II domingo de Cuaresma B, 4-III.2012

Abraham y Jesucristo

El camino de la Fe, tiene siempre una referencia a Abraham, como ejemplo de obediencia a Dios, por lo que es llamado padre de los creyentes.

Pero  ¿Cómo distinguir la auténtica voz de Dios? Abraham, observando a sus contemporáneos, se da cuenta que ellos, a tal punto aman a sus dioses, que les sacrifican a sus primogénitos. Le parece entonces, que el amor a Dios exige de él el sacrificio de su hijo Isaac.

Pero Dios lo detiene. Dios no quiere la muerte del hombre, sino la vida. Para Dios es suficiente la firme intención y seria voluntad de Abraham de sacrificar a Isaac, intención y voluntad demostradas en la preparación del sacrificio, en el viaje cuesta arriba hasta el monte Moriah, en el diálogo entre Isaac y Abraham, en la preparación del altar y en el gesto de sacrificar a Isaac. Todo esto señala paso a paso el sacrificio de Isaac, no físico sino espiritual, pues Abraham estuvo dispuesto hasta el final a sacrificar a su hijo.

Desde entonces, Abraham considera a Isaac como un doble don de Dios: nacido de Sara, estéril, y librado de la muerte. Dios, por su parte, reconoce la disponibilidad de Abraham y le renueva sus promesas: “Yo te bendeciré con toda bendición y haré numerosa tu descendencia, como las estrellas del cielo y las arenas del mar…; por tu descendencia serán benditas las naciones.

Por su parte, el Evangelio de Marcos, presenta hoy la Transfiguración, como culmen de la Revelación. Jesús, declarado Mesías por Pedro, revela a sus discípulos de todos los tiempos, que ser el Mesías significa sufrir (Mc 8, 31) y que el hombre no tiene por sí mismo el sentido de las cosas de Dios (Mc 8, 33). La incomprensión de los discípulos en la Transfiguración queda subrayada por Marcos, “no sabían qué decir, porque eran presa del susto”; sólo hay un medio para entender: escuchar a Cristo: “este es mi Hijo predilecto” y confesarlo como Hijo de Dios. Para Marcos, esto es posible, solamente si se acepta la cruz: como en el Calvario donde “el centurión, viéndolo expirar  de tal modo, dijo: verdaderamente este era Hijo de Dios”.

El esplendor de la Transfiguración, bajo la humilde envoltura de la condición humana, trasparenta la identidad profunda de Jesús y lo que será Él, de modo definitivo, cuando el Padre lo reciba en su Gloria. Sin embargo, bajo el apelativo de “predilecto” se esconde el misterioso drama del sacrificio y de la cruz. El Hijo único, realidad la más amada por el Padre, no está garantizada contra el sufrimiento; debe acogerla para que se manifieste su respuesta filial y se realice el proyecto de salvación  para todos los hombres. Por tanto, el final envuelve para todo discípulo del Crucificado inquietudes e implicaciones; Abraham, primero tuvo que renunciar a su pasado y luego a su futuro; pero, el creyente sabe que un amor misterioso dirige la historia.

Nuestros ojos miopes no tienen la lucidez necesaria para descubrir el diseño divino en toda su lucidez. Ello nos supera y sólo la fe puede entreverlo. Por ello, Abraham aparece a nuestra vista no sólo como creyente, sino como padre de los creyentes. En la prueba, queda manifiesto que  Dios se interesa por la suerte de sus fieles y que su vida le es muy apreciada.

Con el ejemplo de Abraham y de Cristo en su Transfiguración, los cristianos quedan robustecidos para oscurecer todo temor y a fundar sólidamente su esperanza porque ningún enemigo  es suficientemente poderoso para prevalecer contra el amor de Dios por ellos. Ni la muerte, ni el dolor, ni la angustia, ni las tinieblas tendrán la palabra definitiva; tanto es así, que el Apóstol Pablo hoy, en la segunda lectura, puede exclamar con justificado vigor: “si Dios está con nosotros, quien podrá contra nosotros”. En la luz fulgurante de la Transfiguración, Dios nos da una respuesta: la cruz es una fase del proyecto que desemboca en la gloria.

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