Homilía Domingo VI de Pascua; 5 de mayo 2013
No habrá más templo alguno
La segunda lectura de hoy, tomada del Apocalipsis, en abundancia de detalles, describe la nueva Ciudad de Jerusalén: “el ángel me mostró la ciudad santa”, “Jerusalén que descendía del cielo, resplandeciente con la gloria de Dios”; “su esplendor es como de una piedra preciosísima”; “la ciudad está rodeada por un muro alto con cuatro puertas por cada lado, sobre ellas doce ángeles y los nombres de la doce tribus de Israel”; “los muros de la ciudad se apoyan en doce basamentos sobre los cuales están los nombres de los doce apóstoles del Cordero”. “No vi en la Ciudad templo alguno, porque el Señor, Dios Omnipotente y el Cordero, son su templo”. “La Ciudad no necesita luz del sol o de la luna, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero”.
Los muchos detalles de la narración, indican simbólicamente la perfección de un futuro lejano.
No es presentado el plano de la ciudad, sino el nuevo Israel, es decir la Iglesia, cuyos anhelos sostenidos durante el Antiguo Testamento por la presencia de Dios en el templo de Jerusalén, ahora son madurados y presentados aún a futuro lejano por la presencia y la mediación del Hijo de Dios crucificado y resucitado que empapa toda cosa. La luz inaccesible que es Dios, se vuelve accesible a los hombres, aunque su plena manifestación será hasta el final de los tiempos. La Ciudad santa que desciende del cielo es la Iglesia y en ella cada uno puede entrar en comunión con el Cordero.
La afirmación de la segunda lectura “Ciudad santa que desciende del cielo” nos da el sentido de la Iglesia que se construye en el tiempo: ella prepara la Ciudad santa, la Iglesia de los salvados, lugar de encuentro de todos los hombres y de plena comunión con Dios. No es necesario ver en esta Ciudad santa o nueva Jerusalén, ni la Iglesia del presente ni la Iglesia futura como perfecta realización de la actual. Se trata de comprender que, a través de un dinamismo de progresiva espiritualización se prepara en el tiempo y en la historia una realidad completamente nueva: el “Reino resplandeciente de la gloria de Dios” (v.10): donde quiera que se verifique un impulso o una convergencia de las fuerzas vivas de la Iglesia y de la humanidad hacia una mayor libertad de los espíritus y de las conciencias para la edificación de un mundo más digno del hombre; donde quiera que esto suceda, ahí está la obra del Espíritu de Dios, ahí está en gestación el Reino de Cristo.
Hoy, el Evangelio de S. Juan anuncia: “el Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, Él les enseñará cada cosa y les recordará todo lo que yo les he dicho”. Los cristianos deben penetrar con su mirada más lejos de lo que alcanza la mirada común; leer los acontecimientos a la luz de Dios, y bajo esta luz, reconocer ya la topografía de la ciudad santa que desciende Dios.
Bajo esta perspectiva, la novedad radical es que no existe más el templo visible y material porque la presencia del Señor es plena y definitivamente descubierta. Se ha terminado el sistema simbólico; rige sólo el régimen de la comunión: Dios es plenitud de toda cosa y reclama la relatividad de lo sensible para el encuentro con Dios; signos sensibles que siguen siendo necesarios en la condición de Iglesia peregrina. Y como tales, perduran en el tiempo, aunque estén destinados a desaparecer.
Uno se esos signos es la misma Asamblea eucarística que anuncia y en cierto modo, anticipa la nueva realidad o Ciudad santa que viene del cielo. La misma Asamblea eucarística, es el lugar de la presencia de Dios, templo viviente de la alabanza y de la comunión, aunque aún imperfecta y pasajera. Y los bautizados que la componen, son a la vez, singularmente y en conjunto, la verdadera Jerusalén espiritual, animada por el espíritu de libertad y de amor, por Jesucristo el Cordero viene para rendir culto perfecto al Padre.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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