Homilía Domingo de Pentecostés; 19-V-2013

La Iglesia vive en el Espíritu de Cristo

             Dijo Jesús a sus discípulos: “Yo rogaré al Padre, y Él les dará otro consolador, que permanezca siempre con ustedes… El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, Él le enseñará

Toda cosa y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 16 y 26).

 Estas palabras de Jesús, forman parte del largo discurso de despedida o de consolación que Él dirigió a sus discípulos, antes de encaminarse hacia Getsemaní, para la Pasión. Él ofrece a los que lo aman, nuevos motivos de confianza: les promete el Espíritu, llamado Espíritu de verdad, pues será para ellos el Revelador. Promete además, que Él mismo vendrá con el Padre a habitar entre los discípulos. Se realiza así la verdadera presencia de Dios entre los hombres. Es una comunión, que también hace posible la comunión entre los hermanos por la observancia de su Palabra o de sus mandamientos; es una comunión que nace del hecho que Jesús mediante su muerte voluntaria subió al Padre y envió el Espíritu.

 

En la lectura de los Hechos de los Apóstoles, se narra que estando todos juntos “vino de improviso del cielo un viento fuerte que resonó sobre toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu les inducía a expresarse”.

El trozo, primero habla del don del Espíritu como cumplimiento de la promesa de Jesús. Luego habla del encuentro de las naciones en la unidad. La efusión del Espíritu es descrita bajo el trasfondo del primer Pentecostés que la Asamblea de Israel vivió en el desierto: “Al amanecer del tercer día, hubo truenos y relámpagos; una densa nube cubría la montaña, y se oía un sonido creciente de trompeta. Todo el  pueblo que estaba en el campamento temblaba. Moisés hizo salir al pueblo del campamento al encuentro de Dios, y la gente se quedó al pie de la montaña”. La descripción recurre a elementos cósmicos: fuego, humo, temblor de la montaña, truenos y relámpagos, trompetas, la procesión y el espacio sagrado; esta revelación describe una experiencia que jamás olvidará Israel, porque fue una gracia única la de haber encontrado a Dios, escuchado su voz y sentido su presencia.

             En aquel entonces, Dios habló a su pueblo desde el fuego, pero Israel no se acercó porque temía. Ahora, el fuego de Dios, esto es su Espíritu reviste de su poder a los iniciadores del pueblo nuevo: así, se realiza el prometido Bautismo del Espíritu. La forma de las llamas de fuego es aquí puesta en relación con el don de lenguas; la confluencia de gente de todas las naciones, muestra el poder unificador del Espíritu que reconstruye la unidad perdida en Babel y preanuncia la misión universal de la Iglesia.

            En Pentecostés, los Hechos de los Apóstoles y el Evangelio de S. Juan, narrando el mismo acontecimiento con procedimientos literarios y perspectiva teológica diversos, presentan la nueva realidad de la Iglesia como fruto de la resurrección y del don del Espíritu. La nueva y definitiva Alianza está fundada no más en una ley escrita en tablas de piedra, sino sobre la acción del Espíritu de Dios.

 Se comprende así, lo dicho por Atenagoras, Apologéta del S. II: “sin el Espíritu Santo, Dios está lejano, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia es una simple organización, la autoridad es un poder, la misión una propaganda, el culto un arcaísmo, el obrar moral un obrar de esclavos. Pero, en el Espíritu Santo el cosmos se ennoblece para la generación del Reino, el Cristo resucitado se hace presente, el Evangelio se hace poder y vida, la Iglesia vive la comunión trinitaria, la autoridad se transforma en servicio, la liturgia es memorial y anticipación, el obrar humano es deificado”. En una palabra: el Espíritu estructura la Iglesia para la misión.

Héctor González Martínez

   Arz. de Durango

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