En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: «lo que Dios unió, que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).
Esto podría aparecer como una exigencia irrealizable (Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (Mt 11,29-30), Él da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (Mt 8,34), los esposos podrán «comprender» (Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. La Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los esposos como el elemento indispensable «que hace el matrimonio» (CIC, can. 1057,1). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio.
El consentimiento consiste en un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente: «Yo te recibo como esposa» – «Yo te recibo como esposo». Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos «vienen a ser una sola carne» (Gn 2,24; Mc 10,8; Efe 5,31).
El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo. Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento. Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido. Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado.
Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina.
Esta gracia propia del sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia «se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos»
Cristo es la fuente de esta gracia. «Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos» (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros, de estar «sometidos unos a otros en el temor de Cristo» (Efe 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo.
El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.
«Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación» (Gaudium et spes 48,1).
Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: «No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18), y que “hizo desde el principio al hombre, varón y mujer» (Mt 19,4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: «Creced y multiplicaos» (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más.
La fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos. En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida (Familiaris Consortio 28).
Sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.
Durango, Dgo, 27 de Octubre del 2013 + Mons. Enrique Sánchez Martínez
Obispo Auxiliar de Durango