Homilía XIII domingo ordinario; 1-VII-2012

El Señor de la vida

            Hoy la primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría. Y nos educa sabiamente: “Dios no hizo la muerte, y no le gusta que se pierdan los vivos. Él creó todas las cosas para que existan; las especies que aparecen en la naturaleza son medicinales, y no traen veneno ni muerte. La tierra no está sometida a la muerte, pues el orden de la justicia está más allá de la muerte”.

             ¿Para qué pues, nos creó Dios?: para la vida; la muerte no puede venir de Él;  Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Cuando Dios entra en nuestra historia, lo hace para dar vida; y si ha de castigar, es lento para castigar y da tiempo al arrepentimiento. Más aún, Dios se contrista cuando ve el mal.

            Una cierta sabiduría positivista busca hacernos aceptar la perspectiva de la muerte estoicamente como algo natural, con serenidad racional, sin miedos, sin ilusiones consoladoras. Pero, la realidad es más fuerte que cualquier doctrina; ante la inexorable certeza de la muerte, el hombre se rebela contra ella y después de haber gustado el sabor de la vida no quisiera morir. Tiene la clara percepción de que la muerte es la salida natural de la vida: es una violencia a su inextinguible sed de vida. El hombre de todos los tiempos ha tenido un sentido muy agudo sobre la muerte; pero, no fue creado para la muerte. Dominador de la naturaleza, explorador del universo, artífice de conquistas cada vez más atrevidas, se encuentra inevitablemente con la sorpresa de la muerte.

             Desde la visión de la fe, la muerte es una falla de la creación, un jaquemate a la vida. Dios no creó la vida humana para que cayera en los brazos de la nada. Dios no ha creado la muerte y no goza con la ruina de los vivientes; Él creó todo para la existencia. La muerte no entraba en el plan de Dios; entró por la envidia del maligno, por el pecado del hombre, entendido como intento de autodestrucción del hombre, pues con el pecado el hombre rompe sus relaciones con la fuente misma de la vida, rompe sus relaciones con Dios, el viviente por excelencia. El hombre de todos los tiempos ha tenido un sentido muy agudo sobre la muerte; pero, no fue creado para la muerte. Dominador de la naturaleza, explorador del universo, artífice de conquistas cada vez más atrevidas, se encuentra inevitablemente con la sorpresa de la muerte.

            Dios nos llama a la vida. Desde el principio al fin, la Biblia nos revela un sentido profundo de la vida en todas sus formas, nos revela que el hombre busca con incansable esperanza un don sagrado en que Dios hace resplandecer su misterio; por ejemplo, en el centro del paraíso Dios plantó “el árbol de la vida” cuyo fruto debía hacer vivir para siempre (Gen 3, 22). El profeta Ezequiel asienta que “Dios se ha revelado como Dios de vivos y no de muertos” (18, 22) y no se complace en la muerte de nadie: Dios es el Padre de quién procede toda vida. En los Evangelios, Cristo es “el Verbo de vida, por quien existe toda vida”; “es resurrección y vida”; “es el pan de vida”; cualquiera que lo come tiene ya en sí, la vida permanente; Él es la fuente que salta hasta la vida eterna.

             Los milagros, especialmente las resurrecciones, testimonian que Él ha venido a comunicar vida;  las resurrecciones constituyen el signo del destino a que está llamada la humanidad: la vida eterna. Se puede decir que todo el mensaje cristiano se centra en: quien participa de Cristo, participa de la vida. Después de Cristo y su resurrección, quien cree, aún si sabe que ha de morir, ve la muerte como un momento para pasar a una vida sin fin; la muerte, se convierte en un pasaje, asume el carácter pascual de una victoria.

             Para el cristiano, la muerte es tremenda y terrible, porque es el precio del pecado y todo nuestro ser humano se rebela. Pero, la muerte es también una puerta abierta al mundo nuevo y al cielo nuevo que nos permiten lanzarnos en los brazos del Padre. Por ello, junto con expresiones de angustia y miedo, frente a la muerte encontramos en la experiencia cristiana, ejemplos de calma y de paz, junto con el deseo de que la distancia o la tardanza sean abreviadas. S. Pablo decía: “deseo que mi cuerpo sea disuelto, y pueda encontrarme con Cristo”: Y S. Fco de Asís: “Alabado seas mi Señor, por nuestra hermana muerte”.

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