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Domingo II ordinario; 19-I-2014 Jesús borra los pecados del mundo

Domingo II ordinario; 19-I-2014

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           Jesús borra los pecados del mundo

            El hombre moderno parece convencido de ser el dueño de su destino. Hoy, hay un nuevo modo de poner y de vivir el problema de la salvación. Al hombre de hoy le apura una nueva esperanza terrena: la visión del hombre, de teocéntrica cambia a geocéntrica y antropocéntrica.   Se ha obrado un traslado o traspaso radical de intereses: una auténtica revolución en el universo espiritual del hombre. El hombre ya no aparece más a sus propios ojos como peregrino que recorre apresuradamente el valle de lágrimas de este mundo, todo tenso hacia la tierra prometida en el más allá.

            El hombre se vuelve cada vez más sedentario; ha sustituido la tienda móvil por una sólida casa de piedra. Las únicas fronteras que conoce son las terrestres y temporales: ha sustituido la esperanza teologal por una esperanza terrenal y humana. Una nueva misión y una nueva acción dan sentido nuevo a su vida: la conquista gradual e incontenible del mundo. La confianza del hombre está puesta en esta lucha gigantesca. La preocupación  por construir la ciudad terrena supera la esperanza y la preocupación por el más allá. El hombre ya no espera la salvación desde fuera, quiere construirla con sus propias manos.

            Al contrario, leemos hoy del cuarto Evangelio: “Juan Bautista, viendo que Jesús venía hacia Él, dijo: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo… Vi descender del cielo sobre Él como una paloma, al Espíritu Santo. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: el hombre sobre el que veas descender y permanecer el Espíritu, es el que bautiza en el Espíritu Santo”.

            El idioma arameo usa la palabra “talya” para nombrar siervo y para nombrar cordero; “he aquí el cordero” está pues relacionado con el siervo expiatorio y con el cordero pascual, símbolo de la redención de Israel. Así pues, la expresión “Cordero de Dios”, evoca en los oyentes hebreos dos imágenes distintas y convergentes: la imagen del Siervo de Yahvé que en Isaías aparece “como cordero conducido al matadero como oveja muda ante sus esquiladores” (Is. 53,7); y la imagen del cordero del sacrificio pascual.

Jesús, como redentor debe pasar por la pasión; así, podrá bautizar en el Espíritu. Pues, sólo después de haber sido elevado tiene el poder de santificar por medio del Espíritu. En este trozo, la actitud de Juan bautista, es la de quien por etapas progresa en la fe y en el conocimiento de Cristo: inicia por no conocerlo, luego ve en Él al Mesías-sufriente, al santificador y por fin al Hijo de Dios.

            Jesús, Cordero liberador, fue sometido a la muerte en la vigilia de la Pascua, por la tarde, en la hora misma en que según las prescripciones de la ley se inmolaban en el templo los corderos. Ya muerto, no le fueron rotos los huesos como a los demás condenados; en lo que el evangelista ve la realización de un anunció del salmo 34, 21 “no le quebrarán ni un hueso”: Jesús, el Cristo, es el Cordero de la nueva Pascua, que con su muerte inaugura y sella la liberación del pueblo de Dios. Muy pronto, la Iglesia primitiva descubrió en Cristo los lineamientos del “Siervo de Yahvé” descritos por el profeta Isaías.

            El Siervo es una figura simbólica que recoge en sí todo el destino de un pueblo, y que mediante el cumplimiento histórico revela a Dios como salvador y como liberador. La misión del Siervo de Yahvé, no se refiere solo al regreso y a la liberación de los prófugos hebreos de Babilonia, sino que adquiere una dimensión ecuménica y universal. La misma liberación histórica de Israel, llega a ser anticipación y prenda de una salvación y de una liberación definitiva de las dimensiones cósmicas hasta los confines de la tierra. Reconociendo al Siervo de Yahvé en Jesús “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”, la primitiva Comunidad cristiana, expresa su fe en Cristo liberador y salvador del mundo.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Te adorarán, Señor todos los pueblos de la tierra

arzo-01Epifanía; 5-I-2014

Te adorarán, Señor todos los pueblos de la tierra  

            S. Pablo en su Carta a los Efesios, dice: “por revelación se me dio a conocer… el misterio revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que por el Evangelio, también los paganos son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo”. Jesucristo es presentado como el revelador del Padre, más aún como la palabra definitiva de Dios a los hombres. El plan salvífico de Dios, realizado por Cristo en su vida, dado a conocer por el Espíritu a los Apóstoles, Pablo lo describe brevemente a los efesios y aquí lo resumimos en pocas palabras: a la heredad de Cristo son llamados los Hebreos, y también los paganos, que anulada toda barrera, forman con los judíos un solo cuerpo, un solo pueblo, y participan de las promesas hechas a los antiguos padres.

            En el Evangelio de hoy, S. Mateo narra la llegada de Astrólogos orientales a Jerusalén, preguntando: “¿dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Consultados los sumos sacerdotes y los escribas del pueblo, Herodes encaminó a los Sabios orientales hacia Belén, con la consigna de regresar a informarle, para ir también a adorarlo. Al partir los Sabios hacia Belén, les precedía la estrella que habían visto en Oriente, hasta detenerse en el lugar donde estaba el recién nacido; entrando en el establo, vieron al Niño con María su madre: se postraron, lo adoraron y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra. Advertidos en sueños de no regresar a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

            S. Mateo describe los acontecimientos de la infancia de Jesús, a la luz de las profecías; pero, a diferencia del capítulo primero, centrado en el marco del pueblo judío, en el capítulo segundo, el horizonte se amplía: también los paganos son atraídos a la luz de Jesús-rey y peregrinan hasta Él; pero la nueva Sión no es Jerusalén sino Belén, en cumplimiento del profeta Miqueas: “en cuanto a ti, Belén-Efrata, que no destacas entre los clanes de Judá, sacaré de ti al que ha de ser soberano de Israel” (5,1-14). Tal regreso a los orígenes, indica que el nuevo pueblo sí es continuación del antiguo, pero al mismo tiempo ruptura con él, en base a la fe. De hecho, el texto es un ejemplo de vocación a la fe: los magos-astrólogos, son llamados por medio de una estrella, único medio a su disposición; Herodes y los sacerdotes, por el testimonio de los magos y de la Escritura; pero se notan reacciones muy diferentes.

            Ahora, la presente generación ha visto  derrumbarse los obstáculos y las distancias que separan a hombres y naciones, gracias a un creciente sentido universalista, a una más clara conciencia de la unidad del género humano  y a la aceptación de una dependencia reciproca con miras a una auténtica solidaridad; y gracias al deseo de entrar en contacto con los hermanos y hermanas, más allá de las divisiones creadas por la geografía o las fronteras nacionales o raciales.   Uno de los elementos más significativos del Concilio Vaticano II, es sin duda, el llamado a la unidad fundamental de la familia humana.

            Avanzando en este III milenio, la humanidad se orienta hacia un universalismo cultural, ideológico y tecnológico jamás antes visto. Pero, ¿de qué medios disponemos para alcanzar este sueño?: se experimentan muchos métodos con más o menos credibilidad y posibilidades, pero, no pocas dificultades. ¿Se debe recurrir a la fuerza?: la experiencia de grandes imperios, basados en la violencia, nos pone en guardia. ¿Podemos fiarnos de la conciencia universal del trabajo y de la técnica?: los principios de derecho y de cultura, para fundamentar la unificación son verdaderamente profundos? Y, la persona?

            Y los cristianos, ¿qué decimos y qué aportamos?: el primer hombre que creyó en el universalismo, según las Escrituras, fue Abraham, el padre de las naciones: Dios le prometió que un día, su descendencia reuniría a las naciones: y el patriarca creyó; fue el primer acto de fe hecho por un hombre. Pero,  actualmente, nuestra fe ¿a dónde nos lleva; a qué nos empuja?

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo de la Sgda. Familia: 29-XII-2013 Dichoso el que teme al Señor

arzo-01Domingo de la Sgda. Familia: 29-XII-2013

Dichoso el que teme al Señor

            Meditaremos en la primera lectura tomada del libro del Eclesiástico, libro compuesto por Jesús Ben Sirá, sabio profesor de Jerusalén, que desde joven se aplicó al estudio de la sabiduría, al principio del S. II a.C.; libro compuesto para enseñar, cómo conducirse en la vida y al mismo tiempo en los preceptos de la Ley judía; el libro fue llamado Eclesiástico, por el frecuente uso que de él se hizo en las reuniones litúrgicas durante los primeros siglos de la Iglesia.

Escuchemos a Ben Sirá dirigirse a sus alumnos: “el Señor da más honor al padre que a los hijos y confirma el derecho de la madre sobre ellos. El que honra a su padre alcanza el perdón de sus pecados, el que respeta a su madre amontona tesoros. El que honra a su padre recibirá alegría en sus hijos, y cuando ore será escuchado. El que respeta a su padre tendrá una larga vida, quien obedece al Señor complace a su madre, y sirve al Señor sirviendo a sus padres como amos” (3, 1-7). Todo este libro que nosotros llamamos Eclesiástico, contiene profunda sabiduría que nos puede servir para renovar las familias y nuestra entera vida cristiana. Escuchen unos botones más de muestra: “no pongas la confianza en tus riquezas, ni digas con esto me basta; no dejes que tus instintos y tu fuerza se vayan detrás de las pasiones de tu corazón; no digas: pequé y ¿qué me ha sucedido? Porque el Señor sabe esperar” (5, 1-4).

            Actualmente se comenta mucho sobre el diseño de Dios para la familia. Por una parte resaltamos algunos grandes valores que manifiestan la presencia de Dios, como: el avance de la libertad y de la responsabilidad sobre la paternidad y la educación, la legitima aspiración de la mujer a la igualdad de derechos y deberes con el varón, la apertura al diálogo hacia toda la gran familia humana, la estima de las relaciones auténticamente personales. Por otra parte, se constatan crecientes dificultades, como la degradación de la sexualidad, la visión materialista y hedonista de la vida, la actitud permisiva de los padres, el debilitamiento de los vínculos familiares y de la comunicación entre generaciones.

            El Antiguo Testamento describe la familia como paz, abundancia de bienes materiales, concordia y descendencia numerosa, como signos de la bendición del Señor; la ley fundamental era la obediencia moderada por el amor; esta obediencia no sólo era signo y garantía de bendición y prosperidad para los hijos, sino también un modo para honrar a Dios en los padres. El Cristianismo ha llevado a una superación constante de este tipo de familia con miras al Reino: S. Pablo pide a los esposos y a los hijos cristianos vivir su vida familiar bajo el espejo de la familia trinitaria, en la obediencia de fe como Abraham; S. Juan nos recuerda la filiación divina que el Padre nos ha dado.

            El Evangelio de hoy nos presenta la experiencia de Cristo que entra en el tejido de una familia humana concreta, traza un cuadro realístico de las variadas circunstancias a las que es sujeta la vida de toda familia. En cualquier familia, no todo es miel sobre hojuelas, toda familia pasa por los sufrimientos y las dificultades del exilio, y de la persecución; por las crisis de trabajo, la separación, la emigración, la lejanía  En la Sagrada Familia, como en toda familia, hay gozos y esperanzas, del nacimiento a la infancia, hasta la edad adulta; en ella maduran acontecimientos alegres y tristes para cada uno de sus miembros; después del encuentro de Jesús en el templo de Jerusalén, María y José guardan silencio, no objetan la opción de Jesús, pues intuyen que es una opción que los excluye de la vida del hijo único, una opción regada con lágrimas, pero la aceptan, porque así es la voluntad de Dios. Esto me lleva a terminar reflexionando en las muchas circunstancias que se presentan a los papás, cuando los hijos quieren elegir una profesión que no agrada a los papás, o formar su propio hogar o seguir una vocación sacerdotal o religiosa y los padres se resisten, cuando su papel es  apoyar. El día 1º de este mes cumplí 50 años de sacerdote y mucho recordé que cuando el Sr. Arz. D. José Ma. González y Valencia me dijo “vete al Seminario”, no pedí permiso a mis papás; solo les dije: “me voy al Seminario” y ellos, aun siendo pobres, siempre me apoyaron.

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Arz. de Durango

Domingo XXXIII; 17-XI-2013 El Reino de Dios, aunque incompleto, está entre nosotros

Domingo XXXIII; 17-XI-2013

fotos_paisajesEl Reino de Dios, aunque incompleto, está entre nosotros

El próximo domingo será domingo de Cristo Rey. Por ello, ya desde ahora la liturgia dominical nos viene adelantando el tema del Reinado de Cristo Rey. El profeta Malaquías nos anuncia: “ya viene el día del Señor, ardiente como un horno; los soberbios y los injustos serán como paja, hasta no dejar raíz ni rama; para ustedes, los que temen al Señor, brillará el sol de justicia, que les traerá la salvación en sus rayos”. La prosperidad de los impíos, siempre ha sido motivo de escándalo, y una tentación para los justos; no conviene ser como ellos. Pero el Señor hace entender que los nombres de los justos están escritos en un libro misterioso, es decir bajo la protección de Dios; y en el día del juicio, los impíos se condenarán, pero para los justos surgirá el sol de justicia, ellos serán los verdaderos vencedores.

El salmo responsorial, después de la primera lectura, dice: “El Señor es rey sobre toda la tierra. Ven Señor a juzgar al mundo”. Este salmo es un himno a Dios como Rey, pues Dios es Rey sobre toda la tierra.

El reinado de Dios no se funda en el ejercicio de la justicia y del derecho; es descrito con elementos propios de las apariciones divinas: tormenta, nubes, relámpagos, fuego, terremoto, que simbolizan su manifestación gloriosa, su majestad y su trascendencia.

Ante la llegada de salvación, se produce la reacción se produce la reacción de los distintos protagonistas: cielos y pueblos, idólatras y sus dioses, Sión y las ciudades de Judá. Finalmente, los fieles y los justos, destinatarios y beneficiarios del amor, la justicia y la salvación de Dios, celebran su alegría por el establecimiento de la realeza de Dios. Por eso, en el verso responsorial antes del Evangelio dice Jesús: “estén atentos y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación”.

Bajo la acción de los profetas, nace la esperanza y la acción del Mesías, que finalmente sabrá dar a Dios una fidelidad absoluta e incondicionada; cuando eso suceda, Dios acercará a su pueblo la plenitud prometida. Una promesa de vida tal que no tendrá nada en común con el mundo presente y con el nuevo paraíso. Será una nueva tierra, nuevos cielos, un corazón nuevo que hará al hombre sensible a la acción del Espíritu Santo.

Ciertamente, la plenitud de la vida has sido prometida. La intervención histórica del Mesías, inaugura los últimos tiempos; su obra está situada bajo el signo del universalismo. Él, debe reunir a los hombres de los cuatro puntos cardinales, porque todos están llamados a ser hijos del Padre. Jerusalén fue castigada, porque traicionó la misión que se le confió, no renunciando a su particularismo y transformando en privilegio exclusivo para sí, el servicio que se le había confiado en favor de todos los pueblos.

El Reino del Mesías no es el triunfo sobre los enemigos del pueblo, sino su camino de obediencia hasta la muerte en cruz. El camino para alcanzar la plenitud esperada es distinto del esperado: es necesario pasar por la muerte, para entrar en la vida eterna; porque la muerte, aceptada en obediencia, puede ser la realidad donde se realiza el amor más grande por Dios y por los hombres.

Interviniendo en la historia de modo distinto a las expectativas del pueblo, Jesús de Nazaret, no aporta una plenitud completamente terminada; no es una intervención mágica que desresponsabiliza al hombre; es verdadera la plenitud prometida llegada a nosotros, pero espera a ser completada: es un don, y al mismo tiempo, un compromiso empeñativo para toda persona humana. A veces se quisiera, que los resultados vinieran milagrosamente del exterior, sin mover un dedo. La acción de Dios por el Reino, no se manifiesta como un poder exterior: es, a través de signos históricos, oscuros, ambiguos y fragmentarios: Dios quiere implicar y comprometer al hombre en la venida del Reino.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XXXII ordinario; 10-XI-2013 Al morir nos encontramos con el Dios de los vivientes

Domingo XXXII ordinario; 10-XI-2013

Al morir nos encontramos con el Dios de los vivientes

Estando en el mes de los difuntos, hoy la Palabra de Dios nos ofrece una hermosa lección para la fe de pastores y fieles: al morir nos encontramos con el Dios de los vivientes.

Iniciemos con el Evangelio de S. Lucas: algunos saduceos que negaban la resurrección de los muertos preguntaron a Jesús: “Maestro: Moisés ordenó que si alguien tiene un hermano casado, que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia al hermano”. Esta norma tenía objetivos precisos, como no permitir que los bienes del difunto cayeran en manos de los especuladores, ya que la viuda difícilmente podría conservar para sí lo que perteneció a su esposo, dada la situación social de entonces, y la avaricia de los que se abalanzaban sobre la herencia del difunto. En el c. 20 47, del mismo Evangelio, Jesús acusa a los doctores de la Ley de “devorar los bienes de las viudas”.

En el mismo Evangelio de hoy, los saduceos presentan el caso jocoso de una mujer que se casó hasta con siete hermanos que fueron muriendo uno tras otro, hasta que murió la mujer; luego preguntan: “cuando llegue la Resurrección de los muertos, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer?” La respuesta de Jesús está fundada en la fe: “Dios no es Dios de muertos sino de vivos, porque todos viven por Él”. Se trata de una resurrección, que no es la simple vivificación de un cadáver; ser resucitado significa no morir más; esto es, vida indefectible, que germinalmente ya es poseída por el cristiano, que es por tanto hijo de la resurrección. Nuestro Dios es un Dios vivo para hombres vivos.

El hombre es una realidad histórica; vive en el hoy del tiempo; en continuidad con el tiempo pasado, de donde toma la posibilidad de comprender todo lo que para él es riqueza y valor perennes; vive el presente como momento real de su conciencia, de su libertad y de su espiritualidad; pero se orienta hacia el futuro para recuperar el significado del pasado y del presente, vive aspirando

El futuro, lo que todavía no es, es para el hombre la dimensión más radical porque condiciona sus elecciones humanas y determina sus realizaciones. La muerte será el naufragio de la vida? O qué será el hombre después de la muerte? Este es el problema fundamental de la existencia: el futuro confirmará su inconsistencia y vanidad? o recuperará el transitorio naufragio de la vida?

Comentemos algo, para los deterministas que los hay en todas partes y aún en nuestra cristiandad durangueña. Si la vida presente lo es todo, si no hay algo más allá después de la muerte, es claro que materia y espíritu se perderán definitivamente. Si todo termina con la muerte, si todo tiene un fin que lo nivela o lo iguala, no hay proyecto que pueda trascender; el progreso humano en todo orden, personal y comunitario, material y espiritual, cultural o técnico parecería tener un soplo fatal y definitivo

Los cristianos somos los testigos de la resurrección. Hoy muchos se fatigan para creer en el más allá. Esto, por una parte es debido a la crítica marxista que juzga la vida eterna como una evasión de la responsabilidad de transformar este mundo, y por otra, a la civilización del bienestar empeñada a proponer una felicidad hedonista en este mundo. Nosotros los cristianos, diciendo que nuestro Dios es Dios de vivos y no de muertos, hacemos una afirmación que se refiera al más allá, pero también al presente.

Dios de vivos, ya hoy verdaderamente vivientes, empeñados a fondo en la vida para mejorar la situación de la humanidad. Vida, que no puede terminar, porque es la misma vida de Dios, vida que por tanto continúa más allá de la vida física.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XXX, Ordinario; 27-X- 2013 Dios justifica al que lo busca con fe

Dos siglos antes de Cristo, Jesús hijo de Sirá, escribió el libro de Sirácides o Eclesiástico, que es una síntesis de las tradiciones y enseñanzas de los sabios. Jesús hijo de Sirá, era un hombre acomodado y de buena educación; se dedicó a trabajos y negocios que le redituaron bien; al final confiesa que los libros sagrados son los que le enseñaron los secretos del éxito. En este libro quiso compartir lo que había leído y comprobado en su propia experiencia que nos comparte; por ejemplo: “Dios es juez que no hace preferencia de personas; no es parcial con nadie en contra del pobre; escucha la plegaria del oprimido; no descuida la súplica del oprimido, ni de la viuda cuando se desahoga en su lamento. Quien venera a Dios será escuchado con benevolencia; su oración subirá hasta las nubes”.

Interpreta la doctrina de la Ley, sobre las ofrendas que presentamos a Dios: esto es, ante todo, tengamos en cuenta el origen de lo que se ofrece a Dios, que no puede ser ni el salario del obrero, ni el fruto de una injusticia. En seguida, es necesario recordar, que el valor del don no depende la abundancia, sino de las disposiciones del corazón. La alabanza del pobre, que se presenta a Dios, privada de ofrenda material, puede penetrar las nubes y tener más valor que la del rico.

Hoy, en el Evangelio de S. Lucas, “Jesús dijo esta parábola, por algunos que presumían de ser justos y despreciaban a los demás: dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano: el fariseo, de pié, oraba entre sí: oh Dios, te agradezco, que no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como este publicano: ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de cuanto poseo. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no osaba ni levantar los ojos al cielo, se golpeaba el pecho diciendo: oh Dios, ten piedad de mí, pecador”. El publicano volvió a casa justificado, el fariseo no.

La parábola de hoy, nos enseña cómo hacer oración: hay hombres que tienen la seguridad de ser justos, de agradar a Dios, que tienen estima y confianza de sí mismos; conforme a la ley, el fariseo oraba de pie, hace oración de agradecimiento y de alabanza. El publicano es un hombre sin esperanza, aún entre la gente; al principio, su oración hace pensar en el salmo 50: espera que Dios acepte su corazón contrito; alcanza la salvación, porque cree que esa puede ser únicamente don de Dios; el fariseo no la obtiene porque piensa que la merece.

Todos los hombres son solidarios en la misma ruptura con Dios y participan de la misma impotencia: no pueden salvarse por sí mismos, no pueden entrar por sí solos en la amistad de Dios. El primer acto de verdad que el hombre debe cumplir es reconocerse pecador, incapaz para salvarse y abrirse a la acción de Dios.

El fariseo y el publicano son dos modos de dialogar con Dios; son dos modos de entender al hombre y su relación con Dios. La oración del fariseo es una aparente acción de gracias; en realidad es un pretexto para complacerse de sí por la falta de todo pecado y por el mérito de las buenas obras, en fuerza de las cuales se considera justificado y exige de Dios la recompensa. En cambio el publicano está en la verdad; es consciente de su culpa y de no tener méritos ante Dios; pide gracia; la suya es una verdadera oración.

Detrás de los dos personajes de la parábola se pueden detectar la oposición entre dos tipos de justicia: la justicia del hombre que piensa alcanzar la justificación por el cumplimiento de todos los preceptos de la ley; y aquella otra justificación que Dios concede al pecador que se reconoce tal y que se convierte. El cristiano es un hombre realmente justificado mediante la fe en Jesucristo, que es a un tiempo, don sustancial del Padre y el Verbo Encarnado, que constituye la única respuesta agradable al Padre. Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XXVII ordinario; 6-X-2013 La fuerza de quien tiene fe

Domingo XXVII ordinario; 6-X-2013

La fuerza de quien tiene fe

            Hoy leemos en la primera lectura, del profeta Habacuq. Entre los años, del 609-598 a.C. en tiempos del tirano Joaquim rey de Judea, Habacuq se lamenta con Dios por todas las injusticias que ve en el pueblo: “hasta cuando Señor, imploraré y no me escucharás; elevaré mi grito: violencia y no socorrerás? ¿Por qué me haces ver la iniquidad, y te quedas mirando la opresión?”. Dios le responde diciendo: “escribe bien la visión en la tabla: habla de un término, de un final, y no miente; vendrá y no tardará”; sucumbirá quien no tenga ánimo recto; pero el justo vivirá por la fe. En este contexto, Dios promete la salvación a los que crean firmemente, que Él salvará a Israel. Aquí la fe es confianza total en Dios, en oposición a los caldeos; y es una fe teológica en cuanto que apela a las promesas.

            En el Evangelio de S. Lucas, los apóstoles dijeron a Jesús: “aumenta nuestra fe”. El Señor respondió: “si tuvieran fe como un grano de mostaza, dirían a esta montaña: arráncate de ahí y arrójate al mar; la montaña les escucharía”. En el trozo evangélico, Jesús, provocado por la petición de los discípulos, ofrece una enseñanza sobre la fe. Los discípulos, que entendieron bien como el cristiano solo si tiene fe, pueda mantener distancia de las riquezas y estar decidido a todo por el Reino, se ha convencido que vale la pena dejar todo por seguir al Maestro. Jesús lo aprueba y con un argumento desde lo imposible como es decir a una montaña arráncate de ese lugar y arrójate al mar, declara que tal decisión sólo es fruto de la fe.

            La fe es una característica específica del Cristianismo. Nosotros, muy a la ligera, suponemos que religión y fe sean siempre la misma e idéntica cosa, lo cual es cierto sólo en parte. Por ejemplo, el Antiguo Testamento, globalmente se presentaba bajo el concepto de la Ley, que en virtud del acto de fe, adquiere mayor importancia. Para la religiosidad romana, no es decisivo que se emita un acto de fe en lo sobrenatural; esto puede faltar completamente, sin que por ello venga a menos la religión; siendo esta un sistema de ritos, basta una minuciosa observancia de las ceremonias.

            En cambio, la historia de la fe comienza con Abraham; cuya actitud ante Dios, es una actitud de fe, aunque no haya percibido completamente el objeto de la fe; tuvo todas las condiciones personales necesarias para la fe: respondió prontamente “sí” a la llamada de Dios, que trastornaba completamente sus planes, dispuesto a darle todo, incluyendo el hijo, abandonando todo cálculo humano; superó las aparentes contradicciones para someterse sólo a la palabra de Dios, y vio en ella la verdad que salva.            Los profetas, durante toda la historia del pueblo de Dios, fueron heraldos de la fe; superaron las seguridades y las alianzas humanas, adhiriéndose con confianza a la palabra dicha por Dios.

            Creer, es abandonarse a Dios. Lo vemos en la primera lectura: Dios parece ausente de la historia: el profeta, lo interroga, sobre la opresión y la injusticia que invaden las sociedades tanto en Israel como entre las naciones, en que los débiles son aplastados. Dios responde, que la fe es el único camino para comprender el misterio de la historia.

            Pero, la respuesta de Dios no es una consolación fácil: Él habla de una larga espera. Lo que cuenta es permanecer sólida y únicamente anclados en Dios. Creer en su amor, a pesar de toda apariencia contraria, porque su Palabra no nos puede engañar.

            La fe no consiste tanto en una adhesión intelectual a una serie de verdades abstractas; es la adhesión incondicionada a una persona, a Dios que nos propone su amor en Cristo muerto y resucitado. Por esto, la fe es obediencia a Dios, comunión con Él, victoria sobre la soledad. Es un don de Dios que espera nuestra libre respuesta, que busca convertirse en el alma de nuestra vida cotidiana y de la comunidad cristiana.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XXVI; ordinario. 29-IX-2013 La riqueza que aparta de los bienes del Reino

Domingo XXVI; ordinario. 29-IX-2013

La riqueza que aparta de los bienes del Reino

Continúa la lectura del profeta Amós: “Así dice el Señor omnipotente: ¡hay! de los despreocupados de Sión y de los que se consideran seguros sobre la montaña de Samaria. Ellos, sobre camas de marfil y recostados en sus divanes, se comen los corderos del rebaño y los becerros crecidos del establo… no se preocupan de la ruina de José. Por eso, irán al exilio a la cabeza de los deportados y cesará la orgía de los buenos tiempos” No hay insulto más grande a la indigencia de los pobres que el lujo desenfrenado y vergonzoso de los ricos; contra ellos habla Amós en nombre de Dios, amenazando el castigo. En el Evangelio de hoy, Jesús se coloca en la misma línea.

Jesús dijo a los fariseos: “había un hombre rico, que vestía de púrpura y telas finas, y a diario banqueteaba espléndidamente cada día. Un mendigo, llamado Lázaro, yacía a su puerta, deseando saciarse con lo que caía de su mesa… Un día, murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico, y fue sepultado; estando en el infierno, entre tormentos, elevó los ojos y divisó a

Abraham y a Lázaro, y gritando dijo: Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje la punta del dedo en agua y me moje la lengua, porque esta llama me tortura. Abraham respondió: recuerda que en vida, recibiste bienes y Lázaro en cambio males; ahora, él es consolado y tú atormentado”.

            Para el cristiano, saber manejar con habilidad  los propios bienes, significa compartir con los pobres. La parábola, leída hoy, describe la situación eterna de quien no puso en práctica la enseñanza ofrecida por la Palabra de Dios, contenida en Moisés y en los profetas; el apego a la riqueza lo ha hecho ciego para Dios y para el pobre. Quien está bien satisfecho no está dispuesto a ceder sus riquezas ni siquiera ante los signos más grandes, como la resurrección de un muerto. De hecho, Cristo resucitó; pero cuantos se empeñan en permanecer ciegos y no se deciden ante tales realidades.

            Pobreza y riqueza son situaciones tan antiguas como la humanidad. Pero siempre han sido problema y continúan a serlo; hay quien relacione pobreza y riqueza con la fortuna y la casualidad. Hay quien ve en la riqueza el signo de la inteligencia y de la virtud; y hay quien ve en la pobreza el signo de la incapacidad y del desorden moral. Para otros, es al contrario: quien es honesto no se enriquece, porque para llegar a ser rico se requiere tener escrúpulos de conciencia: riqueza coincide con el aprovechamiento del hombre por parte de otro hombre. Así nace el desorden institucional y la sociedad violenta. Y nace el problema: ¿cómo hacer justicia?, ¿cómo dividir justamente los bienes de la tierra y los frutos del trabajo del hombre?, ¿cómo cambiar el orden de las cosas?

            En la Biblia encontramos una doble lectura sobre la pobreza y sobre la riqueza. Por una parte, la pobreza es escándalo, un mal a quitar, un mal que es como la cristalización del pecado, mientras que la riqueza es signo de la bendición de Dios. El amigo de Dios, es el hombre dotado de todo bien. El pobre es aquel en quien se refleja el desorden del mundo.

            Pero, hay también una línea profética que termina en aquello de ¡hay de ustedes los ricos!, cuando Jesús ve en la riqueza el peligro más grave de autosuficiencia y de alejamiento de Dios y de insensibilidad hacia el prójimo. Y en contraste al ¡hay de ustedes los ricos! también hay el ¡bienaventurados los pobres!: la pobreza viene a ser una especie de zona privilegiada para la experiencia religiosa. El pobre es amado de Yahvé, a él se le ha anunciado el Reino. El pobre es el primer destinatario de la Buena Nueva. La pobreza no es más una desgracia o un escándalo, sino una bienaventuranza: la bienaventuranza del pobre será plenamente revelada después de la muerte, con una inversión de las situaciones.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Una falsa religión cubre la injusticia. Domingo XXV ordinario; 22-IX-2013

Domingo XXV ordinario; 22-IX-2013

Una falsa religión cubre la injusticia

Leamos hoy del profeta Amós: “Escuchan esto, los que dicen: ¿cuándo pasará el descanso del sábado para vender el trigo, disminuyendo la medida y usando balanzas falsas, para comprar con dinero a los indigentes y al pobre por un par de sandalias? también venderemos el desecho del grano. El Señor, gloria de Israel lo ha jurado: no olvidaré jamás ninguna de estas acciones”. En momentos de crisis, el mercado negro está a la orden del día, y quien carga con las consecuencias es el pobre, el preferido de Dios. Ocho siglos antes de Cristo, en tiempos del profeta Amós, así era la situación de Israel. Pero Dios toma la defensa del pobre por medio de este profeta, que fue gran defensor por parte de Dios, profetizando contra quienes compran a los pobres con dinero.

Leamos también del Evangelio de S. Lucas: “un hombre rico tenía un administrador al que acusaron de malbaratar sus bienes. Lo llamó y le dijo: dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás ser administrador. El administrador pensó: ¿qué haré? para cavar no tengo fuerza, mendigar me avergüenza. Llamó uno por uno a los deudores de su patrón, y les preguntó: ¿cuánto debes a mi patrón? Uno dijo. Cien barriles de aceite, el otro dijo cien medidas de grano. A los dos les rebajó la deuda. El patrón alabó a este administrador deshonesto, pues había procedido hábilmente, porque los hijos de este mundo son más hábiles en sus negocios que los hijos de la luz”. Inicialmente, la parábola pone como ejemplo la habilidad de un administrador infiel, que sabe hacerse amigos con los bienes de este mundo. Así también los hijos de la luz, los creyentes, deben hacerse amigos con los bienes de este mundo, poniéndose al servicio de los demás; de esta manera nunca caerán en la adoración del “dios dinero”.

Comúnmente, el mundo se divide entre ricos y pobres. La lucha de clases parece basada en el principio de que no hay posibilidad de acuerdo sino con la eliminación de una de las dos partes. El anuncio del Reino de Dios y de su amor que salva, se hace en un mundo dividido entre ricos y pobres. Es un anuncio, que trastocando el interior del hombre, trastoca también un cierto tipo de orden social.

            Hay una falsa religión que los profetas nunca han cesado de denunciar: la religión de quien cree que con poco esfuerzo tiene la conciencia a punto, cumpliendo ritos y prácticas exteriores de culto. Frecuentemente esta es una apariencia de religiosidad que encubre la explotación de los pobres.           En la primera lectura de hoy, aparecen ricos comerciantes que cumplen con el descanso del sábado, según la Ley de Moisés, día en que estaba prohibido el comercio, cumplen con el descanso, pensando como engañar a los pobres y como hacer fraude sobre las mercancías y los precios.

Para el rico, acoger el anuncio del Reino, es transformar los bienes, de objeto de presa en medio de amistad y comunión. El domingo antepasado, ya escuchamos la invitación de Jesús a vender todo y darlo a los pobres. Hoy, se nos dice: “procúrense amigos con la riqueza deshonesta”, es decir hagan amigos con los bienes materiales bien o mal habidos, pues una falsa religión encubre la injusticia.

La amistad que el rico debe construir no es fruto de su  buen corazón, sino exigencia y deber que se le deriva de los bienes que posee. Lo que él dona no debe tener apariencia de limosna. El pobre de la comunidad eclesial o civil, tiene derechos que no han sido satisfechos. El rico sea de sentir como un atento administrador de los bienes, más que un propietario.

El dinero, símbolo de las cosas e instrumento de división y de lucha, debe ser instrumento de comunión entre las personas, de amistad, de igualdad, antes que vehículo de discriminación y de guerra. Esto exige una comunidad en la producción, en la distribución y en el consumo.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango