Homilía Domingo de Ramos: 24-III-2013
Cristo enfrenta la muerte con libertad de Hijo
Las tres lecturas de la Eucaristía en este Domingo de Ramos, son muy significativas por su íntima unidad mediante la cual expresan anticipadamente el misterio completo de Cristo sufriente. La primera lectura, es de Isaías sobre la vida y la pasión de Cristo. Cuya actitud de confianza en Dios y de amor a los hombres lo deja en suprema libertad ante toda prueba; y Él, no ha apartado su rostro de insultos y salivazos, sabiendo que no quedará decepcionado: Él tiene la certeza de que su misión no es vana o inútil.
En la segunda lectura de S. Pablo a los filipenses, Cristo se humilla a Sí mismo, para que Dios sea exaltado. El trozo resalta: para que reine la humildad, el amor y la concordia entre los hombres y en el mundo, es necesario que los cristianos tengamos los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Bajo esta luz, la lectura describe el anonadamiento del Hijo de Dios; de lo cual Él no tiene miedo y, como verdadero Siervo sufriente, vivió nuestra experiencia humana hasta la muerte. Dios premió su fidelidad, lo glorificó y lo ha hecho Señor.
En la lectura de la Pasión del Evangelio, S. Lucas insiste en presentar a Jesús como el tipo perfecto del mártir, la agonía en sentido de lucha, muestra a Jesús en la tentación luchando contra Satanás: como todo mártir, Jesús, necesita orar para alcanzar la meta, y Lucas, lo presenta orando por Sí y por los demás, pues discípulo es quien sigue al Maestro y permanece con Él en la tentación; discípulo será aquel que, carga su cruz es seguimiento de Jesús. Si luego, no sigue el ejemplo, sólo le queda el arrepentimiento.
Todavía nos queda descubrir a Cristo que se dirige a la muerte con libertad de Hijo. Todo el empeño cuaresmal de penitencia y de conversión, en este domingo es orientado hacia el momento crucial del misterio de Cristo y de la vida cristiana: la cruz como obediencia al Padre y solidaridad con los hombres; el sufrimiento del Señor inseparablemente unido a su gloria. El camino que Jesús emprende para reinar y salvar, contrasta con toda expectativa razonable, porque Él escoge no la fuerza y la riqueza, sino la debilidad y la pobreza.
La monición para iniciar la procesión de las palmas o de los ramos, nos ofrece un resumen de nuestra presente celebración: “esta Asamblea litúrgica es preludio de la Pascua del Señor, Jesús entra en Jerusalén para cumplir el misterio de su muerte y resurrección. Pidamos la gracia de seguirlo hasta la cruz, para ser partícipes de su resurrección.
Hoy, el culmen de la liturgia de la Palabra es la lectura de la Pasión: es a este centro, que debemos dirigir nuestra atención, más que a la procesión de palmas y ramos. Los ramos de olivo y las palmas no son un talismán contra posibles desgracias; al contrario, son el signo de un pueblo que aclama a su Rey y lo reconoce como Señor que salva y que libera. Pero, la realeza de Cristo, se manifiesta de modo desconcertante en la cruz. Precisamente, en este misterioso escándalo de humillación, de sufrimiento y de abandono total, se cumple el designio salvífico de Dios. Al impacto con la cruz, la fe vacila: el peso de una condena aplasta al Justo por excelencia y parece dar la razón al poder de la injusticia, de la violencia y de la maldad. Surge inquietante preguntar: ¿por qué, este cúmulo insoportable de sufrimiento y de dolor que atropella a Jesús, el Crucificado, y con él a todos los crucificados de la historia? En la cruz mueren todas las imágenes falsas de Dios, que la mente humana ha creado y que tal vez nosotros alimentemos. ¿Dónde está la omnipotencia de Dios, su perfección, la justicia?
Al píe de la cruz, el oficial romano declaró: “verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios” En el leño de la cruz, los primeros cristianos supieron descubrir el signo de la realeza de Cristo. Los evangelistas no necesitaron esperar la resurrección para proclamar el comienzo del mundo nuevo. Hagamos nosotros lo mismo.
Héctor González Martínez Arzobispo de Durango
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