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Domingo XXIII ordinario, 8-IX-2013 Elección de fe: Opción radical

Domingo XXIII ordinario, 8-IX-2013

Elección de fe: Opción radical

Continuando con las sentencias sabias del AT, hoy, la primera lectura. tomada del libro de la Sabiduría, dice: ”¿qué hombre puede conocer el querer de Dios? ¿Quién puede imaginar lo que quiere el Señor?  Los razonamientos de los mortales son tímidos e inciertas nuestras reflexiones, porque un cuerpo corruptible pesa enormemente sobre el alma… Si nos cuesta conocer las cosas terrestres y descubrir lo que está al alcance de la mano, ¿quién podrá comprender lo que está en los cielos?”.

La lectura habla de los resultados que busca el que escoge la sabiduría como compañera de la vida; siendo que dicha sabiduría es inaccesible al hombre si Dios no la revela. Por ello, se formula una oración al Dios de los Padres, en la cual la sabiduría aparece como reveladora del querer y del pensar divinos. En el contexto del AT, esto se cumple en el don de la Ley; en el NT se vislumbrará en la sabiduría de Dios, revelada a los hombres en todo el plan salvífico de Dios que se realiza en Cristo Crucificado.

Pasando al Evangelio de S. Lucas, hoy sentencia Jesús: “si alguno viene a mí, y no deja a su padre a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, e incluso a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Cada quien mida sus propias fuerzas y decida. Porque el Cristianismo es una elección por Cristo; frente a esta opción por Cristo, todo lo demás es relativo.

El acto de fe en Jesús se realiza y se vuelve concreto atrapando la realidad del hombre en todas sus dimensiones, desde la corpórea hasta la social e histórica. La adhesión a su persona, que se vive en la nueva Comunidad, tiene exigencias radicales e incluye rupturas y la renuncia a valores y realidades tales, que la renuncia a ellos o es un acto de desesperación o de resignación respecto al sentido de la existencia, o es el descubrimiento del orden terreno ante la realidad de Dios que bien de lo alto como gracia.

            La renuncia al mundo como acto de fe, es un gesto posible solamente desde la gracia por el hecho que Dios se dona a Sí mismo como gracia en Jesús, y que esta gracia no puede ser desgarrada por nada. Si en el Evangelio de hoy, Jesús repite sus apelos a la renuncia, si invita a cargar la propia cruz y a seguirlo, no es para sacar al hombre del mundo; más bien, es para empujarlo a asumir hasta el fondo con fidelidad la condición humana

Mientras el hombre pecador intenta realizar la felicidad buscando evitar todo lo que hace sufrir e intenta apartarse del sacrificio, fijándose solamente sobre lo que ofrece la vida presente; el cristiano en cambio, es invitado por la fe a mirar de frente esta vida con el máximo realismo. A través del sufrimiento y aún de la muerte, el cristiano da su aportación insustituible al éxito de la aventura humana. Si le sucede conocer la tristeza, mientras el mundo goza, en realidad su tristeza es fecundidad de vida; el cristiano sabe que la muerte es el camino a la vida. Pero un tal proyecto se logra sólo siguiendo a Jesús bajo el impulso del Espíritu.

El que ha elegido a Cristo está libre de sí mismo. Penetrado de amor de Dios, el hombre es devuelto a los afanes de aquí abajo, que él cumple no de modo superficial y haciendo acopio de sus propios recursos humanos. Las dos breves parábolas de Lucas son una severa advertencia contra cualquier respuesta superficial. La fe no es algo superficial; sino radical, y requiere preguntarse si se está dispuesto a todo. Es la elección de un cristiano maduro, que valora en profundidad lo que el mensaje cristiano le propone. No es fe de conveniencia ni deseo de pertenencia sociológica. Así, la fe se hace criterio de juicio y de acción: esto es, capacidad para discernir las cosas y las situaciones con los ojos de Dios; y en consecuencia, capacidad para obrar según su voluntad.

Héctor González Martínez

                                                                                                                     Arz. de Durango

Es estrecha la puerta para entrar al Reino -Domingo XXI ordinario; 25-VIII-2013

En el último capítulo del profeta Isaías, dice el Señor: “Yo vendré a congregar a pueblos y naciones; que vendrán y contemplarán mi gloria. Pondré en medio de ellos una señal y mandaré a algunos de sus sobrevivientes a las naciones, … y a los pueblos lejanos que nunca oyeron hablar de mí ni han visto  mi gloria. Y anunciarán mi gloria entre las naciones. Y traerán de todos los pueblos, como ofrenda al Señor, a todos sus hermanos, montados en caballos, carros, literas, mulos y dromedarios… Y también de entre ellos elegiré  sacerdotes y levitas”.

 Por los términos y por el estilo este capítulo de Isaías parece una composición tardía, pero recoge lo mejor de todas las aspiraciones mesiánicas. El evento mesiánico marcará la reunión de todos los pueblos en el templo del verdadero Dios. La exclusividad judía será totalmente superada por la participación de todas las gentes en el culto y en el sacerdocio. El sentido de unidad entre las gentes reconstruye la unidad rota por la torre de Babel (Gen 11).

        En el Evangelio de S. Lucas, “enseñando Jesús por ciudades y pueblos, de camino hacia Jerusalén, uno le preguntó: ¿Señor, son pocos los que se salvan? Jesús respondió: esfuércense de entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos buscarán entrar, pero no lo lograrán… hay algunos entre los últimos que serán primeros y algunos entre los primeros que serán los últimos”.

             Este trozo evangélico refleja claramente la polémica del rechazo de los judíos y la aceptación de los paganos en la Iglesia primitiva;  con todo, S. Lucas intentó aquí actualizar la enseñanza de Jesús para los discípulos de su tiempo. Pues, los discípulos que escuchaban las enseñanzas del Señor y tenían familiaridad con Él, se planteaban un cuestionamiento que hemos de plantearnos nosotros, a saber: nosotros cristianos ¿nos salvaremos? Las palabras de Jesús dan esta respuesta: el ser cristianos no es un medio mágico o automático de salvación; la salvación nos viene del encuentro entre el esfuerzo humano y el don de Dios.

            Cuando alguien nos ama verdaderamente y nos habla llamándonos por nuestro nombre, nos descubrimos a nosotros mismos y ya no nos sentimos solos. La victoria sobre la soledad genera el gozo; entones vivir es una fiesta. El Reino de Dios es comunión; por ello su venida inaugura un tiempo de gozo. Es una fiesta sin término, porque es definitiva; es una fiesta a la que son invitados todos los hombres.

                       El Reino es simbolizado por un banquete, un lugar de encuentro y de comunión. La verdad de la comunión, nos quiere juntos en torno a una mesa en la alegría de una cena, en la abundancia de un banquete. El gozo de estar juntos, nos lleva a una comida juntos, a compartir aquello que somos. Nos lo han ofrecido, somos invitados y hemos de ir; es un don gratuito que ha de ser acogido.

            El pueblo de Israel, por su historia y su pasado, se creía privilegiado único de poder gozar incondicionalmente del banquete del Reino. El profeta Isaías que lee los acontecimientos en profundidad reconoce que el privilegio no es ni incondicionado ni exclusivo. Los hombres están ante Dios, como una única y sola humanidad. Del encuentro con Él no es excluido ningún pueblo, ninguna persona. Todos somos hermanos, porque una relación radical nos liga al mismo Padre.

          El privilegio de Israel tenía el significado de proclamar a todos los hombres que no es la unidad de origen lo que funda la igualdad entre los hombres;  ni la pertenencia a una raza o a una clase lo que justifica una riqueza o una libertad. Todos los hombres han de tener las mismas posibilidades, porque todos tienen una misma meta: encontrarse con el Padre Celestial, contemplar la misma gloria, y por tanto, lograr una convergencia y una igualdad universales.

    Héctor González Martínez,   Arz. de Durango

Domingo XX ordinario; 18 agosto 2013 La palabra de Cristo divide

Domingo XX ordinario; 18 agosto 2013

La palabra de Cristo divide

En el año 588 los babilonios suspendieron el asedio a Jerusalén, por apoyar a Egipto; pero Jeremías continuó anunciando la destrucción. Entonces, los jefes del ejército lo arrojaron a una cisterna porque les contradecía; y Jeremías se queja: “me hiciste un hombre de contradicción sobre toda la tierra”.

 La lectura narra: “Los jefes dijeron al rey Sedecias: que se dé muerte a Jeremías, porque desalienta a los guerreros que han quedado en esta ciudad y desanima a todo el pueblo, diciéndole palabras semejantes; porque este hombre no busca el bienestar del pueblo, sino el mal. Sedecías respondió: él está en sus manos; el rey no tiene poder contra ustedes”; ellos entonces tomaron a Jeremías y lo arrojaron a una cisterna. Ebed-Melech el etíope,  subió ante el rey y le dijo: “Rey mío, Señor; aquellos hombres hicieron mal al profeta Jeremías, arrojándolo en la cisterna….. El rey dio orden a Ebed-Melech el etíope: toma contigo tres hombres y saca al profeta Jeremías de la cisterna antes que muera”.

 Jesús en el Evangelio de S. Lucas inicia expresando su actitud ante su pasión: es un deseo inmenso y angustioso de ser bautizado o sumergido en el abismo de sufrimiento que lo conducirá al cumplimitno de su misión dice a sus discípulos: “yo vine a este mundo a traer fuego a la tierra y cómo quisiera que estuviera ardiendo: con su misterio pascual traer el fuego del Espíritu con su fuerza purificadora y renovadora. Hay un Bautismo que debo recibir y me angustio, hasta que se cumpla. Piensen que no vine a traer la paz sobre la tierra sino la división:… en una casa de cinco personas, se dividirán tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. El resultado de su obra entre los hombres: ellos,  puestos ante la disyuntiva de la libertad, provocará no la paz, sino la división, aún éntrelas familias. Pero, como será la suerte del maestro así será la del discípulo.

 El Reino de Dios es la realización del Misterio Trinitario, en la comunión entre los hombres y con Él. Ya los profetas lo habían anunciado y descrito como un tiempo de paz, de bienestar y de gozo jamás vistos; un tiempo de fraternidad universal y cósmica. Toda barrera sería eliminada, se constituiría un solo pueblo para un solo Dios.

 Jesús realiza el proyecto de Dios en la humanidad anunciado por los profetas. Viene a reunir a los hijos dispersos. Su última oración es oración por la unidad: “Padre, que todos sean una sola cosa, como Tú y Yo somos uno”. ¿Cómo poner de acuerdo estas expresiones con las palabras del Evangelio de este domingo?, ¿piensan que yo vine a traer la paz sobre la tierra? Les digo que no, sino la división”: porque, el anuncio de la verdad, suscita oposición. Las palabras de Jesús están enmarcadas en un profundo realismo: su Reino creará nuevas divisiones.

  Quien lo acoge no entra en un estado de paz paradisíaca, sino que primero prueba en sí mismo la guerra y la división. Él no puede aceptar la ambigüedad del compromiso, no puede vivir el bien y el mal; encontrar un acuerdo entre lo verdadero y lo falso, no puede fiarse totalmente a las certezas humanas, debe abandonar continuamente la tierra de las costumbres tranquilas por la incertidumbre de una tierra que no posee.           Es cosa extraña que la fe en Cristo cree enemigos o ponga obstáculos. Esto es así, porque el amor y la verdad tienen en la cruz su precio y su verificación. No hay amor verdadero que no lleve en sí el sufrimiento; no hay verdad que no hiera. Si el amor es don gratuito no puede no ser renuncia a sí mismo. Si la verdad es descubrimiento, no puede no ser un juicio sobre nuestras acciones, y un empeño por nuevos y mejores horizontes. Elegir a Cristo en un mundo dominado por el pecado es hacerse enemigos. Pero, el cristiano supera la división con el amor gratuito.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Domingo XIX ordinario; 11-VIII.2013 La pobreza voluntaria, signo del Reino

Dice la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos: “la fe es el fundamento de lo que se espera y  la prueba de lo que no se ve. Por ella, nuestros antepasados obtuvieron la aprobación de Dios… Por la fe, Abraham, obediente a la llamada divina, salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la tierra que se le había prometido habitando en tiendas; y lo mismo hicieron Isaac y Jacob, herederos como él de la misma promesa”. En Abraham, la fe aparece como obediencia, que equivale al abandono de las propias seguridades para lanzarse a lo desconocido. La fe transformó a Abraham, Isaac y Jacob peregrinos sobre la tierra. Por la fe, Abraham se convirtió en padre y Sara en madre; por la misma fe, Abraham no dudó en sacrificar a su hijos Isaac, seguro de que Dios le daría la descendencia prometida.

 Nos viene bien esta lección ahora que vivimos y celebramos el Año de la fe. La fe descrita aquí,    no desde el punto de vista de su objeto, sino desde el fin al que tiende, es la fuerza dinámica que proyecta la vida del cristiano hacia el futuro. Queda claro, que así lo entiende el autor de la carta, presentando grandes testimonios de fe en la historia de la salvación; aquí aparecen Abraham, Isaac y Jacob, pero la lista es larga en el capítulo 11 de la Carta.

 Y en el capítulo 12, nos exhorta a nosotros: “ya que estamos rodeados de tal nube de testigos, liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asalta, y corramos con perseverancia en la carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe, el cual, animado por la alegría que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Fíjense, pues, en aquel que soportó en su persona tal contradicción de parte de los pecadores, a fin de que no se dejen vencer por el desaliento” (12, 1-3).

 En el Evangelio, Jesús dijo a sus discípulos: “no temas, pequeño rebaño, porque a su Padre le ha complacido darles su Reino. Vendan lo que tengan y den limosnas; hagan ahorros que no envejecen, un tesoro inagotable en los cielos, donde los ladrones no lo roban ni la polilla corroe. Porque donde está tu tesoro ahí estará también tu corazón”. Este trozo evangélico, continúa la enseñanza del domingo anterior sobre la conducta del cristiano en cuanto a los bienes de este mundo, El uso correcto de los bienes ayuda a estar listos para el encuentro del Señor. Las palabras de Jesús son generales y válidos para todos los discípulos: ignorando el tiempo de la venida del Señor, el discípulo debe mantenerse alerta y listo

 El hombre de todos los tiempos, en su reflexión moral, siempre ha descubierto en el tener, en la riqueza, un peligro de enajenación. En toda la historia del pensamiento y de las religiones se da un llamado al desprendimiento de los bienes materiales con miras a la liberación y a la realización de la persona. La pobreza evangélica no es moralistica ni centrada en el hombre; sino sobre la persona de Jesús. La pobreza evangélica es una consecuencia de la fe en Jesús y en la venida del Reino de Dios.

 Jesús quiso ser pobre y predicó la pobreza no sólo como liberación espiritual o moral, sino como condición de la Encarnación redentora como paso necesario hacia la resurrección y a la preparación de su retorno (Fil 2, 5-11; 2Cor 8,9-13). La llamada de Jesús a la pobreza radica en su persona. Él sabe y declara que con El y en Él ha llegado el Reino de Dios. Este hecho, cuando es conocido por el anuncio de la predicación, invita a tomar posición, urge a una decisión absoluta. No se trata simplemente de la elección entre el bien y el mal, situación que se ofrece constantemente a la conciencia del hombre; ni siquiera es sólo la afirmación o la negación de Dios. Se trata de una realidad más profunda y decisiva: en Jesús, Dios hace al hombre la suprema y definitiva  oferta de salvación; y por ello, su iniciativa lo empuja a tomar

una decisión definitiva.

                                                                                               Héctor González Martínez

                                                                                              Arz. de Durango

Domingo XVIII ordinario; 4-VIII-2013 Cuando los bienes materiales se vuelven dios

Domingo XVIII ordinario; 4-VIII-2013

Cuando los bienes materiales se vuelven dios 

     En el S. III antes de Cristo, por influencia de la Cultura griega aparecieron  ideas nuevas que agitaron la solidez de las antiguas creencias, ofreciendo un llamado al desapego de las cosas de la tierra. Su estribillo preferido fue: vanidad de vanidades, todo es vanidad; se podría traducir, todo es una bola de espuma; su reclamo no es una enajenación, pues recordando la transitoriedad  de las cosas terrenas, ayuda a percibir su límite e invitando al desapego de ellas prepara el camino a la bienaventuranza de Jesús: “bienaventurados los  pobres”.

            Así se marca un punto de desarrollo en el pueblo de Israel. Dice pues el libro del Eclesiastés, en el Antiguo Testamento “vanidad de vanidades, todo es vanidad; porque quien ha trabajado con sabiduría, con ciencia y con éxito deberá luego dejar sus bienes a otro que no se ha fatigado; también esto es vanidad y gran desventura.

Pero el desarrollo del pensamiento religioso de Israel no termina ahí. S. Pablo en su Carta a los cristianos de Colosas los estimula a más: “si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde se encuentra Cristo sentado a la derecha de Dios; piensen en las cosas de arriba, no en las de la tierra”; S. Pablo, escribe para bautizados, aplicando el Sacramento del Bautismo a las realidades de la vida cotidiana. Para S. Pablo, la ética del cristiano es coherencia con la nueva realidad presente en Él, por la solidaridad con la vida del Resucitado: la existencia del cristiano aquí en la tierra, tiene ya un carácter misterioso y celestial: es ya una comunión extraordinaria con el Cristo glorioso y por Él, con el Padre. Aquí abajo, todo esto no aparece claro y queda oculto a nuestros ojos de carne. Un día, en la segunda venida de Cristo, en su Día, se aclarará todo en el alcance escondido, que la vida de los cristianos tenía ya en este mundo.

Todavía más, Jesús en el Evangelio, S. Lucas aconseja: “cuídense y manténgase alejados de toda codicia, porque, aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de ellos”. El hombre permanece hombre, aún en la imitación de Jesús, y como tal, está amenazado por la preocupación de los bienes terrenales. Es pues necesario que el discípulo, llamado a buscar el Reino de Dios, y a dar sin recibir, asuma una justa actitud frente a los bienes. En este enfoque, el consejo de Jesús, no debe entenderse como contrario a la procuración de la justicia social, sino como una invitación insistente a los discípulos para que se afanen por lo que vale más, evitando la codicia y la exagerada acumulación de bienes terrenales, asegurándose más bien la vida delante de Dios.

Ciertamente una necesidad fundamental del hombre es la seguridad. Él busca apasionada y necesariamente un fundamento estable en qué apoyar su propia existencia; pero se dice: el dinero lo es todo; es el poder. Sin dinero no se puede hacer nada; el dinero da al hombre el sentido de la seguridad, de la posibilidad de hacer todo. Aparece luego el mecanismo de la acumulación: el dinero nunca es demasiado; surge el mecanismo y se vuelve una idolatría. Y cuando el dinero se vuelve propiamente dios, para obtenerlo se está dispuesto a todo. La sed de dinero opone el hombre al hombre. Si uno busca tener la mayor parte, el otro resulta un competidor a superar o a eliminar.

Concluyamos pues, que el fundamento seguro de la existencia humana es sólo Dios. En Él alcanza significado también el uso de las cosas, que en sí son buenas; no sean instrumento de división, sino de comunión. El hombre no las tiene egoístamente para sí, sino que las transforma en signos de amor. Leemos en el Concilio Vaticano II: “Dios creó la tierra y todo lo que la contiene, para uso de todos los hombres y pueblos , de modo que, según un criterio equitativo, los bienes creados han de ser participados a todos, teniendo como guías la justicia acompañada de la caridad” (GS 69.

Héctor González Martínez

        Arz. de Durango

Domingo XVII, ordinario; 28-VII-2013 El discípulo de Jesús, ora como Jesús

Domingo XVII, ordinario; 28-VII-2013

El discípulo de Jesús, ora como Jesús

 La oración se define como diálogo con Dios. Pero, poner al hombre en diálogo con Dios, puede ser un riesgo: el hombre en la oración puede desnaturalizarse a sí mismo y a Dios; puede reducir a Dios a un bien de consumo o a un fácil remedio de las propias insuficiencias y perezas. Y puede reducirse uno  mismo, en un ser que descarga las propias responsabilidades en otro.

 En el capítulo 18 del Génesis, dice el Señor Dios: “el grito contra Sodoma y Gomorra, es demasiado grande y su pecado es muy grave. Quiero bajar a ver si han hecho todo el mal cuyo grito llegó hasta mí”. Entonces, Abraham se le acercó y le dijo: “de veras exterminarás al justo con el impío?… lejos de Ti, hacer morir al justo con el impío, de modo que el justo sea tratado como impío; lejos de Ti. Acaso, el juez de toda la tierra no practicará la justicia?”. Y, Abraham empezó un insistente  regateo: “Si se encuentran cincuenta justos, perdonarás la ciudad?,  “por cuarenta y cinco?, ¿por cuarenta?, ¿por treinta?, ¿por veinte?, ¿por diez? No la destruiré por diez.

Abraham no se atrevió a bajar de diez justos. Pero en Jeremías (5,1) y en Ezequiel (22,30) Dios se declara dispuesto a perdonar a Jerusalén aún si se encontrara un solo justo. En Isaías, aparece que un solo justo salva al pueblo: “le daré un puesto de honor entre los grandes, y con los poderosos participará del triunfo, por haberse entregado a la muerte y haber compartido la surte de los pecadores. Pues Él cargó con los pecador de muchos e intercedió por los pecadores” (Is 53, 12); a este sentido fundamental del texto se puede añadir con facilidad el sentido del Evangelio: una plegaria insistente y perseverante alcanza su objetivo.

            Solo la fe perseverante de Abraham salva la verdad de la oración. En Israel que vive en un régimen de fe, está salvada la verdad de la relación hombre-Dios, la verdad de la oración. Porque, en Israel, la oración está ligada esencialmente a la fe. La oración viene a ser una respuesta libre al Dios que se revela; una acción de gracias por los grandes eventos que Dios cumple en su pueblo; así, la oración llega a ser primero respuesta del hombre a Dios antes que petición a Dios.

            El hombre vivo y verdadero, encuentra al Dios vivo y verdadero. Los salmos son el mayor testimonio de oración de Israel, en que el hombre permanece él mismo y Dios permanece Dios en un auténtico diálogo de amor, un diálogo en que entra la vida, la historia. Moisés, es la figura por excelencia del que ora, y es el hombre de la liberación de un pueblo, una figura histórica: la acción, la política son las constantes de su existencia. Su misma oración la más contemplativa, la que hace antes de ver la gloria de Dios, es una oración encarnada en que entran con fuerza la espera y la esperanza del pueblo.         Moisés lleva ante Dios, la situación política del pueblo, no como observador, sino como realizador.

            Jesús cumple la oración de Israel. Él ruega, utiliza las formulas tradicionales de su pueblo y crea libremente otras. Pero, Jesús no sólo ruega, sino que Él es la plegaria, el contenido de la oración; en su persona se realiza el diálogo del hombre con Dios, en la verdad de los dos términos. El vértice de esta plegaria es la muerte de Jesús, que vista desde los aspectos meramente históricos, representa sólo un suceso profano, esto es la ejecución de un hombre condenado como delincuente político.

Sin embargo, es el único acto litúrgico de la historia. Por ello, el culto cristiano, se concretiza en la absoluta dedicación del amor, como podía manifestarse únicamente en Aquel en que el amor mismo de Dios se hizo amor humano.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

 

Homilía Domingo XV Ordinario, 14 de Julio

Domingo XV Ordinario

Quien ama a los hermanos, muestra  a Dios

                                                                                                               

         Hoy, leemos en el Deuteronomio: “Moisés habló al pueblo diciendo: obedecerás la voz del Señor, nuestro Dios, observando sus mandamientos y sus decretos escritos en este libro de la Ley; y te convertirás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma. Este mandato que hoy te ordeno no está muy alto para ti, ni muy lejano de ti”. En su significado inmediato, este mandato indica que la palabra Ley no puede considerare escondida para el hombre, puesto que Dios la ha revelado y el profeta la ha puesto en la boca de sus hermanos y la ha hecho penetrar en su corazón.

            También leemos hoy en el Evangelio de S. Lucas: “un doctor de la ley se puso de pié para poner a prueba a Jesús, le dijo: Maestro, qué debo hacer para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: qué cosa está escrito en la Ley? Qué lees en ella?; el doctor contestó: amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente;  y al prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo: has respondido bien; haz esto y vivirás”.        El hombre de religión natural, experimentando dentro de sí, la fragilidad del vivir, piensa encontrar fuera de sí, en Dios, la seguridad. El hombre, busca por tanto, alcanzar a Dios, llegar a ser como Él, divinizarse por medio de los ritos y el culto.

            Pero, desde el paraíso terrenal en el Génesis, el hombre pretende llegar a ser Dios. Para Israel, Dios es absolutamente el otro, inalcanzable para el hombre. El culto no diviniza; el único camino de salvación, es la fidelidad a la Alianza: Dios salvará gratuitamente a quienes esperan todo de Él y observan fielmente su ley. Pero, es posible al hombre una fidelidad absoluta, o sea dar una respuesta cargada de absoluto? Una respuesta total, que lo ligue a Dios y lo divinice? No hay contradicción entre tal aspiración y la condición de criatura, pecadora de por sí?

            La esperanza de ver superada tal contradicción orienta a Israel hacia el porvenir, hacia el Mesías. Con la intervención de Cristo, la esperanza de Israel es colmada sobremanera. Jesús de Nazaret, se presenta como el imitador perfecto del Padre. Él es también el Mesías, esto es, aquel hombre del cual se esperaba que pudiera hablar un lenguaje de verdadero interlocutor. S. Pablo dice de Él que es la imagen del Padre; al mismo tiempo Jesús es la imagen del hombre; que pide por sí mismo y por sus futuros discípulos, la renuncia total de sí, la obediencia hasta la muerte en cruz que es la condición del amor universal, es decir la fidelidad total a nuestra condición terrestre.

            Cristo se comporta con la humanidad, como el samaritano de la parábola evangélica hacia el desconocido: el samaritano pasa junto al hombre asaltado, después del sacerdote y del levita que no han querido o no han podido salvar al hombre herido. Aquí la parábola refleja las circunstancias que se nos ofrecen continuamente: Jesús viene a nuestro lado, bajo el aspecto de samaritano despreciado, nos revela lo que criterios egoístas olvidan. En Cristo, Dios se ha acercado al hombre bajo un figura sencilla y humana: “el Dios que nosotros conocemos no está ni muy alto ni muy lejano de nosotros y su ley está muy cercana a nosotros: en nuestra boca y en nuestro corazón para que la pongamos en práctica.

            El ateísmo teórico y práctico es un hecho que se respira en el los ambientes. En qué modo los hombres de hoy podrán encontrar a Dios? Cuál será el lugar de la revelación de Dios para ellos? Las argumentaciones o demostraciones abstractas, ciertamente no. Ciertamente, toda persona está despojada en muchos ambientes, sometida a la muerte, olvidada, descuidada. Hay una elección precisa que hacer: esto es, elegir al hombre por sobre todo, sobre el dinero, la carrera, las estructuras; elegir su liberación. Si Dios es amor, si Cristo es la revelación de Dios donándose hasta la muerte por el hombre, el cristiano revelará a Dios al mundo amando concretamente al prójimo. El amor del cristiano muestra a Dios.

Héctor González Martínez

       Arz. de Durango

 

Homilía Domingo XIV Ordinario; 7-VII-2013

doveEl domingo pasado meditamos el tema “cristiano es, quien escoge a Cristo y lo sigue”; hoy tomamos por tema, “los cristianos, discípulos mensajeros de la salvación”.

El exilio pasó, pero la soñada restauración de la ciudad no llegaba. Entre el pueblo de Israel, circulaba escepticismo acerca de la omnipotencia de Dios o al menos acerca de su real intervención.

A los escépticos amenazaba el castigo de Dios; a los que esperaban contra toda esperanza y que son realistas, va dirigida esta promesa divina: Jerusalén será una ciudad de prosperidad y de alegría; Dios se presentará en ella como consolador de su pueblo con la paz, la prosperidad y la bendición; estas promesas serán para los que las esperan y las acogen.

        Pablo, concluyendo su carta, se dirige a los que predican otro evangelio y los acusa de vivir según la carne, para huir de las persecuciones causadas por la cruz de Cristo. S. Pablo, no quiere otro provecho, que la cruz de Cristo, expresión de la suprema debilidad a los ojos de la carne, pero en realidad la única causa de salvación. En verdad, sólo la cruz y quien la vive en su propia vida, puede abatir lo que es viejo y dar al mundo una nueva vida hecha de unidad y de paz; porque es mediante la cruz que los hombres se reconcilian entre sí y con Dios.

            En todo el continente americano estamos en misión, como anuncio de esperanza. El hombre aspira a la paz, pero hace la guerra; el hombre quiere amar y ser amado, pero muchas veces no ama y no es amado. El hombre quiere la justicia, la igualdad, pero comete injusticias, produce estructuras injustas y opresivas. El hombre, en la profundidad de su ser, es búsqueda del ser viviente, pero produce ídolos muertos, niega y rechaza a la fuente. El hombre quiere la vida en plenitud sin fin y a todo nivel, pero en cambio encuentra la enfermedad y la muerte.

            El discípulo de Cristo, anuncia que las contradicciones más amargas de la existencia serán resueltas, que las aspiraciones más profundas del hombre serán realizadas por intervención gratuita de Dios, de modo insospechado e inaudito, resultando la victoria completa del mal, pues: lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. La salvación viene anunciada y realizada en un mundo dominado por la lógica del  pecado. Por ello, la salvación tiene un tiempo negativo, esto es la liberación de todas las fuerzas demoníacas que enajenan al hombre de sí mismo y de Dios. Esta salvación no será realizada de golpe; el mal no será vencido inmediatamente, no será combatido con armas potentes, mediante el poder, como pensaban los hebreos.

              El mensajero de la salvación se encuentra entre estas fuerzas demoníacas, es como un cordero en medio de lobos: no hay misión sin persecución, sin sufrimiento, sin cruz: la cruz es la gloria del misionero y de todo cristiano, porque lo coloca en una existencia nueva. La cruz por el Reino de Dios, aceptada con amor, es el signo de la victoria sobre el mal y sobre la muerte. Para el cristiano, la certeza de su resurrección, se apoya en el hecho que él esta crucificado a las pruebas y a la contradicción.

            La prueba no es para S. Pablo sólo aguantar el sufrimiento, tampoco una mera ocasión de vida moral, ni una simple aceptación de la cruz de Jesús; sino que la prueba es el lugar de la esperanza y del anuncio del Reino que viene; y que los misioneros y predicadores, del Evangelio proclamamos con las palabras y con los hechos de la vida, para confirmar que el mundo nuevo es posible y que ya ha iniciado.

            A la lógica del mundo viejo, opongamos la lógica de Dios. En un mundo de lobos, dominado por la agresividad, nuestra presencia testimonial y silenciosa sea una condena radical de la violencia bestial.

Héctor González Martínez

Arz. de Durango

Homilia Domingo XIII; 30-VI-2013

Cristiano es, el que escoge a Cristo y lo sigue

             En la primera lectura, tomada del primer libro de los Reyes, dijo el Señor a Elías: “ungirás a Eliseo hijo de Safat, de AbelMecola, como profeta en tu lugar”. Tenemos aquí una llamada que el profeta Elías hace en nombre de Dios, con un gesto simbólico: arroja sobre Eliseo su manto, símbolo de su personalidad y de sus derechos, y le transmite su espíritu profético. Eliseo sabe lo que le sucedió, y obedeciendo a la voz de Dios, deja todo y sigue a Elías.

             En el Evangelio de hoy, S. Lucas narra que “Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió delante a mensajeros, los que entraron en una aldea de samaritanos preparando su llegada. Pero, los samaritanos no lo quisieron recibir…Acercándose a otra aldea, uno le dijo: te seguiré a dondequiera que vayas. Jesús respondió: las zorras tienen guaridas y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza. A otro le dijo; sígueme, el cual le contestó: Señor, concédeme ir a sepultar a mi padre; Jesús le replicó: deja que los muertos sepulten a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios. Otro le dijo: Te seguiré, Señor; pero, deja que primero me despida de mis familiares. Jesús le respondió: nadie que pone mano al arado y vuelve atrás es apto para el Reino de Dios”. Este trozo está compuesto de tres partes desiguales: 1.- Jesús, convencido que su fin está próximo se dirige decididamente a Jerusalén; 2.- el rechazo de los samaritanos le da motivo para una enseñanza sobre la paciencia; 3.- quien quiera seguirlo, siguiendo su ejemplo debe disponerse a sufrir incomodidades y llegar a rupturas que pueden herir sicológicamente. En esta página del Evangelio de S. Lucas, Jesús aparece como maestro: pocos episodios, muchos dichos y enseñanzas.

             En todas las religiones, los grandes maestros han tenido discípulos asiduos a las enseñanzas y preocupados de recoger sus palabras. Esto sucede también en la Biblia, de un modo muy particular, viviendo el pueblo en un régimen de alianza y de fe.  La alianza no se apoya en tradiciones de maestro a discípulo, sino en sí misma. Ciertamente el pueblo elegido necesitaba guías que lo orientaran en la lectura de fe de los sucesos; pero esta necesidad es provisional y los mismos profetas esperaban un porvenir en que Dios mismo amaestraría los corazones sin la mediación de maestros terrenos, y todos serían discípulo de Dios (Is 54, 13).

            Así, en el Nuevo Testamento, los discípulos estamos llamados a compartir el destino de Jesús. Durante todo su ministerio, Jesús se presenta como un maestro que congrega a sus discípulos en torno a Él.

El llamado, para poder colaborar a la misión divina del Mesías, debe estar dispuesto a compartir la vida y el destino de Jesús, reconociéndolo y aceptándolo como elección de vida. No se trata tanto de adherirse a una doctrina, sino de comprometerse con su persona.

             Ahora que en la Arquidiócesis vamos repitiendo e insistiendo: “ser y hacer discípulos y misioneros”, nos estimula meditar que la vida en común con el Maestro, transforma al discípulo en seguidor  y colaborador de Jesús. Jesús lo prepara para esta tarea-deber y lo coloca en grado de difundir con poderes divinos el reclamo del Dios de Israel. Los Doce Apóstoles cumplen otra función: son expresión viviente del reclamo mesiánico dirigido por Jesús a todo Israel: el acto de caminar y seguirlo representa para ellos en cierto modo una profesión. Por ello, deben abandonar la profesión que ejercían precedentemente: hombres del mar, recaudadores de impuestos, etc.

             Los evangelios sinópticos, narran los encuentros históricos de Jesús, con aquellos a quienes invita a seguirlo; pero, los encuentros y las invitaciones persisten como una llamada viviente para los cristianos de todos los tiempos. Todos los hombres, han de sentirse llamados a dar una respuesta y tomar una decisión.

Héctor González Martínez

     Arz. de Durango               

Homilía Domingo XI Ordinario; 16-VI-2013

El amor gratuito de Dios vence el pecado

             Reinando el rey Saúl, el profeta Samuel ungió  a David como rey; cuando ya reinaba David, después de su gran pecado el profeta Natán le dijo : “así dice el Señor Dios de Israel: te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, puse en tus brazos las mujeres de tu señor, te di la casa de David y de Israel… ¿por qué pues, despreciaste la palabra del Señor, haciendo lo que es mal a sus ojos?: con espada mataste a Urías y tomaste por esposa a su mujer … La espada no se alejará de tu casa, porque tú me despreciaste… David respondió al profeta: pequé contra el Señor; Natán respondió: el Señor persona tu pecado”.

 David, ungido rey por el profeta Samuel con aceite de olivo en su cabeza, fue un gran rey, pero también un gran pecador; después de su grave pecado, pasa a un intenso arrepentimiento y alcanza el perdón, reconociendo en pocas palabras: “pequé contra el Señor”; como el amor gratuito de Dios vence el pecado, David se puso disponible a la palabra de Dios, dejándose corregir y educar por ella.

  En el Evangelio de S. Lucas, un fariseo invitó a Jesús a comer a su casa, pero al entrar Jesús, el fariseo no le ofreció agua para lavarse los pies, ni le dio el beso de paz. En cambio, una mujer pecadora pública, “se puso detrás de Jesús y comenzó a llorar, con sus lágrimas bañaba sus pies, los enjugaba con su cabellera, los besó y los ungió con perfume… El fariseo  pensaba mal y murmuraba: si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una pecadora”. Este episodio es una página típica de S. Lucas: confronta el obrar de la pecadora y el obrar del fariseo en relación a Jesús:

la mujer tiene un encuentro de amor, de perdón y de salvación; el fariseo es tipo de los que se creen justos, creyentes en Dios y ricos delante de Él. Pero la salvación es de quien se siente pobre y se humilla.

             Uno se los temas fundamentales del Evangelio de S. Lucas, es la manifestación que Jesús hace de Sí mismo, como el que salva a los pecadores. Desde este ángulo, Jesús se proclama ya como Dios, porque la murmuración de los judíos proclama que sólo Dios puede perdonar los pecados.

             El pecado es la muerte del hombre. En cambio, el hombre en cuanto más se acerca a los demás, está más cerca de sí mismo; se alcanza de verdad a sí mismo, sólo desprendiéndose de sí, sólo a través de los demás llega a ser él mismo. Aunque esto se realiza sólo en un nivel estrictamente profundo. De hecho, si el otro, es considerado sólo como un individuo cualquiera, también puede ser causa irreparable de perdición para uno. Más aún, definitivamente, el ser humano está ordenado al Otro por antonomasia, esto es a Dios; y, en consecuencia, se está uno más cercano a sí mismo, en cuanto se está más cercano a Dios.

             Por el contrario la cerrazón a Dios, desintegra al hombre. El pecado, en cuanto rechazo de Dios, es rechazo a la fuente de la vida, es decir, es una especie de muerte. La muerte física es el signo y la visibilización de la muerte de la persona. El pecado es incomunicabilidad, soledad, aislamiento; y, al  interno del pecado hay una dinámica de muerte. La esclavitud, el hambre, la miseria, la infancia abandonada, el descuido de la naturaleza, la voluntad de destrucción que va desde la pelea con cuchillo hasta la explosión atómica y a los armamentos, son signos visibles de muerte y de pecado.

             El hombre tiene necesidad de vivir en la verdad; y verdad es que es pecador; debe abandonar la falsa conciencia de ser justo; debe ser consciente de ser enfermo, de ser  pecador, para llamar al médico. No hay peor enfermo que quien creyéndose sano; debe sentirse pecador. El hombre puede quitarse la vida biológica y sobrenatural; y quitársela a otros; pero no puede ni volver a darse la vida a sí mismo, ni volver a darla a otros; es una imposibilidad absoluta y radical: sólo Dios puede perdonar los pecados. En la Iglesia los ministros del perdón, lo somos en el nombre de Dios, por la unción sacramental.

                                                                                                                                 Héctor González Martínez

         Arz. de Durango