Homilía Domingo IV de Adviento; 23-XII-2012
Jesús, hijo de María
Hoy, narra S. Lucas en su Evangelio, que “entrando María en la casa de Zacarías saludó a Isabel, Y apenas Isabel escuchó el saludo de María, el niño se sobresaltó en su seno. Isabel quedó llena del Espíritu Santo y exclamó: bendita tú entre las mujeres , y bendito el fruto de tu vientre… y bienaventurada la que ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. María dijo: mi alma glorifica al Señor y mi espíritu exulta en Dios mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava”.
La escena de S. Lucas une las anunciaciones a María y a Isabel y los nacimientos de Juan Bautista y de Jesús; y en medio de los dos acontecimientos, María, definida aquí como la madre del Señor; para quien es la primera bienaventuranza evangélica: “bienaventurada tú que has creído en el cumplimiento de la palabra del Señor”. Por la fe de Abraham inició la obra de la salvación; por la fe de María inició la etapa definitiva de la salvación. A través de María, Jesús aparece como el Mesías, porque su presencia difunde el Espíritu y con ello el gozo.
El Hijo del Dios Altísimo, haciéndose hijo de María, ama hacerse preceder y anunciar de los pobres y de los humildes: quiere rodearse de sencillez y verdad. Belén, la más pequeña entre las ciudades de Judá tendrá el honor de dar nacimiento al Mesías prometido por los profetas, a aquel que extenderá su reino de paz hasta los últimos confines de la tierra. Humildes y pastoriles son también los orígenes de David; el futuro Mesías es presentado como descendiente de David, pastor de Belén. Humildes y pobres son los primeros portadores de la esperanza y de la salvación. Así es María en relación a Isabel; por la misma humildad y pobreza Isabel, iluminada del Espíritu Santo, reconoce en María la madre del Salvador y proclama el misterio que se ha obrado en ella.
María, morada viviente de Dios entre nosotros, prorrumpiendo en al canto del Magnificat, por los grandes misterios obrados en ella y por la gracia concedida a su prima, dice “el Señor ha mirado la humildad de su sierva”. La salvación prometida a Israel es ya iniciada con la encarnación del Mesías. Ello, con admirable atención y respeto a los protagonistas. Signo de este inicio, es la distribución de bienes mesiánicos y espirituales hecha a los humildes, a aquellos que se reconocen necesitados de salvación. En este momento, María es la morada viviente de Dios en medio de los hombres, es la portadora de la presencia divina que salva.
El Concilio de Calcedonia proclamó en el año 451 que Cristo es hombre perfecto, en la unidad de la naturaleza divina y de la naturaleza humana, subrayando la verdadera naturaleza humana de Cristo, contra quienes subrayando la divinidad atribuían a Cristo solo apariencias humanas. En el correr de los siglos, la Iglesia ha reafirmado que Jesús es hombre, contra todas las tendencias que minimizaban la humanidad del Salvador. El Concilio Vaticano II afirma: el Verbo Encarnado “trabajó con manos de hombre, pensó con mente humana, obró con voluntad humana, amó con corazón de hombre” (GS22). Estrechó amistades, lloró la muerte de Lázaro, se compadeció de las multitudes, estuvo lleno de gozo ante las realizaciones del amor del Padre. Se acercó a los hombres con una autoridad sobrecogedora. Parece extraño, pero aún actualmente “muchos cristianos no han entendido que “el hijo de María” es verdaderamente hombre, nacido en Belén, que fue niño, que tuvo hambre y sed, que se cansaba, que tenía compasión de los pecadores y de los enfermos; y que los que sufren encuentran comprensión en Él: jamás, nadie ha sido hombre como Él.
Cristo, hijo de María e hijo de Dios, entró en nuestra historia, en los destinos humanos llenos de luchas, pruebas, esperanzas, y que aquí permanece: Él es Dios con nosotros.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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