pues, el drama humano, la tragedia de una ruptura. Esta tragedia marcará toda la vida del hombre, si bien no será éste su horizonte definitivo. El punto final de la historia no es el pecado, el dolor y la muerte, sino que es la salvación y la vida. Y, por eso, en aquel mismo momento apareció la promesa y la esperanza. Éstas darán origen a una apasionante aventura, en la que Cristo ocupará el lugar central, y en la que el hombre deberá empeñarse con todas sus fuerzas para romper el poder del mal y unirse a la victoria de Cristo.

En la segunda lectura hemos visto que continúa presente en gran medida la misma temática. La verdad es que la vida humana está tejida de males y fracasos. Incluso quien cree en la esperanza no tiene por qué ser el más afortunado, ni está inmune ante las tragedias humanas, ni tampoco está dispensado de luchar. Ésta es, en efecto, la profunda convicción de San Pablo en el pasaje de su Segunda Carta a los corintios. El apóstol no se defiende ante los que le acusan de ser un “débil” o un “fracasado” en su ministerio. Reconoce simplemente que la debilidad, el sufrimiento, incluso el fracaso humano, son una condición inevitable de la fragilidad de la naturaleza, de nuestra condición física, de nuestro ser carnal y corruptible.

Sin embargo, esto no es todo, ni es lo definitivo; y es que El hombre no está llamado a la muerte, sino a la vida, a la resurrección, como Cristo. A las tribulaciones y dificultades que nos salen al paso podrá seguir con la ayuda de Dios una fecunda cosecha. Bien claramente nos lo acaba de decir san Pablo: Una leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria (2 Cor 4, 17). También él vivía la fragilidad humana y la amenaza continuada de la muerte, pero éstas eran sus certezas: Sabemos que si se destruye esta nuestra morada terrena, tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos (2 Cor 5, 1).

San Marcos, a su vez, en el pasaje evangélico de hoy nos ha presentado a los familiares de Jesús que se muestran preocupados pensando que él se está excediendo en su entrega a la misión hasta el punto de que no tiene tiempo para comer y querrían llevárselo; son testigos, además de la furiosa oposición de los fariseos que llegan a acusarlo de estar endemoniado y de que actúa en virtud de un pacto con el jefe de los demonios. Jesús, que no solía entrar en discusión con sus enemigos, esta vez lo hace, y le cuesta bien poco dejar en evidencia la falta de lógica en sus acusaciones; Satanás no puede estar en lucha contra Satanás (cf. Mc 3, 22).

Por otra parte, la presencia de los familiares de Jesús y, con ellos, su madre María le va a ofrecer oportunidad para afirmar quiénes son los que, de allí en adelante, van a formar su verdadera familia: los que cumplen la voluntad de Dios (cf. Mc 3, 35). Jesús quiere dejar claro que no es la cercanía de la sangre la que decide el auténtico parentesco con Él. Como tampoco es lo principal ser descendientes de Abraham según la carne, sino los imitadores de su fe, para pertenecer en verdad al pueblo elegido de Dios.

Por tanto, la nueva comunidad que se está formando en torno a Él no va a tener como valores determinantes ni los lazos de la sangre ni los de la raza, sino los que vienen expresados en estas palabras: El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mc 3, 35). Era ésta la mejor alabanza tributada por Jesús a su madre, allí presente; ella en la anunciación había dicho al mensajero enviado por Dios: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). María, en efecto, es la mujer creyente, la totalmente abierta a la voluntad de Dios. Incluso antes que su maternidad física, tuvo ella ese otro parentesco que aquí anuncia Jesús: el parentesco de la fe.

Los que seguimos a Jesús y somos sus discípulos, pertenecemos a su familia y hemos entrado en la comunidad nueva del Reino. Esto nos hace decir con confianza la oración que Él nos enseñó: “Padre nuestro”. María es para nosotros la mejor maestra, porque fue la mejor discípula en la escucha de Jesús y nos señala el camino de la vida cristiana: escuchar la Palabra, meditarla en el corazón y llevarla a la práctica en la vida.

La celebración de la Eucaristía la empezamos siempre con un “acto penitencial”, acto de humildad en el que reconocemos nuestra debilidad y pedimos la clemencia de Dios. En las lecturas, especialmente en las de hoy, la Palabra de Dios nos ayuda a discernir dónde está el camino del bien y dónde el del mal. En el Padrenuestro le pedimos que nos “libre del mal” y cuando se nos invita a comulgar se nos dice que vamos a recibir “al que quita el pecado del mundo”. Vamos por buen camino para ser dignos miembros de la familia de Jesús.

Héctor González Martínez

Arzobispo Emérito de Durango