Homilía Domingo 7 de abril del 2013
Octava de Pascua
La tarde del mismo día de la Resurrección, estando cerradas las puertas donde se encontraban los discípulos, por miedo a los judíos, vino Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: “la paz esté con ustedes” y es de vastísimo respiro: el poder que el Resucitado ha obtenido con la resurrección es transmitido a los discípulos; la fe es un riesgo: no se trata de ver y tocar, sino de acoger un anuncio que nos es dado de lo alto; el evangelista indica con claridad el fin que se ha propuesto: obtener la fe en Jesús reconociéndolo como Cristo e Hijo de Dios y lograr que por la fe alcancemos la vida eterna.
Desde hoy, durante los cincuenta días del tiempo pascual, las lecturas de la Palabra en la Eucaristía, hacia la gran realidad: la Iglesia, Comunidad de los creyentes, nacida de la Pascua de Cristo. Más concretamente, cada domingo, pondrá de relieve aspectos diversos de la vida de los cristianos, como testimonio del Señor resucitado. La primitiva comunidad apostólica de Jerusalén sigue existiendo y se refleja en nuestras asambleas dominicales. Cada Comunidad de ellas, es continuamente recreada y se construye, gracias a las presencia del Resucitado y por fuerza de sus dones pascuales como el Espíritu, los Sacramentos, la paz, el gozo; cada Comunidad es llamada a ser en el mundo signo y anuncio permanente de la Pascua del Señor, de su envío a la paz y a la reconciliación.
Ampliemos lo referente a la Asamblea dominical. Los judíos siguen guardando el descanso sabático. Para nosotros los cristianos, S. Juan en su Evangelio narra dos apariciones del Señor resucitado: una, el mismo domingo de Pascua “el primer día de la semana”; la otra, ocho días después. El ritmo semanal de las apariciones de Jesús, presentándose en medio de sus discípulos, con los signos gloriosos de su Pasión, crean un contexto fuertemente litúrgico. El día de las apariciones del Señor, pronto los cristianos lo marcaron con un nombre nuevo, como “el día del Señor”, que, desde el comienzo de la Iglesia es considerado como el “signo semanal de la Pascua que celebraban los fieles reunidos en asamblea. Enseña el Concilio Vaticano II: “Según la tradición apostólica…, en este día los fieles deben reunirse en asamblea para escuchar la Palabra de Dios y participar en la Eucaristía, y así, hacer memoria de la Pasión, de la Resurrección y de la gloria del Señor Jesús dando gracias a Dios que los ha regenerado en la esperanza viva por medio de la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1Pe 1,3). Por ello, el domingo es la fiesta primordial que debe ser propuesta e inculcada a la piedad de los fieles” (SC 106).
La Palabra que resuena hoy en la Asamblea, es pues, un reclamo a vivir aquella fe pascual sobre la cual se funda la Comunidad cristiana. El episodio de Tomás y la bienaventuranza para aquellos que creerán sin haber visto, enseñan que ha llegado el momento de instaurar una nueva economía de fe; la presencia de Cristo en medio a los suyos será reconocida sólo experimentando los signos sacramentales: la Palabra y la enseñanza de los Apóstoles escuchada con fidelidad; la comunión fraterna vivida en modo concreto y realista; el gesto de partir el pan en la Eucaristía; la participación en la plegaria común.
La experiencia de la primera Comunidad apostólica, se renueva hoy y aquí por medio de nuestra Asamblea dominical: la fe reconoce la presencia del Señor resucitado, en el mismo signo de la Asamblea; en el signo de la Palabra proclamada y escuchada, en el compartir el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Siendo también hoy fiesta de la Divina Misericordia, elevemos nuestros corazones hacia lo alto y presentemos nuestra ferviente plegaria a Dios bueno que se complace en la mediación del Resucitado y roguémosle que por los méritos de su Hijo, nos mire misericordiosamente y nos alcance las muchas gracias que necesitamos: que por la sangre preciosa del Cordero Pascual nos purifique y nos haga agradables ante Ti; que nos alcance que estando a la mitad del Año de la Fe, este Año, sea para nosotros tiempo oportuno y decisivo para bregar con decisión por la Nueva Evangelización y por el Proceso de la Iniciación Cristiana: Recordemos las promesas del Señor a Sta. Faustina Kowalska: “al alma que venere la Imagen de la Misericordia, yo le prometo que no perecerá; le prometo ya aquí en la tierra la victoria sobre sus, especialmente a la hora de la muerte. Yo, el Señor lo protegeré con mi propia Gloria. Oremos pues: “Señor, creo en Ti, pero aumenta mi fe”; “Jesús, yo confío en Ti”.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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