Homilía Domingo de Epifanía, 6-I-2013

Luz para todos los pueblos

                                   “Álzate y revístete de luz, porque viene tu luz, la gloria del Señor brilla sobre ti”. Este trozo del profeta Isaías altamente poético, en primera instancia se refiere a Jerusalén, pero también a la Iglesia presentada como luz que se opone a las tinieblas, precisamente porque en ella brilla la gloria del Señor, porque en ella habita el Señor, como luz unificadora de todas las gentes.

             A ella, Jerusalén, son atraídos los hijos e hijas de Sión, regresando del exilio; también son atraídos todos los pueblos. Es la idea universalística que campea en las profecías de Jeremías, Miqueas, Sofonías, Zacarías, etc. Y que tiene su primera realización en el Nuevo Testamento, como escuchamos en el Evangelio de hoy: “Unos magos llegaron de oriente a Jerusalén y preguntaron: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto surgir su estrella, y hemos venido para adorarlo”.

             En el texto hebreo, en vez de “revístete de luz” dice: “sé luz”; somos las personas que nos hemos de transformar en luz. En el Nuevo Testamento, el cristiano es luz (Mt 5, 14), porque camina iluminado por  la luz de Cristo (Jn 3,19-21; 8, 12; 12, 35-36).

             Preguntémonos: ¿de qué universalismo se trata? El primer documento del Concilio Vaticano II es sobre la Iglesia; en latín se dice “Lumen Gentium”, es decir “luz de los pueblos”; que ya de por sí equivale a convocar a la unidad fundamental de la familia humana. “La presente generación ha visto restringirse los obstáculos y las distancias que separan a hombres y naciones, gracias a un creciente sentido universalístico, a una más clara conciencia de la unidad del género humano y a la aceptación de la recíproca dependencia en auténtica solidaridad; en fin, gracias al deseo y a la posibilidad de entrar en contacto con hermanos y hermanas más allá de las divisiones artificialmente creadas por la geografía o las fronteras nacionales o raciales” (Dives in Misericordia, 10).

             Sin embargo, las diversas iniciativas en que se apoyan los esfuerzos de los hombres, para unificar a la humanidad comúnmente llevan una dosis de intereses particulares y frecuentemente descuidan un elemento insustituible como es la persona y sus auténticos valores.

 Y, los  cristianos, ¿no tenemos una palabra qué decir? Particularmente, ahora que estamos viviendo el Año de la fe, vayamos a la Escritura Santa, que nos presenta a Abraham, como el primer hombre que creyó en el universalismo, por lo que llegó a ser el Padre de las naciones, el Padre de todos los creyentes.

Dios le promete que algún día, todas las naciones se reunirían en su descendencia. Y Abraham creyó a Dios; fue el primer acto de fe hecho por un hombre.

             A Israel fue confiada la misión de reunir a todos los pueblos en la descendencia de Abraham para realizar la promesa del universalismo. Israel creyó formar esta unidad por medio de  algunas prácticas particulares como la Ley, el sábado y la circuncisión. Pero, al contrario, sólo la fe de Abraham habría sido capaz de dar unidad a todos los pueblos.

             El anuncio de un nuevo pueblo de Dios, de dimensiones universales, prefigurado y preparado por el pueblo elegido, se realiza en Jesucristo, en quien converge y se recapitula todo el plan de Dios (Ef 1,9-10). En Él, todo lo que estaba dividido encuentra la unidad. Aunque parece que venimos a menos; esa es la carga que llevamos sobre nuestros hombros; porque, este pueblo es la Iglesia, comunidad de creyentes; ella, realiza y testimonia la llamada universal de todos los hombres a la salvación por la obra unificadora de Cristo. Por ello, la Iglesia debe ser siempre esencialmente misionera.

Héctor González Martínez

        Arz. de Durango        

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