Es estrecha la puerta para entrar al Reino -Domingo XXI ordinario; 25-VIII-2013
En el último capítulo del profeta Isaías, dice el Señor: “Yo vendré a congregar a pueblos y naciones; que vendrán y contemplarán mi gloria. Pondré en medio de ellos una señal y mandaré a algunos de sus sobrevivientes a las naciones, … y a los pueblos lejanos que nunca oyeron hablar de mí ni han visto mi gloria. Y anunciarán mi gloria entre las naciones. Y traerán de todos los pueblos, como ofrenda al Señor, a todos sus hermanos, montados en caballos, carros, literas, mulos y dromedarios… Y también de entre ellos elegiré sacerdotes y levitas”.
Por los términos y por el estilo este capítulo de Isaías parece una composición tardía, pero recoge lo mejor de todas las aspiraciones mesiánicas. El evento mesiánico marcará la reunión de todos los pueblos en el templo del verdadero Dios. La exclusividad judía será totalmente superada por la participación de todas las gentes en el culto y en el sacerdocio. El sentido de unidad entre las gentes reconstruye la unidad rota por la torre de Babel (Gen 11).
En el Evangelio de S. Lucas, “enseñando Jesús por ciudades y pueblos, de camino hacia Jerusalén, uno le preguntó: ¿Señor, son pocos los que se salvan? Jesús respondió: esfuércense de entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos buscarán entrar, pero no lo lograrán… hay algunos entre los últimos que serán primeros y algunos entre los primeros que serán los últimos”.
Este trozo evangélico refleja claramente la polémica del rechazo de los judíos y la aceptación de los paganos en la Iglesia primitiva; con todo, S. Lucas intentó aquí actualizar la enseñanza de Jesús para los discípulos de su tiempo. Pues, los discípulos que escuchaban las enseñanzas del Señor y tenían familiaridad con Él, se planteaban un cuestionamiento que hemos de plantearnos nosotros, a saber: nosotros cristianos ¿nos salvaremos? Las palabras de Jesús dan esta respuesta: el ser cristianos no es un medio mágico o automático de salvación; la salvación nos viene del encuentro entre el esfuerzo humano y el don de Dios.
Cuando alguien nos ama verdaderamente y nos habla llamándonos por nuestro nombre, nos descubrimos a nosotros mismos y ya no nos sentimos solos. La victoria sobre la soledad genera el gozo; entones vivir es una fiesta. El Reino de Dios es comunión; por ello su venida inaugura un tiempo de gozo. Es una fiesta sin término, porque es definitiva; es una fiesta a la que son invitados todos los hombres.
El Reino es simbolizado por un banquete, un lugar de encuentro y de comunión. La verdad de la comunión, nos quiere juntos en torno a una mesa en la alegría de una cena, en la abundancia de un banquete. El gozo de estar juntos, nos lleva a una comida juntos, a compartir aquello que somos. Nos lo han ofrecido, somos invitados y hemos de ir; es un don gratuito que ha de ser acogido.
El pueblo de Israel, por su historia y su pasado, se creía privilegiado único de poder gozar incondicionalmente del banquete del Reino. El profeta Isaías que lee los acontecimientos en profundidad reconoce que el privilegio no es ni incondicionado ni exclusivo. Los hombres están ante Dios, como una única y sola humanidad. Del encuentro con Él no es excluido ningún pueblo, ninguna persona. Todos somos hermanos, porque una relación radical nos liga al mismo Padre.
El privilegio de Israel tenía el significado de proclamar a todos los hombres que no es la unidad de origen lo que funda la igualdad entre los hombres; ni la pertenencia a una raza o a una clase lo que justifica una riqueza o una libertad. Todos los hombres han de tener las mismas posibilidades, porque todos tienen una misma meta: encontrarse con el Padre Celestial, contemplar la misma gloria, y por tanto, lograr una convergencia y una igualdad universales.
Héctor González Martínez, Arz. de Durango
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