La Santísima Trinidad; 15-VI-2014 Dios es Comunidad de Amor
Por orden de Yahvé, “Moisés talló dos tablas de piedra, se levantó temprano y subió al monte Sinaí,… El Señor descendió en una nube y se quedó ahí junto a él… y Moisés proclamó el Señor es un Dios clemente, compasivo, paciente, lleno de amor y fiel; que mantiene su amor eternamente…; inmediatamente, Moisés se postró en tierra y le dijo: “mi Señor, si cuento con tu protección, venga mi Señor entre nosotros, aunque éste sea un pueblo terco. Perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos como herencia. El Señor respondió; mira, voy a establecer una Alianza” (Ex. 34, 4-10).
Hoy, la lectura del Éxodo entra en el contexto natural del pecado del becerro de oro y en la promesa de Dios de mostrar su gloria a Moisés, pues, queriendo Moisés recomponer la Alianza entre el pueblo y Dios, sube a la montaña con dos nuevas tablas de piedra, para que Dios restablezca la ley. El Señor, haciéndose presente le revela sus atributos divinos y de modo particular su misericordia. Moisés entonces le ruega demostrar su misericordia perdonando al pueblo y que habite en medio de él.
Hoy, S. Pablo en trozo final de su segunda Carta a los Corintios, recomienda “estén alegres, trabajen por su perfección, anímense mutuamente, vivan en paz y armonía… La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes”. La contradicción “debilidad-fortaleza”, ocupa el centro de la reflexión paulina. Que nadie se engañe: ser discípulo y apóstol de Cristo significa participar con Él en su pasión y muerte; pero significa también participar en la vida y en el poder del Resucitado. La fórmula trinitaria final es única y constituye una impresionante confesión de fe en el Dios trino del Nuevo Testamento.
Hoy, el Evangelio de S. Juan nos presenta el objeto de la fe cristiana que nos da vida: la pasión de Cristo simbolizada en la serpiente de bronce y el amor de Dios que en su Hijo busca nuestra salvación. “Dios amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que quien crea en Él, no muera, sino que tenga vida eterna; Dios no ha mandado el Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él”. Este actuar divino en la historia provoca una crisis, porque frente a la revelación del amor de Dios los hombres se dividen, por el tema de la luz. En la primera fase del Evangelio, Nicodemo reconoce la autoridad de Jesús, basada en los signos que hace, pero no es suficiente. La segunda fase pone de relieve, que lo esencial es aceptar a Jesús, el enviado y revelador del Padre, procedente de arriba; por ello es necesario nacer de lo alto: este nuevo nacimiento es obra del Espíritu y se realiza en el Bautismo: sin ello no hay salvación, ni vida, ni posibilidad de entrar en el Reino. La tercera fase, describe como ha acontecido la Salvación: la iniciativa procede de Dios, se realiza por medio del Hijo, que vino de su parte y regresa a Él por medio de la exhaltación en la cruz, y el hombre la hace propia mediante la fe o la rechaza por incredulidad en el enviado.
Cuando el hombre mira dentro de sí mismo, considerando su propia experiencia religiosa, tiene la sensación de una profundidad infinita. Este fondo inalcanzable dentro de nosotros tiene relación con la palabra “Dios”. ¿Por qué?: porque Dios representa la profundidad última de nuestra vida, la fuente y la meta de todo nuestro ser. Este fondo último de nuestra persona se manifiesta en la apertura de nuestro “yo”, hacia un “tu” y en la seriedad de esta inclinación.
Así alcanzamos a percibir impresa en nosotros la realidad profunda y exultante de Dios: la Trinidad, como misterio de la comunión, que mana para nosotros desde el misterio de Dios que es Padre, hijo y Espíritu Santo; Dios-Comunidad, el misterio de Comunión de Vida, Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y, al mismo tiempo Comunión con Dios, como fin último del hombre.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango