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E P I S C O P E O Gracias por todas las mujeres y por cada una, tal como salieron del corazón de Dios

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Gracias por todas las mujeres y por cada una, tal como salieron del corazón de Dios

Al celebrar en estos días el Día Internacional de Erradicación de la Violencia contra la Mujer, debemos concientizarnos sobre este hecho en nuestro país y en el ambiente en que vivimos. Los obispos de México hemos señalado que la violencia contra las mujeres representa un desafío social y cultural. Esta conducta es aprendida y tolerada socialmente; se relaciona con la compren­sión que los hombres y mujeres tienen de su masculinidad y femineidad. Si bien la condición económica, el alcoholismo y la adicción a las drogas no son la causa directa de este tipo de violencia, sí la exacerban; pero la raíz última de la violencia es el ejercicio desigual de poder en la vida familiar y social.

Uno de los factores que ha contribuido a la violencia, que hemos identificado y en el que debemos intervenir, es la violencia intrafamiliar. Ésta origina todo la violencia contra la mujer. Las relaciones familiares también explican la predisposición a una perso­nalidad violenta. Las familias que influyen para ello son las que tienen una comunicación deficiente; en las que predominan actitudes defensivas y sus miembros no se apoyan entre sí; en las que no hay actividades familiares que propicien la participación; en las que las relaciones de los padres suelen ser conflictivas y violentas, y en las que las relaciones paterno-filiales se caracterizan por actitudes hostiles. La violencia intrafamiliar es escuela de resentimiento y odio en las relaciones humanas básicas.

Llama la atención que frente a la violencia que sufren las mujeres hay quie­nes las señalan a ellas mismas como responsables de las agresiones que sufren; quienes piensan así, no toman en cuenta el hecho de que una per­sona que es agredida constantemente, experimenta intensos sentimientos de vergüenza y miedo que la inhabilitan para huir o pedir ayuda, y que en muchas ocasiones son las condiciones sociales, económicas o culturales las que disuaden a una mujer maltratada de romper el vínculo con el agresor. Es lamentable que además de la violencia intrafamiliar muchas mujeres mexicanas sufran violencia en distintos contextos sociales, entre ellos, es importante destacar algunos ambientes de trabajo, en los que no existen condiciones laborales adecuadas a la situación femenina (Conferencia del Episcopado Mexicano. Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna, 69-70).

La realidad de la violencia contra la mujer es alarmante: El Instituto Nacional de Mujeres ha denunciado que, de las 120.000 violaciones que se registran al año en México, unas 116.000 quedan impunes. Además, de las 14.000 denuncias que llegan a juicio, cerca de 4.000 obtienen condenas inferiores a los 14 años de prisión. En México, desde 1985 a 2010 se han registrado al menos unas 36.606 violaciones, de las cuales un 5,6% se cometieron contra niñas menores de 5 años,

Cada día 6.5 mujeres son asesinadas, lanzadas a cementerios o basureros públicos. En el país el problema de la violencia es grave; siete de cada 10 mujeres han sido víctimas de la agresión alguna vez, las más comunes son control de dinero, encierro, maltrato verbal, acoso en el transporte y golpes. En el municipio de Durango, al menos seis de cada 10 mujeres han sufrido algún tipo de violencia en las colonias y poblados de los alrededores, siendo la violencia psicológica y luego la física, las más recurrentes.

Las cifras y las estadísticas nos muestran un problema de fondo. Uno de los factores más importantes es la familia. Para nuestra Iglesia Católica, el ámbito de la Familia, es una de las prioridades en nuestros planes de pastoral. Entre otras cosas nos hemos comprometido a potenciar el papel de la familia en la construcción de la paz. La familia, como comunidad educadora, fundamental e insustituible, es vehículo pri­vilegiado para la transmisión de aquellos valores religiosos y culturales que ayudan a la persona a adquirir su propia identidad. La identidad de los hombres y mujeres, promotores de la paz y la justicia en la sociedad, se forja en la familia.

En lo que se refiere a la mujer debemos promover en el seno de la comunidad eclesial el trato digno y respetuoso que los discípulos de Jesús debemos tener hacia todas las mujeres, acompañándolas en el servicio generoso que ofrecen para la vida de nuestro pueblo. Nuestra pastoral debe promoverlas, contribuir a su dignificación y a su formación, para que sean promotoras del surgimiento de una nueva nación, de una sociedad libre de la violencia, que sea capaz de encontrar nuevas formas de existencia y convivencia pacífica.

La Iglesia da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, 31).

Durango, Dgo., 24 de Noviembre del 2013 + Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango

Email: episcopeo@hotmail.com

E P I S C O P E O Los jóvenes mexicanos entre los más pesimistas ante el futuro

E P I S C O P E O

Los jóvenes mexicanos entre los más pesimistas ante el futuro

Aunque se ha dicho que en México ha disminuido la violencia y la inseguridad, en términos generales, no es del todo cierto, disminuye en unos Estados y aumenta en otros (como es el caso de Michoacán y Tamaulipas, y otros).

Los mexicanos y especialmente los jóvenes, están entre los cinco países más pesimistas de Iberoamérica. La violencia y la inseguridad son el principal problema que enfrentan los jóvenes, que además tienen el dilema de ser víctimas y victimarios. Otro reto en México es atacar la drogadicción y el alcoholismo. Los obispos señalamos lo siguiente:“El porcentaje de jóvenes que, incluso teniendo estudios, no tiene acceso a empleos estables y remunerados es muy alto. Esto hace que muchos de ellos, ante la falta de alternativas, sean oferta laboral para la demanda de quienes se dedican al narcomenudeo o a la delincuencia organizada. La pre­cariedad del trabajo y el subempleo también están entre los factores que explican la violencia urbana” (Que en Cristo nuestra paz, México tenga vida digna, Conferencia del Episcopado Mexicano)

Una encuesta realizada por la Organización Iberoamericana de Juventud, revela datos que se deben tener en cuenta. La encuesta que se aplicó en 20 países y a alrededor de 20 mil jóvenes de entre 15 y 29 años, evidencia que los jóvenes mexicanos, son los que menos confianza tienen en instituciones como policía, gobierno, justicia, medios de comunicación, universidad, organizaciones sociales y democracia.

En México hay 37.9 millones de jóvenes, y es el segundo país con mayor población juvenil, precedido de Brasil, donde hay 50 millones. Más del 70 por ciento de los encuestados cree que su situación personal será mejor en cinco años, pero cuando se les preguntó sobre el porvenir de sus países, el optimismo se redujo a menos de 60 por ciento. En el índice de Expectativas Juveniles, que mide grado de perspectiva positiva o negativa sobre el futuro, los mexicanos están entre los cinco más pesimistas.

La Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), ha realizado un comparativo de inseguridad y violencia “Cómo es la vida” (“How’s life”) y México se encuentra a la cabeza del comparativo de inseguridad y violencia (eleconomista.com.mx/finanzas-publicas/2013/11/05). En este comparativo entre países de la OCDE y emergentes, se revela que México tiene la mayor proporción de homicidios intencionales y de víctimas.

Según los comparativos en México, con datos del INEGI, al 2010 se presentaron 25 homicidios por cada 100,000 habitantes. En 1995, esta cifra era de 18 asesinatos por cada 100,000 habitantes. Detrás de México, en el segundo lugar del comparativo, se ubica Brasil, con 19 homicidios por cada 100,000 habitantes.

Según informes del gobierno federal el número de homicidios dolosos entre diciembre del año pasado y julio de 2013 fue 13% menor en comparación con el mismo período de año 2012. De estos, los vinculados a delitos federales se redujeron en 20%. La tasa de homicidios de México, sigue siendo una de las más altas de América Latina, entre economías similares. Hasta el cierre de 2012, la tasa de homicidios dolosos y culposos en México fue de 32 por cada 100,000 habitantes (mexico.cnn.com/nacional/2013/09/03).

Ya no se habla de guerra contra el narcotráfico, sino de una estrategia, pero la situación de violencia sigue siendo preocupante en nuestro país. Las Fuerzas Armadas siguen teniendo un papel principal. Pero lo más importante serán las estrategias y las acciones con las que se quiere contrarrestar la violencia e inseguridad, como lo es el dar mayor prioridad a los programas comunitarios de prevención del delito.

Se está dando una tendencia a la baja, pero falta mucho para un país que duplicó en tres años su tasa de homicidios intencionales. La tasa de incidencia más baja en homicidios (dolosos y culposos) reportada en el país durante la última década, fue la del año 2007 cuando hubo 23.8 homicidios por cada 100,000 habitantes, según el gobierno federal.

La inseguridad y la violencia en todos los niveles es responsabilidad de todos: del gobierno, de la sociedad civil, de los empresarios, de la Iglesia, de la familia, de las escuelas, etc.

Los obispos de México nos hemos comprometido a: Acompañar pastoralmente a los adolescentes y jóvenes para que vayan des­plegando sus mejores valores y su espíritu religioso y ayudándoles a descubrir el engaño del recurso a la violencia para solucionar las dificultades de la vida. De igual manera es preciso despertar en ellos la inquietud por encontrar los caminos para una felicidad auténtica y para alcanzar la plenitud de sentido de la existencia. Es un imperativo ayudarles a adquirir aquellas actitudes, virtudes y costumbres que harán estable el hogar que funden, y que los convertirán en constructores solidarios de la paz en el presente y futuro de la sociedad.

Durango, Dgo., 10 de Noviembre del 2013 + Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango

Email: episcopeo@hotmail.com

E P I S C O P E O El amor es la respuesta al don de Dios con el cual Él viene a nuestro encuentro

E P I S C O P E O

El amor es la respuesta al don de Dios con el cual Él viene a nuestro encuentro

Algunas personas preguntan sobre cuál es la mejor religión. Hoy existen muchas religiones y distintas propuestas religiosas y espirituales. Unos han de contestar que su propia religión es la mejor, otros afirman que “todas son simples negocios, o formas de sostener un poco de poder sobre otros con mentes débiles”. Hay quienes afirman que es aquella que te satisface, la que llena tu vida y tu espiritualidad, la que cumple tus expectativas. Alguien le preguntó al Dalai Lama “Su Santidad, ¿Cual es la mejor religión?” y contestó: “La mejor religión es la que te aproxima más a Dios, al infinito. Es aquella que te hace mejor”. Pero “¿Qué es lo que me hace mejor?” Él respondió: “Aquello que te hace más compasivo, más sensible, más desapegado, más amoroso, más humanitario, más responsable, más ético… La religión que consiga hacer eso de ti, es la mejor religión.”

Cualquiera que sea la respuesta, se puede afirmar que la religión está profundamente unida al amor. Para nosotros que profesamos la religión cristiana católica, el amor, “antes de ser un mandato, es un don, una realidad que Dios nos hace conocer, experimentar, de manera que como una semilla, que pueda germinar incluso dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida”.

“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. También Juan nos ofrece, una formulación sintética de la existencia cristiana: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (Benedicto XVI Deus caritas est, 1)

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna” (3, 16).

La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que compendian el núcleo de su existencia: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19,18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.

Es en Jesucristo, quien el propio Dios va tras la “oveja perdida”, la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (19, 37), ayuda a comprender lo que significa: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora, qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar.

Durango, Dgo., 3 de Noviembre del 2013 + Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango

Email: episcopeo@hotmail.com

Domingo XXXI ordinario; 3-XI-2013 Hoy, en la parábola de Zaqueo descubriremos la revolución interior del hombre

Un habitante de Jericó, llamado Zaqueo, pequeño de estatura, se subió a un árbol para ver a Jesús que pasaba. Al pasar, “Jesús levantó la mirada, lo vio y le dijo: Zaqueo baja luego, porque hoy debo hospedarme en tu casa. Zaqueo bajó de prisa y lo hospedó lleno de gozo; viéndolo todos, murmuraban, ha ido a alojarse con un pecador; pero, Zaqueo, levantándose dijo al Señor: daré la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado a alguno, le restituiré otras cuatro veces. Jesús respondió: Hoy ha entrado la salvación a esta casa, porque también él es hijo de Abraham; pues el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.

S. Lucas sigue repasando a los pecadores públicos. También Zaqueo era un publicano, rico; por tanto era bastante difícil, no imposible, entrar en el Reino de Dios. Pero, Zaqueo busca y acepta encontrarse con Jesús y hospedarlo en su casa; se arrepiente de haber defraudado al prójimo, se libera de los bienes excesivos y piensa en los pobres. Por tanto, él puede ser discípulo de Jesús, alcanzar la salvación, y, mediante su fe, tener parte con Abraham.

Jesús pone en práctica la Sabiduría, comunica el amor gratuito de Dios a Zaqueo, y este se convierte, abre el corazón y las manos: el encuentro y el contacto con Jesús, lo convierten, le abren el corazón y las manos: se realiza la revolución del corazón del hombre.

El gesto exterior del dar, como todo gesto humano, es de por si, ambiguo: el don de una persona cerrada en sí misma, todo centrado a la afirmación de sí, es egoísmo camuflado. La beneficencia, muchas veces puede ser la tapadera de la explotación, más aún, el medio para continuarla.

En cambio, el gesto de Zaqueo que restituye el cuádruplo a los que había defraudado, y da la mitad de sus bienes a los pobres, nace de una conversión interior, cambia de ruta, sucedido en el encuentro con Jesús: Encontrando el amor, descubriendo al ser amado, uno es capaz de encontrar a los demás. Los miras con ojos distintos, no más como sujetos de quienes se goza, sino como personas a amar. Y esto, porque finalmente logra mirarse a sí mismo y su vida con los ojos de aquellos a quienes había hecho injusticia.

Entonces, también el dinero cambia de dirección: al gesto de arrebatar sustituye el gesto de dar libre y gratuitamente. Así el dinero, de objeto de presa se convierte en signo de comunión. Cristo, hecho huésped de Zaqueo, ilumina este cambio y lo interpreta como gracia y liberación: “Hoy la salvación ha entrado en este casa”. Cristo es verdaderamente el evangelizador de todos, pobres y ricos. Su preferencia se dirige a los pobres, a los últimos: “mi Padre me ha enviado a anunciar a los pobres la alegre noticia”.

La salvación anunciada por Cristo es total e integral. Se extiende a todos los hombres y a todo el mundo; incluye la liberación del pecado y de la muerte y la posesión progresiva de todo lo que es bien y auténticamente humano. La libertad traída por Cristo, es, no sólo de esclavitudes interiores y de condicionamientos exteriores; es sobre todo libertad para ser más, para amar, para amar, para edificar la paz, en la comunión con Dios y con nuestros hermanos los hombres.

La evangelización de los ricos explotadores, incluye la denuncia valiente de su situación y el apelo a una conversión efectiva: Pues, también los ricos, pueden volverse ciudadanos del Reino, a condición actúen como Zaqueo. Esta es la revolución del corazón del hombre.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

E P I S C O P E O El amor, centro del verdadero matrimonio cristiano

En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: «lo que Dios unió, que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).

Esto podría aparecer como una exigencia irrealizable (Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (Mt 11,29-30), Él da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (Mt 8,34), los esposos podrán «comprender» (Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.

Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. La Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los esposos como el elemento indispensable «que hace el matrimonio» (CIC, can. 1057,1). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio.

El consentimiento consiste en un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente: «Yo te recibo como esposa» – «Yo te recibo como esposo». Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos «vienen a ser una sola carne» (Gn 2,24; Mc 10,8; Efe 5,31).

El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo. Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento. Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido. Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado.

Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina.

Esta gracia propia del sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia «se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos»

Cristo es la fuente de esta gracia. «Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos» (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros, de estar «sometidos unos a otros en el temor de Cristo» (Efe 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo.

El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.

«Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación» (Gaudium et spes 48,1).

Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: «No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18), y que “hizo desde el principio al hombre, varón y mujer» (Mt 19,4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: «Creced y multiplicaos» (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más.

La fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos. En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida (Familiaris Consortio 28).

Sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.

Durango, Dgo, 27 de Octubre del 2013 + Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango

E P I S C O P E O La familia es la primera responsable de la transmisión de la fe cristiana

E P I S C O P E O

La familia es la primera responsable de la transmisión de la fe cristiana

“El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia”. La Iglesia invita a todos y en especial a los padres de familia a reflexionar sobre la responsabilidad que tienen en el cultivo de la fe de la propia familia, puesto que el hogar es un lugar privilegiado para el crecimiento en una fe sólida e integral. Transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente. Esto quiere decir que los padres tienen el protagonismo insustituible en la educación de la fe de sus hijos. Con el objetivo que sus hijos crezcan y asuman su propia vida de fe y así contribuyan con su familia a crecer y madurar y dar frutos abundantes para la sociedad.

Lumen Fidei (53): “En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia: los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el crecimiento en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una edad tan compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la cercanía y la atención de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de crecimiento en la fe”.

Un elemento necesario en la transmisión de la fe en la familia es Orar y celebrar la fe en familia. La fe en la familia crece en la oración, que es como el aire que el cristiano respira. Llena de la gracia de la fe, la familia se sostiene y se realiza como camino de santidad, principalmente, por la oración. «Familia que reza unida, permanece unida».

Crecer en la vida de oración es tarea de todos: los padres, que van madurando interiormente; los hijos, que van entrando poco a poco en el mundo de los adultos. La participación del niño en la oración comienza ya desde el vientre materno, puesto que la madre es capaz de transmitir a su hijo los más tiernos sentimientos de piedad. Es muy recomendable que los niños se familiaricen con la vida de oración desde muy pequeños, en esa etapa los niños son especialmente sensibles para las cosas de Dios. Deben aprender a rezar no sólo con la Señal de la Cruz u otras oraciones (Padre Nuestro, Ave María, etc.), sino sobre todo con la oración libre y espontánea de acción de gracias, petición, alabanza e intercesión.

¿Qué pueden hacer los papás? Pueden levantar a sus hijos con una jaculatoria, orar por un breve momento antes de salir a la escuela o al trabajo, hacer oraciones espontáneas a lo largo del día, agradecer a Dios por las cosas buenas y sencillas que ocurren (el nacimiento de un hermano o primo, el alivio de una enfermedad, la aprobación en un examen, el empleo logrado, etc.). Un momento privilegiado para orar en familia es cuando están juntos en la mesa y se agradece a Dios por el alimento recibido. También por la noche, antes de acostarse, es un excelente momento para bendecir a los hijos, pedir perdón por las posibles faltas, suplicar a Dios su ayuda para los más necesitados y renovar los buenos propósitos. Así, la familia va descubriendo que toda la jornada adquiere su sentido último y es iluminada por la presencia de Dios.

También en la celebración de los Sacramentos la familia puede experimentar un especial crecimiento de la fe. De modo especial, en la participación de la familia en la Misa dominical: la familia descubre la belleza del Día del Señor, la importancia de la escucha de la Palabra, y participa activamente en los ritos sagrados, con la comunidad y el sacerdote. No es sólo una tradición que hay que conservar, sino un momento privilegiado para educar a sus hijos en la apertura a los sagrados misterios de la fe.

Conviene mencionar la importancia del Sacramento de la Reconciliación (confesión). Los niños descubren la riqueza de ese sacramento de modo especial cuando ven a sus propios padres arrodillados en el confesionario, pidiendo perdón a Dios por sus faltas. Así, van descubriendo la importancia de la humildad, del perdón y de la gracia de Dios que purifica y fortalece al cristiano penitente. También es importante cultivar las devociones en las familias. Es muy importante que en el hogar existan signos claros de la presencia de Dios, como las imágenes de los santos, un oratorio, el agua bendita, el crucifijo o una Biblia abierta en un lugar privilegiado. Ese ambiente orante invita a la fe, suscitando la confianza en Dios en todos los miembros de la familia.

La oración de la familia puede realizarse de acuerdo al tiempo litúrgico, En el Adviento cuando juntos se preparan para la Navidad, juntos y en oración pueden ir encendiendo poco a poco la Corona del Adviento, y armar el Nacimiento en los días previos de la gran fiesta. También crece la fe en la Cuaresma, cuando la familia vive los medios propuestos por la Iglesia para la celebración adecuada del Triduo Pascual, momento central de la celebración cristiana de la fe, que debe ser vivida intensamente por toda la familia. De esa forma es como ella se va haciendo “Iglesia doméstica”.

Durango, Dgo., 20 de Octubre del 2013 + Mons. Enrique Sánchez Martínez

Obispo Auxiliar de Durango

Email: episcopeo@hotmail.com

E P I S C O P E O La doctrina social es anuncio de Cristo en las realidades temporales

La doctrina social es anuncio de Cristo en las realidades temporales

La doctrina social de la Iglesia frecuentemente se pone a prueba con las urgencias de nuestra época. Ésta surge del encuentro entre el Evangelio y los problemas siempre nuevos que la humanidad debe enfrentar. La doctrina social de la Iglesia no es una teoría, ni una ideología o una sabiduría humana, sino que expone las consecuencias del encuentro con Cristo Salvador para la vida comunitaria, para la política, la sociedad, la economía, la cultura, el trabajo (Seguiremos la conferencia de Mons. Giampaolo Crepaldi, La actualidad de la Doctrina Social de la Iglesia y las urgencias de nuestra época).

La doctrina social de la Iglesia tiene su origen en el encuentro de la Iglesia con el mundo en vistas de la evangelización, es decir, para el anuncio de Cristo; es anuncio de Cristo en las realidades temporales. Es por esta razón que las urgencias que la humanidad enfrenta en cada época le interesan directamente. Ya el Papa León XIII, en 1891, en la Rerum Novarum, había hablado de los obreros en la nueva sociedad industrial; Pablo VI, en la Populorum Progressio, habló del desarrollo; Benedicto XVI, en la Caritas in veritate, ha hablado del poder excesivo de la técnica.

Es necesario recordar que la doctrina social de la Iglesia no va detrás de las cuestiones de actualidad solamente para estar actualizada, como podría hacer un periódico o un noticiero. La actualidad surge del Evangelio, que es siempre nuevo. No hace una crónica de novedades, sino que lee los acontecimientos humanos a la luz del Evangelio. De esta manera fortalece las mentes y los corazones, ofreciendo esperanza al hombre desorientado. Cada época tiene sus propias urgencias, ya que la vida terrena no conoce la ausencia de preocupaciones. Todavía, la luz del Evangelio ilumina y da fuerza a quien trabaja por la justicia y por la paz.

Uno de los grandes retos para la doctrina social de la Iglesia es la urgencia económica de carácter mundial, esto no es nuevo. En la Quadragesimo anno, Pio XI enfrentó la crisis financiera de 1929. La crisis que hoy se vive parece que es más grave que aquella. La separación de la finanza de la economía real se ha hecho muy marcada porque las finanzas se han convertido en una ideología, en un estilo de vida, en una visión del mundo, perdiendo de vista sus legítimos fines. La explosión de las finanzas y su separación de la economía y de la vida real se justifican en una filosofía: la del endeudamiento, del consumo antes que de la producción, de la riqueza que hay que gastar, de la anticipación inmediata de beneficios que deberían madurar solamente a futuro. Podríamos llamarla la “filosofía de la carta de crédito”. Yo consumo, me endeudo, voy a pagar a fin de mes o el mes próximo, o el próximo año. Antes se decía: trabajo, gano, ahorro, gasto. Hoy ya no es así, hay una manía de tener ya hoy el mañana. Unos lo llaman “consumismo”, es decir, la exaltación del consumo por encima de otras fases del ciclo productivo.

Como se puede ver, no se trata solamente de finanzas o de economía, sino de una visión de la vida. A esta forma de ver la vida la doctrina social de la Iglesia contrapone la responsabilidad hacia las generaciones futuras, la solidaridad hacia las personas que no pueden mantener el ritmo de este consumismo, la subsidiariedad de las finanzas, que es sólo uno de los instrumentos de la economía real, y la subsidiariedad de la economía real en referencia a la dignidad de la persona humana, la justicia, la tutela de la familia.

La crisis económica y financiera es, una falta de confianza y de esperanza en el futuro. Se pretende consumir ya hoy lo que se piensa en producir mañana. Así se hipoteca el futuro de nuestros hijos y de nuestras familias, cargándoles nuestras deudas, prefiriendo una especulación que genera valor, pero no un valor real.

La Iglesia, con su doctrina social, tiene una visión de esperanza cristiana de todo cuanto existe. El hombre moderno muchas veces vive angustiado, buscando con esfuerzo la felicidad, aún si para alcanzarla a veces se vuelve contra sí mismo. Vive como si Dios no existiera, pero viviendo sin Dios es también indiferente al sentido de su vida. Si entonces la vida es carente de sentido, ¿por qué habría que sacrificarse para acogerla en el seno materno? ¿Para qué formar una familia y educar a los hijos? ¿Para qué construir una empresa y hacerla funcionar bien para que beneficie a todos? ¿Qué sentido tiene luchar por la justicia y por la paz? Si la vida es carente de sentido, entonces nada tiene sentido, o todo puede tener un sentido contrario.

La Iglesia ofrece la esperanza a los hombres, porque prueba que el mal ha sido ya vencido por el Salvador, que el Reino de Dios ya ha comenzado, que la providencia divina guía nuestra historia, que todo está destinado a cumplirse. Sin embargo, decir que el mal ha sido ya vencido no significa que el mal no exista más en nuestra historia, o que no se tenga que luchar contra él; más bien quiere decir que con la gracia de Dios se puede combatir y vencer, significa que podemos ser libres, que la verdad nos hace libres. Esta es la gran fuente de espiritualidad para nuestra sociedad, y por esto decimos que la doctrina social de la Iglesia es también un modo de animar la sociedad humana. Ella demuestra cómo las relaciones humanas pueden volverse áridas y cómo el futuro puede perder su significado si se prescinde de Dios.

 

Durango, Dgo., 6 de Octubre del 2013                                 + Mons. Enrique Sánchez Martínez

                                                                                                    Obispo Auxiliar de Durango

                                                                                                  Email: episcopeo@hotmail.com

E P I S C O P E O La fe y el amor en el sufrimiento y la enfermedad

E P I S C O P E O

La fe y el amor en el sufrimiento y la enfermedad

            En el contexto del sufrimiento y la enfermedad no se puede evitar una reflexión sobre la relación tan estrecha que existe entre la fe y el amor. Creer y amar representan exigencias que resumen todas las características del auténtico seguimiento de Cristo. No se podría tener fe si ésta no brota del amor y no evoluciona en su interior; tampoco sería posible tener amor si éste no tuviera origen en una fe que sabe reconocer el rostro del Maestro.

            Es en este horizonte en donde el enfermo tiene necesidad darle un sentido al sufrimiento. La fe sabrá demostrar que en el sufrimiento y en la muerte de Jesús se revela en lenguaje humano la forma más grande de amor. No porque el Señor sufra  en la cruz, se deduce que todos debemos soportar el dolor. Esto no enseña la fe.  No es el camino del soportar, más bien el de darle un sentido al dolor. Lo que expresa el sufrimiento de Dios es el amor de él por el ser humano. Es la capacidad de saber que también en el sufrimiento y en la muerte el hombre puede ser libre y activo en su respuesta. Así, el ser humano en medio del dolor y del sufrimiento donde puede ofrecerse plenamente a sí mismo como expresión profunda de amor y en donde se descubre la libertad verdadera.

            ¿Cómo debemos presentarnos ante el dolor y la muerte? ¿Se deben aceptar pasivamente porque son más fuertes que nosotros?  O, ¿somos capaces de expresar una decisión libre, fruto de la gracia, que nos conducirá a darles un sentido cristiano?             Esto último es lo que anhela el amor: ser capaces de no rendirse jamás por la fortaleza que procede de la fe en aquel que ha vencido. La cruz que la fe representa no es el signo del sufrimiento soportado, sino el de la victoria sobre el sufrimiento y sobre la cruz.

            El cristiano no se detiene pasivo ante la cruz. Quien ama llega a constatar que el crucificado permanece en el sepulcro solamente tres días. La fe y el amor dirigen su mirada hacia la resurrección de Cristo.

Hablar de fe comporta a menudo hablar también de pruebas dolorosas, pero precisamente en ellas san Pablo ve el anuncio más convincente del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace manifiesta y palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento. El Apóstol mismo se encuentra en peligro de muerte, una muerte que se convertirá en vida para los cristianos (2 Co 4,7-12).

En la hora de la prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la debilidad, aparece claro queno nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor” (2 Co 4,5). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser vivida como “la última llamada de la fe”, el último “Sal de tu tierra”, el último “Ven”, pronunciado por el Padre, en cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el paso definitivo (Lumen Fidei 56-57).

 La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso;  la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres, y muchos más, han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan (Mensaje para la Jornada Mundial del enfermo 2013).

La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz.

            La fe es un don que Dios ha concedido a cada uno (Rom 12,3): “En virtud de la gracia que me fue dada, os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual”. Es el amor el que lleva a la comprensión de la fe como acto único y siempre original. Al ser fruto del amor, el creer es el suceso esencial de la vida.

            Solo en la fe el sufrimiento halla un espacio de luz, porque puede testimoniar que es posible amar también a través del dolor. Fuera de este horizonte, el sufrimiento no pasa de ser un absurdo y una ignominia. Solamente la fe puede ser garante de la verdad y fuente de sentido, ante lo que afirma Pablo: “Cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte” (2Cor 12,10).

            La fe no puede reducirse a una simple adhesión verbal, sino que exige el compromiso y la seriedad de todos, especialmente de los agentes de la Pastoral de la Salud. Esto requiere el esfuerzo y la fatiga de un camino. Se abre para cada uno, la perspectiva de un itinerario de fe que se debe prolongar durante toda la realidad, un camino vivido con el coraje y con la pasión de quien tiene la certeza de preguntar ya desde ahora aquello que constituirá la felicidad para siempre: el amor del Dios Trino.

Durango, Dgo., 29 de Septiembre del 2013                         + Mons. Enrique Sánchez Martínez

                                                                                                    Obispo Auxiliar de Durango

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«Los matrimonios “gay” en el Congreso del Estado de Durango» EPISCOPEO DEL 22 DE SEPTIEMBRE DE 2013

«Los matrimonios “gay” en el Congreso del Estado de Durango»

Hoy se reivindica el derecho de que se casen dos hombres o dos mujeres. Si todos los ciudadanos tienen derecho a contraer matrimonio, ¿por qué no los homosexuales? Si las familias suelen organizarse en torno a dos personas que comparten su vida, ¿por qué esas dos personas han de ser siempre un hombre y una mujer? Si todo matrimonio puede procrear hijos o adoptarlos, ¿por qué privar a las parejas homosexuales de esa posibilidad?

Los medios de comunicación han publicado que el Papa Francisco, en una entrevista reciente a la “Civiltá Cattolica”, ha dicho que no hay que obsesionarse en hablar sobre “cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos”; ahí también dijo “Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto y desde la Misión Evangelizadora de la Iglesia: Las enseñanzas de la Iglesia, sean dogmáticas o morales, no son todas equivalentes. Una pastoral misionera no se obsesiona por transmitir de modo desestructurado un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente. El anuncio misionero se concentra en lo esencial, en lo necesario, que, por otra parte es lo que más apasiona y atrae, y es lo que hace arder el corazón, como a los discípulos de Emaús…”

La Iglesia, en su misión, ha insistido siempre, en base a la razón humana, a la Sagrada Escritura y la tradición, que el matrimonio es la unión conyugal de un hombre y de una mujer, orientada a la ayuda mutua y a la procreación y educación de los hijos.  El matrimonio no es una institución meramente “convencional”; no es el resultado de un acuerdo o pacto social. Tiene un origen más profundo. Se basa en la voluntad creadora de Dios. Dios une al hombre y a la mujer para que formen “una sola carne” y puedan transmitir la vida humana: “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra”. El matrimonio es una institución natural, cuyo autor es, en última instancia, el mismo Dios. Jesucristo, al elevarlo a la dignidad de sacramento, no modifica la esencia del matrimonio; no crea un matrimonio nuevo, sólo para los católicos, frente al matrimonio natural, que sería para todos. El matrimonio sigue siendo el mismo, pero para los bautizados es, además, sacramento.

Lo que está en juego, y es por lo que la Iglesia alza la voz, es el respeto a la dignidad de la persona humana y a la verdad sobre el hombre. El sujeto de derechos es la persona, no una peculiar orientación sexual. El matrimonio no es cualquier cosa; no es cualquier tipo de asociación entre dos personas que se quieren, sino que es la íntima comunidad conyugal de vida y amor abierta a la transmisión de la vida; comunidad conyugal y fecunda que sólo puede establecerse entre hombre y mujer. Por otra parte, no se puede privar a los niños del derecho a tener padre y madre, del derecho a nacer del amor fecundo de un hombre y de una mujer, del derecho a una referencia masculina y femenina en sus años de crecimiento.

¿Por qué la Iglesia se opone al “matrimonio” gay? La única razón es porque le preocupa el ser humano, ya que “su única finalidad ha sido la atención y la responsabilidad hacia el hombre”. En definitiva, no se lava las manos ante la suerte de lo humano. Aunque esta defensa sea incomprendida y acarree críticas.  El contexto en nuestra Arquidiócesis y en el Estado de Durango, es la posibilidad que existe de que, algunos partidos políticos propongan en el Congreso del Estado la “legalización del matrimonio entre personas de un mismo sexo” (frase que no tiene sentido).

¿Tiene derecho el Estado a regular cada vez con mayor poder invasivo la realidad del matrimonio, hasta el punto de arrogarse el poder de definir cuál sea la esencia del matrimonio? En realidad, el matrimonio precede al Estado: es algo original y no sometido a las decisiones de una dictadura o de un partido político. El Estado, por lo tanto, no debería imponer leyes arbitrarias sobre esta institución natural. Su competencia reguladora debe limitarse a aclarar y dirimir aspectos sociales de las uniones matrimoniales, para evitar abusos, para promover la convivencia y, sobre todo, para proteger y fomentar las riquezas propias del matrimonio y de la familia.

¿Puede el movimiento homosexual imponer su manera de entender el matrimonio a la sociedad entera? Éste tiene su origen en las reivindicaciones de algunos grupos de homosexuales que han conseguido un amplio poder en el mundo de la cultura, de la comunicación, de la política. Estos grupos ven la propia actividad sexual como plenamente legítima en la vida social, y con derechos a un reconocimiento idéntico al que se da a las demás uniones matrimoniales aceptadas por el estado.

La fuerza de la ideología “gay” es tal que ha llegado a condicionar los estudios de la psicología. Resulta sumamente peligroso el que algún psicólogo insinúe que la homosexualidad “se pueda curar”, o manifieste la idea de que podría ser tratada como si fuese una “enfermedad”. Igual podemos decir de la ética: declarar los actos homosexuales como algo inmoral conlleva el riesgo de ser acusado de “homofobia” y puede ser motivo de persecuciones y ataques de diverso tipo, como sucede con algunos obispos.

La política también ha quedado seriamente afectada: se presiona, estigmatiza, aísla o persigue de distintas maneras a aquellos políticos que se oponen a las reivindicaciones de los grupos “gay”. La Iglesia católica y otras religiones son cada vez más criticadas en el mundo de la cultura y en aquellos medios de comunicación que avalan y promueven el “orgullo gay”.

Dar estatuto de “matrimonio” a las uniones homosexuales, y permitirles adoptar niños, crea un enorme desorden social al ofrecer a la gente la idea de que el comportamiento homosexual es no sólo normal, sino incluso algo protegido y tutelado como un “bien social”. En los actos homosexuales no se da la presencia de aquellos elementos de complementariedad biológica y antropológica que son propios del verdadero matrimonio. Esta complementariedad permite la apertura a la vida y la creación de aquellas condiciones ideales para educar a los propios hijos desde la riqueza que nace de convivir con unos padres de distinto sexo.

Oponerse con firmeza a leyes como esta, incluso con la objeción de conciencia será un testimonio de respeto hacia el verdadero matrimonio y a su papel en la configuración de sociedades sanas y de personas maduras. Ello no quita, desde luego, que los católicos, y especialmente los sacerdotes, mantengamos una actitud pastoral de acogida y respeto hacia las personas que tienen tendencias homosexuales, como nos recuerda la Iglesia (Consideraciones n. 4 y 5) en la «Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales».

Durango, Dgo., 22 de Septiembre del 2013                                        + Mons. Enrique Sánchez Martínez

                                                                                                                                    Obispo Auxiliar de Durango

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E P I S C O P E O ¡Que se eleve fuerte en toda la Tierra el grito de la paz!

E P I S C O P E O

¡Que se eleve fuerte en toda la Tierra el grito de la paz!

Hace unos días recordamos la memoria de la beata madre Teresa de Calcuta. También en estos días el papa Francisco nos ha invitado a una jornada de oración y ayuno por la paz en Siria y en Medio Oriente, y por todos los que están involucrados en una posible intervención bélica.

            Se me hace importante citar algo del pensamiento de madre Teresa: “Nunca antes he estado en una guerra, pero he visto hambre y muerte. Me preguntaba a m í misma, ¿Qué sienten ellos cuando hacen esto? No lo entiendo. Todos son hijos de Dios. ¿Por qué hacen esto? No lo entiendo…” Su carta a George Bush y a Saddam Hussein, en enero de 1991, es oportuna para este momento que vivimos.

            “Acudo a ustedes con lágrimas en los ojos y con el amor de Dios en el corazón, para rogarles por los pobres y por los que se convertirán en pobres si la guerra que todos tememos estalla. Les imploro con todo mi corazón que trabajen, que trabajen duro por la paz de Dios y por reconciliarse.

Ambos tienen argumentos que presentar y un pueblo que cuidar, pero primero por favor escuchen a Aquel que vino al mundo para enseñamos la paz. Tienen el poder y la fuerza para destruir la presencia y la imagen de Dios, a Sus hombres, a Sus mujeres y a Sus niños. Por favor escuchen la voluntad de Dios. Dios nos ha creado para ser amados por Su amor y no para ser destruidos por nuestro odio.

A corto plazo puede haber ganadores y perdedores m esta guerra que todos tememos, pero ello nunca puede, nunca podrá justificar el sufrimiento, el dolor y la pérdida de vidas que provocarán sus armas.

Acudo a ustedes en nombre de Dios, del Dios que todos amamos y compartimos, para suplicar por los inocentes, nuestros pobres del mundo y aquellos que se convertirán en pobres debido a la guerra. Son ellos los que sufrirán más porque no tienen forma de escapar. Imploro de rodillas por ellos. Ellos sufrirán y nosotros seremos los culpables por no haber hecho todo lo que estaba en nuestro poder para protegerles y amarles. Les suplico por los que se quedarán huérfanos, las que se. Quedarán viudas y los que se quedarán solos, porque sus padres, maridos, hermanos e hijos han sido matados. Les suplico que por favor los salven. Les suplico por los que quedarán inválidos y desfigurados. Son los hijos de Dios. Les suplico por los que se quedarán sin casa, sin comida y sin amor. Por favor piensen en ellos como si fueran sus hijos. Finalmente, les suplico por los que perderán lo más valioso que Dios nos pueda dar, la vida, que es será arrebatada. Les suplico que salven a nuestros hermanos y hermanas, suyos y nuestros, porque han sido dados a nosotros por Dios para que les amemos y les queramos. No nos corresponde destruir lo que Dios nos ha dado. Por favor, dejen que sus mentes y su voluntad sean la mente y la voluntad de Dios. Tienen el poder de llevar la guerra al mundo o de construir la paz. Por FAVOR ESCOJAN EL CAMINO DE LA PAZ.

Mis hermanas, nuestros pobres y yo estamos rezando tanto por ustedes. El mundo entero reza para que abran sus corazones a Dios con amor. Quizá ganen la guerra pero ¿Cuál será el precio para las personas destrozadas, mutiladas y desaparecidas?

Apelo a ustedes, a su amor, a su amor por Dios y por sus semejantes. En el nombre de Dios y en el nombre de aquellos a los que ustedes harán pobres, no destruyan la vida y la paz. Dejen que triunfen el amor y la paz y que sus nombres sean recordados por el bien que han hecho, la alegría que han repartido y el amor que han compartido.

Que Dios les bendiga, ahora y siempre. Dios les bendiga”.

 Durango, Dgo., 8 de Septiembre del 2013                           + Mons. Enrique Sánchez Martínez

                                                                                                    Obispo Auxiliar de Durango

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