Domingo XVIII ordinario; 4-VIII-2013 Cuando los bienes materiales se vuelven dios
Domingo XVIII ordinario; 4-VIII-2013
Cuando los bienes materiales se vuelven dios
En el S. III antes de Cristo, por influencia de la Cultura griega aparecieron ideas nuevas que agitaron la solidez de las antiguas creencias, ofreciendo un llamado al desapego de las cosas de la tierra. Su estribillo preferido fue: vanidad de vanidades, todo es vanidad; se podría traducir, todo es una bola de espuma; su reclamo no es una enajenación, pues recordando la transitoriedad de las cosas terrenas, ayuda a percibir su límite e invitando al desapego de ellas prepara el camino a la bienaventuranza de Jesús: “bienaventurados los pobres”.
Así se marca un punto de desarrollo en el pueblo de Israel. Dice pues el libro del Eclesiastés, en el Antiguo Testamento “vanidad de vanidades, todo es vanidad; porque quien ha trabajado con sabiduría, con ciencia y con éxito deberá luego dejar sus bienes a otro que no se ha fatigado; también esto es vanidad y gran desventura.
Pero el desarrollo del pensamiento religioso de Israel no termina ahí. S. Pablo en su Carta a los cristianos de Colosas los estimula a más: “si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde se encuentra Cristo sentado a la derecha de Dios; piensen en las cosas de arriba, no en las de la tierra”; S. Pablo, escribe para bautizados, aplicando el Sacramento del Bautismo a las realidades de la vida cotidiana. Para S. Pablo, la ética del cristiano es coherencia con la nueva realidad presente en Él, por la solidaridad con la vida del Resucitado: la existencia del cristiano aquí en la tierra, tiene ya un carácter misterioso y celestial: es ya una comunión extraordinaria con el Cristo glorioso y por Él, con el Padre. Aquí abajo, todo esto no aparece claro y queda oculto a nuestros ojos de carne. Un día, en la segunda venida de Cristo, en su Día, se aclarará todo en el alcance escondido, que la vida de los cristianos tenía ya en este mundo.
Todavía más, Jesús en el Evangelio, S. Lucas aconseja: “cuídense y manténgase alejados de toda codicia, porque, aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de ellos”. El hombre permanece hombre, aún en la imitación de Jesús, y como tal, está amenazado por la preocupación de los bienes terrenales. Es pues necesario que el discípulo, llamado a buscar el Reino de Dios, y a dar sin recibir, asuma una justa actitud frente a los bienes. En este enfoque, el consejo de Jesús, no debe entenderse como contrario a la procuración de la justicia social, sino como una invitación insistente a los discípulos para que se afanen por lo que vale más, evitando la codicia y la exagerada acumulación de bienes terrenales, asegurándose más bien la vida delante de Dios.
Ciertamente una necesidad fundamental del hombre es la seguridad. Él busca apasionada y necesariamente un fundamento estable en qué apoyar su propia existencia; pero se dice: el dinero lo es todo; es el poder. Sin dinero no se puede hacer nada; el dinero da al hombre el sentido de la seguridad, de la posibilidad de hacer todo. Aparece luego el mecanismo de la acumulación: el dinero nunca es demasiado; surge el mecanismo y se vuelve una idolatría. Y cuando el dinero se vuelve propiamente dios, para obtenerlo se está dispuesto a todo. La sed de dinero opone el hombre al hombre. Si uno busca tener la mayor parte, el otro resulta un competidor a superar o a eliminar.
Concluyamos pues, que el fundamento seguro de la existencia humana es sólo Dios. En Él alcanza significado también el uso de las cosas, que en sí son buenas; no sean instrumento de división, sino de comunión. El hombre no las tiene egoístamente para sí, sino que las transforma en signos de amor. Leemos en el Concilio Vaticano II: “Dios creó la tierra y todo lo que la contiene, para uso de todos los hombres y pueblos , de modo que, según un criterio equitativo, los bienes creados han de ser participados a todos, teniendo como guías la justicia acompañada de la caridad” (GS 69.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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