E P I S C O P E O ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!

E P I S C O P E O

¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!

            En el camino del año de la fe, reconocemos a la Virgen madre de Dios, en quien se manifiesta claramente el camino de la fe que el cristiano debe recorrer. Recordemos las palabras de santa Isabel: “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo.

La alegría que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos los que, en la fe, se dejan transformar por la Palabra de Dios. El Evangelio de Lucas nos presenta en algunos textos este misterio de escucha y de gozo. En la parábola del sembrador, san Lucas nos ha dejado estas palabras con las que Jesús explica el significado de la “tierra buena”: “Son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia” (Lc 8,15). Más adelante Jesús agrega: “Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra” (8,21). Y, ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (11,28).

En María, Hija de Sión, se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva. En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser, en su corazón, para que tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres. En la Madre de Jesús, la fe ha dado su mejor fruto, y cuando nuestra vida espiritual da fruto, nos llenamos de alegría, que es el signo más evidente de la grandeza de la fe. En su vida, María ha realizado la peregrinación de la fe, siguiendo a su Hijo. Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado.

Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica. Recordemos todos que nuestra relación personal y comunitaria con Dios depende del aumento de nuestra familiaridad con la Palabra divina.

Podemos decir que en la Bienaventurada Virgen María se realiza eso de que el creyente está totalmente implicado en su confesión de fe. María está íntimamente asociada, por su unión con Cristo, a lo que creemos. En la concepción virginal de María tenemos un signo claro de la filiación divina de Cristo. El origen eterno de Cristo está en el Padre; él es el Hijo, en sentido total y único; y por eso, es engendrado en el tiempo sin concurso de varón. Siendo Hijo, Jesús puede traer al mundo un nuevo comienzo y una nueva luz, la plenitud del amor fiel de Dios, que se entrega a los hombres.

Por otra parte, la verdadera maternidad de María ha asegurado para el Hijo de Dios una verdadera historia humana, una verdadera carne, en la que morirá en la cruz y resucitará de los muertos. María lo acompañará hasta la cruz (Jn 19,25), desde donde su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su Hijo (Jn 19,26-27). También estará presente en el Cenáculo, después de la resurrección y de la ascensión, para implorar el don del Espíritu con los apóstoles (Hch 1,14). El movimiento de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu ha recorrido nuestra historia; Cristo nos atrae a sí para salvarnos (Jn 12,32). En el centro de la fe se encuentra la confesión de Jesús, Hijo de Dios, nacido de mujer, que nos introduce, mediante el don del Espíritu santo, en la filiación adoptiva (Ga 4,4-6).

¡Madre, ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada. Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa. Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe. Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar. Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado. Recuérdanos que quien cree no está nunca solo. Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino. Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.

Durango, Dgo., 13 de Octubre del 2013                               + Mons. Enrique Sánchez Martínez

                                                                                                    Obispo Auxiliar de Durango

                                                                                                  Email: episcopeo@hotmail.com

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