Homilía Domingo IV ordinario; 3-II-2013
Iglesia, Comunidad de profetas
A Jeremías le fue dirigida la Palabra de Dios: antes de formarte en el seno materno te conocía; antes que salieras a la luz, te consagré y te establecí como profeta de las naciones”. En el seno materno, el hombre está ante Dios como criatura, en dependencia total para con su Creador; y Dios aparece como quien libremente elige y destina para una tarea bien precisa: Jeremías será profeta de las naciones. Pero, Dios no envía al peligro: si pide valor y fuerza es porque da el apoyo y la certeza para resistir y asegura estar siempre cercano. Sólo si el profeta retrocede, Dios lo expondrá a la humillación de un miedo aún mayor.
Por su parte, Jesús, predicando en la Sinagoga de Nazaret, primero era alabado por sus paisanos, pero al final fue rechazado por los suyos y arrojado de la Sinagoga, empujándolo hacia un precipicio. “Pero, Él, pasando por en medio de ellos, se retiró”. Aquí, Jesús se manifiesta como el Maestro que cumple las profecías. S. Lucas presenta la primera reacción del pueblo aparentemente como favorable: Pero, Jesús se presenta como un profeta que cumple su misión del modo querido por Dios.
Como Elías y Eliseo, que no tuvieron la oportunidad de ayudar a sus coterráneos, sino que debieron dirigirse a los extranjeros, también a Jesús no le piden signos. Los paisanos de Jesús, los nazaretanos, son obligados a meditar en el hecho que Dios distribuye sus dones a quien quiere; en este caso, a la gente de Cafarnaúm, ya que nadie puede alegar derechos. La reacción de los nazaretanos es violenta: lo sacan de la Sinagoga y lo quieren precipitar.
Jeremías es llamado por Dios a ser profeta de las naciones; Jesús se presenta como el profeta que cumple su misión del modo querido por Dios; la Iglesia es una comunidad de profetas. Pero: ¿qué cosa quiere decir ser profeta?
El profeta es un hombre de la Alianza; es un hombre que ha visto a Dios, aunque no en Sí mismo; pues, Dios queda siempre más allá del hombre; queda siempre escondido. Como fruto de un amor apasionado por los hombres y por Dios. El profeta ve lo que Dios hace y ve su plano de amor, hace una lectura divina de los acontecimientos humanos. El profeta es un hombre en contra por amor; la denuncia profética es un juico divino sobre los sucesos humanos y al mismo tiempo una comunicación del querer divino. Es, por tanto, una invitación a la conversión del corazón, personal y colectiva.
El profeta es la conciencia critica del pueblo, no tanto en nombre de la razón, sino en nombre de la palabra de Dios; él desenmascara donde estén, los dobleces y las complicidades del mal, El profeta es defensor de los oprimidos, de los débiles, de los marginados; está siempre de su lado; es su voz; es la voz de quien no tiene voz. Es llamado a ser responsable de Dios ante los hombres y responsable de los hombres ante Dios.
El profeta es el hombre de la esperanza. La denuncia del mal no lo suaviza; con confianza, él ve hacia adelante. En los momentos más duros de la historia del pueblo elegido, deportaciones, exilio, sufrimientos, las palabras del profeta son palabras de consolación y de confianza. Denunciada la infidelidad del pueblo, el profeta anuncia la fidelidad de Dios, en quien se funda sólidamente la esperanza.
En sí, la Iglesia es una comunidad de profetas: cabe preguntarnos: ¿Nuestra Iglesia Arquidiocesana es profética? ¿Tenemos profetas en nuestra Arquidiócesis?, ¿Usted y yo somos profetas?
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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