Homilía Domingo III de Cuaresma; 3-III-2013
Dios no nos salva sin nosotros
S. Lucas en el Evangelio, presenta a algunos que refieren a Cristo el caso de unos galileos “cuya sangre Pilatos mezcló con la sangre de los sacrificios… Jesús respondió: ¿creen que aquellos galileos fueran más pecadores que todos los galileos, por haber sufrido tal suerte? Les digo que no, y si ustedes no se convierten, perecerán del mismo modo…. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé y los mató ¿creen que eran más culpables que todos los habitantes de Jerusalén? No, y les digo, si no se convierten perecerán todos del mismo modo”.
Los dos percances o accidentes, ofrecen a Jesús ocasión para apelar a la conversión, a la vigilancia y a la lectura de los signos de los tiempos. Contra la opinión común, una desgracia no es signo de castigo divino por las culpas, sino reclamo a la conversión para los sobrevivientes. Todos somos pecadores y si Dios no nos ha castigado es porque espera frutos de una verdadera penitencia. La parábola de la higuera en los Evangelios de S. Mateo y de S. Marcos, hace referencia a Israel; en el Evangelio de S. Lucas, como hoy, se refiere a cada uno de nosotros y de todos, Jesús, por una parte quiere desligar el prejuicio que relaciona una desventura terrena a culpas personales o colectivas; por otra parte declara que la verdadera desgracia es la impenitencia, el rechazo de la conversión.
Los sucesos de la vida, incluida la muerte, son un lenguaje de Dios que es necesario interpretar como una advertencia providencial a renovar la existencia en este tiempo que es tiempo de paciencia divina. La espera de Dios es toda la vida del hombre, antes del juicio; Dios nos la brinda como tiempo de conversión. Pero no pretende decir, que siempre hay tiempo para convertirse, como para fomentar nuestra decidia; sólo quiere recordar que cada día, cada año es tiempo de conversión.
La urgencia de conversión por aproximarse el juicio de Dios que continuamente nos reclaman los signos de los tiempos, es nuestra respuesta a la experiencia de un Dios que viene para hacernos salir de Egipto, que viene a ayudarnos a encontrar nuestra identidad de hombres. Él escucha el grito de su pueblo y envía a Moisés a liberarlo de la mano de Egipto y a hacerlo salir de ese país hacia un país bello y espacioso.
Un pueblo en conversión es un pueblo liberado. Una conversión continua; como al pueblo de Israel no le fue suficiente para ser fiel a Dios atravesar el mar rojo, alimentarse con el maná en el desierto y saciar la sed con el agua de la roca, pues se levantaron contra Él y fueron castigados; así también, al nuevo pueblo de Dios, a nosotros, no nos basta estar bautizados y haber participado en la mesa del Cuerpo y de la Sangre, para entrar en el Reino de la promesa.
La vida del pueblo de Israel en el desierto en tiempos de Moisés, fue escrita para nuestra corrección, escribe hoy S. Pablo en la segunda lectura. La Palabra de Dios quiere pues provocarnos a la conversión, y la urgencia de este apelo toma en Cristo un tono particular: Él es la misericordia del Padre: esto es, una oportunidad ofrecida al hombre para hacer penitencia. El tiempo de Cristo es el tiempo de la paciencia del Padre. Dios no impone plazos o caducidades fijos. Un largo plazo de esterilidad no impide a Dios dar oportunidades a la higuera. Con Dios, no se trata de debilidad, sino de amor.
La conversión es un acto empeñativo; tenemos el riesgo de infravalorar las exigencias y reducirlas a gestos que nos tocan sólo superficialmente, dejando intacto el fondo de nuestra vida. La conversión es pues un acto que cuesta; hay situaciones en que no es fácil actuar o es imposible volver atrás, como la de quien se ha divorciado, o ha roto con la Iglesia, con el Sacerdocio o la Vida religiosa. Aún así, es válida la llamada a la conversión, aunque sea un camino largo y difícil. Cristo no permite arrancar una planta a primera vista improductiva; siempre es posible un germen de vida nueva.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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