Domingo XXX, Ordinario; 27-X- 2013 Dios justifica al que lo busca con fe

Dos siglos antes de Cristo, Jesús hijo de Sirá, escribió el libro de Sirácides o Eclesiástico, que es una síntesis de las tradiciones y enseñanzas de los sabios. Jesús hijo de Sirá, era un hombre acomodado y de buena educación; se dedicó a trabajos y negocios que le redituaron bien; al final confiesa que los libros sagrados son los que le enseñaron los secretos del éxito. En este libro quiso compartir lo que había leído y comprobado en su propia experiencia que nos comparte; por ejemplo: “Dios es juez que no hace preferencia de personas; no es parcial con nadie en contra del pobre; escucha la plegaria del oprimido; no descuida la súplica del oprimido, ni de la viuda cuando se desahoga en su lamento. Quien venera a Dios será escuchado con benevolencia; su oración subirá hasta las nubes”.

Interpreta la doctrina de la Ley, sobre las ofrendas que presentamos a Dios: esto es, ante todo, tengamos en cuenta el origen de lo que se ofrece a Dios, que no puede ser ni el salario del obrero, ni el fruto de una injusticia. En seguida, es necesario recordar, que el valor del don no depende la abundancia, sino de las disposiciones del corazón. La alabanza del pobre, que se presenta a Dios, privada de ofrenda material, puede penetrar las nubes y tener más valor que la del rico.

Hoy, en el Evangelio de S. Lucas, “Jesús dijo esta parábola, por algunos que presumían de ser justos y despreciaban a los demás: dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano: el fariseo, de pié, oraba entre sí: oh Dios, te agradezco, que no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como este publicano: ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de cuanto poseo. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no osaba ni levantar los ojos al cielo, se golpeaba el pecho diciendo: oh Dios, ten piedad de mí, pecador”. El publicano volvió a casa justificado, el fariseo no.

La parábola de hoy, nos enseña cómo hacer oración: hay hombres que tienen la seguridad de ser justos, de agradar a Dios, que tienen estima y confianza de sí mismos; conforme a la ley, el fariseo oraba de pie, hace oración de agradecimiento y de alabanza. El publicano es un hombre sin esperanza, aún entre la gente; al principio, su oración hace pensar en el salmo 50: espera que Dios acepte su corazón contrito; alcanza la salvación, porque cree que esa puede ser únicamente don de Dios; el fariseo no la obtiene porque piensa que la merece.

Todos los hombres son solidarios en la misma ruptura con Dios y participan de la misma impotencia: no pueden salvarse por sí mismos, no pueden entrar por sí solos en la amistad de Dios. El primer acto de verdad que el hombre debe cumplir es reconocerse pecador, incapaz para salvarse y abrirse a la acción de Dios.

El fariseo y el publicano son dos modos de dialogar con Dios; son dos modos de entender al hombre y su relación con Dios. La oración del fariseo es una aparente acción de gracias; en realidad es un pretexto para complacerse de sí por la falta de todo pecado y por el mérito de las buenas obras, en fuerza de las cuales se considera justificado y exige de Dios la recompensa. En cambio el publicano está en la verdad; es consciente de su culpa y de no tener méritos ante Dios; pide gracia; la suya es una verdadera oración.

Detrás de los dos personajes de la parábola se pueden detectar la oposición entre dos tipos de justicia: la justicia del hombre que piensa alcanzar la justificación por el cumplimiento de todos los preceptos de la ley; y aquella otra justificación que Dios concede al pecador que se reconoce tal y que se convierte. El cristiano es un hombre realmente justificado mediante la fe en Jesucristo, que es a un tiempo, don sustancial del Padre y el Verbo Encarnado, que constituye la única respuesta agradable al Padre. Héctor González Martínez

Arz. de Durango

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