El Papa Juan pablo II se dirigió a los Obispos de América Latina de esta manera: “La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso vuestro como obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de re-evangelización, pero si de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”. No se trata de hacer nuevamente una cosa que ha sido mal hecha o que no ha funcionado, de modo que la nueva acción se convierta en un juicio implícito sobre el desacierto de la primera. La nueva evangelización no es una reduplicación de la primera, no es una simple repetición, sino que consiste en el coraje de atreverse a transitar por nuevos senderos, frente a las nuevas condiciones en las cuales la Iglesia está llamada a vivir hoy el anuncio del Evangelio.
El término “nueva evangelización” indica la exigencia de encontrar nuevas expresiones para ser Iglesia dentro de los contextos sociales y culturales actuales. Es necesario que la práctica cristiana oriente la reflexión hacia un lento trabajo de construcción de un nuevo modelo de ser Iglesia, que evite las asperezas del sectarismo y mantenga la forma de una Iglesia misionera. En otras palabras, la Iglesia tiene necesidad, dentro de la variedad de sus figuras, de no perder el rostro de Iglesia “domestica, popular”. La Iglesia no puede perder su capacidad de permanecer junto a la persona en su vida cotidiana, para anunciar desde esa realidad el mensaje vivificante del Evangelio. Como afirmaba el Papa Juan Pablo II, “nueva evangelización” significa hacer de nuevo el tejido cristiano de la sociedad humana, haciendo nuevamente el tejido de las mismas comunidades cristianas; quiere decir ayudar a la Iglesia a mantener su presencia “entre las casas de sus hijos y de sus hijas”, para animar la vida y orientarla hacia el Reino que viene.
De aquí se deriva el método justo, dice el Papa Benedicto XVI. Es cierto que debemos utilizar razonablemente los métodos modernos para hacer escuchar, y hacer accesible y comprensible la voz del Señor. No es que busquemos ser escuchados nosotros, no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino queremos servir al bien de las personas y de la humanidad dando espacio a Aquél que es la Vida. Esta “expropiación del propio yo” que se ofrece a Cristo para la salvación de los hombres, es la condición fundamental para un verdadero empeño por el Evangelio. «Porque he venido en nombre de mi Padre, y vosotros no me recibís. Si algún otro viniera en su propio nombre, a éste si lo acogeríais, dice el Señor” (Jn, 5, 43). El distintivo del Anticristo es su hablar en nombre propio. El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el círculo del eterno amor. El diseño trinitario (visible en el Hijo, que no habla a nombre suyo) muestra la forma de vida del verdadero evangelizador, aún más, evangelización no es simplemente una forma de hablar sino una forma de vivir: vivir en la escucha y hacerse voz del Padre. «Él no viene con un mensaje propio, sino que les dirá lo que escuchó» dice el Señor sobre el Espíritu Santo (Jn, 16, 13). El Señor y el Espíritu Santo construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del Reino de Dios, supone escuchar su voz en la voz de la Iglesia. «No hablar en el propio nombre» quiere decir, hablar en la misión de la Iglesia.
De esto se siguen consecuencias prácticas. Todos los métodos razonables y moralmente aceptables deben ser estudiados, es un deber utilizar estas posibilidades de la comunicación. Pero las palabras y todo el arte de la comunicación no pueden ganar a la persona humana en esa profundidad, a la que debe llegar el Evangelio. No podemos ganar nosotros los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos están vacíos si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio siempre debe recubrir una vida de oración.
Pero hay algo mas, Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba. Su vida entera fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo con bellas palabras, sino con su sufrimiento y con su muerte. Es su pasión, la fuente inagotable de vida por el mundo; la pasión da fuerza a su palabra. El Señor mismo lo ha enseñado en el pasaje de la semilla del grano que muere, caído en la tierra (Jn 12, 24). También esto es válido hasta el final del mundo y es, junto con el misterio del grano de mostaza, fundamental para la nueva evangelización. Esto se puede comprobar a través de la historia de la humanidad. Sería fácil demostrarlo en la historia del cristianismo. Por ejemplo, al comienzo de la evangelización en la vida de San Pablo, el éxito de su misión no fue el fruto de una gran arte retórica o de prudencia pastoral; la fecundidad de su apostolado fue vinculada al sufrimiento, a la comunión en la pasión con Cristo.
Una madre no puede dar vida a un niño sin sufrimiento. Todo parto exige sufrimiento, es sufrimiento, y el devenir cristiano es un parto. De otra manera, con las mismas palabras del Señor: El Reino de Dios exige violencia (Mt 11, 12), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar vida a otros, sin dar nuestras vidas. El “expropiarnos”, es la forma concreta de dar la propia vida. Escuchemos las palabras del Salvador: «… el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).
Durango, Dgo., 13 de Noviembre del 2011.
+ Mons. Enrique Sánchez Martínez
Obispo Auxiliar de Durango
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