Homilía Domingo VII de Pascua; 12-V-2013
Ven, Señor Jesús
Hoy, el Evangelio de S. Juan inicia con una oración de Jesús a su Padre Celestial: “Padre, como Tu estás en Mí y Yo en Ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste”. Así ora Jesús por todos los cristianos, y el objeto primero de su oración es la unidad, testimonio indispensable para anunciar al mundo que Él, el Cristo, es el enviado del Padre; el objeto segundo es obtener que los suyos estén algún día con Él.
La segunda lectura, también de S. Juan, tomada del último trozo del Apocalipsis, paralelamente incluye la oración de la Iglesia haciendo eco a la oración de Cristo: “el Espíritu y la Esposa dicen: “Ven”; quien tenga sed, venga; quien quiera, tome gratuitamente el agua de la vida. El que atestigua estas cosas, dice: Sí, vendré pronto. Amen. Ven, Señor Jesús. La gracia del Señor Jesús esté con todos ustedes. Amen”. Orientado el texto hacia el final de los tiempos, son el Espíritu Santo y la Iglesia-esposa, quienes formulan una sola oración: “Ven, Señor Jesús”; es la oración de la Iglesia que expresa su impaciente espera.
Esta plegaria, como un grito de amor, expresa la tensión de Cristo-esposo y de la Iglesia-esposa hacia el encuentro definitivo al término de la historia de la salvación: cuando se complete la Pascua de toda la humanidad y de toda la creación por los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando el amor con que el Padre ama al Hijo estará en los discípulos en una perfecta comunión. La Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II (48), confirma esta esperanza que incluye la inauguración de la nueva humanidad en Cristo: el mismo Espíritu que resucitó de los muertos a Jesús-esposo de la Iglesia, trabaja en la Iglesia-esposa para guiarla a la salvación iniciada por Cristo.
“Ven, Señor Jesús”, es una jaculatoria apasionada que fortalece la vigilancia y las fuerzas de la comunidad cristiana, insatisfecha del presente, y la orienta hacia el futuro. Una civilización satisfecha, que apaga toda aspiración y toda tensión, es una civilización condenada a la disolución: este es el riesgo de la civilización en que nosotros nos encontramos hoy: la civilización consumista que, con la abundancia del tener, sofoca en las personas toda aspiración y tensión a un ser más.
La jaculatoria “Ven, Señor Jesús”, nos descubre que solo los hombres en tensión son los que hacen la historia. Los otros, los remolcados, terminan perdidos en una red de enajenaciones, de saciedad aparente e insatisfacción radical y lacerante. Tensión es proyección hacia adelante, hacia el futuro; es la fe, es el resorte que empuja continuamente hacia adelante. Es el sentido de una búsqueda teológica y trascendente. Fe, no significa huida del mundo, sino una búsqueda empeñosa e intensa de futuro. Creer, significa superar los confines, trascender los límites. El Cristianismo no es conformismo, es esperanza, es orientación y movimiento hacia adelante, es transformación del presente.
Estamos en el “Año de la Fe”. Y, entre los artículos del Credo que hemos de fortalecer, sobresale la adhesión al misterio central del Cristianismo: la Resurrección de Cristo y nuestra resurrección personal. Siempre ha habido quienes han creído que la muerte no es el fin de todo; hoy, son muchos los que piensan al contrario, no tanto con palabras, sino en la práctica, con hechos. Los marxistas, por ejemplo, consideran la existencia actual como una fatalidad: el hombre individual solo es tuerca de un gran mecanismo en constante evolución material, social y cultural; el individuo, sólo tiene el quehacer de hacerse útil a la sociedad y a las generaciones futuras; con la muerte termina el hombre entero. Y, sin embargo: bulle en el interior de cada ser humano, el sentido de lo eterno: para el católico aceptar la “santa muerte” es una blasfemia; para el católico, vivir, es caminar con Cristo Resucitado; y, quien escoge a Cristo en esta vida, no escoge la muerte, sino la Resurrección.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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