Reflexión dominical Domingo IV de Adviento: Jesús hijo de David
Sucedió que cuando el rey David se estableció en su casa y el Señor le dio tregua de sus enemigos de los alrededores, dijo al profeta Natán: “mira, yo habito en una casa de cedro, mientras que el arca de la Alianza está bajo una tienda. Natán le respondió: ve y haz cuanto tienes pensado hacer”.
David pensaba que la construcción de una casa a Dios aseguraría de modo definitivo los favores divinos y lo haría habitar establemente en medio del pueblo. Pero, rechazando Dios el ofrecimiento de David, que había derramado demasiada sangre humana, Samuel es forzado a decir a David que será Dios quien le construya una casa, es decir una dinastía que dure para siempre: le dice: “¿acaso tú me construirás una casa para que yo habite?”, y anuncia: “el Señor te hará grande, porque con tu descendencia te hará una casa”.
Los Evangelios y S. Pablo se preocupan de afirmar claramente que Jesús desciende de la familia real de David. Pero, durante su vida Jesús no se atribuyó el título de “hijo de David”; sin embargo, María, su madre desposó con José descendiente de David, legitimando así el nacimiento de Jesús de estirpe real; su nacimiento de una mujer virgen resalta la fuerza de la intervención de Dios.
Identificándose con los pobres que esperaban una salvación espiritual, Él confirma que la carne no sirve para salvar y que todo poder humano no tiene consistencia. Para realizar el misterio oculto por siglos y siglos, pero ahora revelado a todas las gentes, Dios se inserta en un cuadro humano que se venía organizando y modificando en el curso de los años. Y no actúa sólo, pide la colaboración consciente y libre de la madre, como lo hará después con los Apóstoles y con todos los creyentes; lo cual ahora nos alcanza y apremia.
Pero, el que nace de la carne como hijo de David, es constituido y revelado por el poder del Espíritu como hijo del Altísimo. Esta es la fe que la Iglesia expresa en su oración colecta de hoy: “Padre, Tú que por el anuncio del ángel nos has revelado la Encarnación de tu Hijo, por su Pasión y su Cruz, guíanos a la gloria de la Resurrección”.
Dios no rechaza el templo; pero, afirma que el futuro del pueblo y de la dinastía se apoyará más sobre la Alianza entre Dios y el hombre, que no sobre el mismo templo; la fidelidad mutua entre Dios y el hombre será más importante que los sacrificios del templo.
El templo es el signo visible del único verdadero templo que es el cuerpo personal de Cristo y su cuerpo místico, la Iglesia. Es pues, un lugar sagrado no porque sean sagradas las piedras materiales que lo componen, sino porque son santos los cristianos que ahí se reúnen; y también nosotros somos templos.
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