Homilía Dominical 10-VI-2012

Domingo X ordinario

El hombre dividido

En el Génesis c.1, 31, terminando la creación “vio Dios que todo cuanto había hecho era muy bueno”. La tentación de levantarse por encima del propio ser, afloró y se desarrolló en el cielo. Hubo uno, Luzbel, que picado por la soberbia, dijo: “no serviré” y arrastró a muchos. Una parte de los ángeles en el cielo, encabezados por Luzbel,  se dejaron llevar por la soberbia y se rebelaron contra Dios. Con el nombre de Satanás, el adversario, o diablo el calumniador, la Biblia designa un ser personal e invisible, cuyo influjo se manifiesta en las tentaciones y en la actividad de otros seres.  La Iglesia enseña que “el diablo y los otros demonios, fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos” (Conc. de Letrán IV, año 1215). El Catic enseña que su pecado consistió en que libremente “rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino” (392). “El carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la misericordia divina es lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado” (Catic 393). Aún entre los bautizados, hay quienes no aceptan la existencia del diablo, pero sí conviven con él y como los primeros padres también sucumben a la soberbia de sus embates. “La más fina astucia del diablo está en persuadir a muchos que él no existe” (Beaudelaire).

 El hombre creado a imagen y semejanza de Dios era agradable al Creador, pues el hombre fue creado en armonía consigo mismo, con los demás y con la naturaleza,  con especiales dones naturales y preternaturales como la inmunidad de la concupiscencia rebelde  (Gen 2,25), inmunidad de morir (Rom 7,11), de mal físico y moral. El hombre, hecho a imagen de Dios, tenía una personalidad completa y la capacidad moral de tomar decisiones.

  En virtud de la justicia original los primeros padres, gozaban de orden y paz en su interior. La voluntad y la razón vivían sometidas dócilmente a Dios, las pasiones a la razón y a la voluntad. El primer pecado pues no fue un pecado pasional, de gula o de sensualidad. El pecado no está en el apetito de la fruta prohibida, el pecado está en la altivez del deseo de la semejanza divina,  mediante la posesión de la ciencia del bien y del mal. El hombre, insatisfecho por sus alcances intelectuales, y ansioso por conocer la división entre el bien y el mal, y deseoso de desarrollarse  más por sí mismo, cae en la trampa del tentador: pierde la integridad  y la armonía. En el jardín del Edén, los primeros padres, aunque adornados con dones especiales,  se dejaron arrastrar; y nos empujaron por el camino de las aspiraciones que rebasan nuestro ser.

 Esta tentación de ser por nosotros mismos, cerrándonos a Dios, es la mayor tentación que padecemos en la postmodernidad que nos envuelve. Pero, también caigamos en la cuenta de que, el fruto del pecado es amargo: como consecuencia de haber comido del fruto prohibido los primeros padres entran en un camino desconcertante: entre otras cosas, aprenden que están desnudos y que  deben avergonzarse de ello; se esconden de Dios. Pero, caigamos en la cuenta que los primeros padres, enriquecidos con dones y poderes no se decidieron solos a revelarse; la tentación les vino del exterior. Podemos advertir que la tentación de los ángeles caídos, sin duda que también bullía en las mentes y en las aspiraciones de los primeros padres; pero, sin un agente externo, no se habría alterado el orden humano. Podemos detectar que la presencia misteriosa y real de los ángeles caídos, se hace sentir desde las primeras páginas de la Biblia. En aquellos hechos se originó la división interna del hombre. Pero podemos luchar para vencer el desorden de nuestra naturaleza caída. S. Pablo, experimentando el aguijón de la carne, pidió que se le librara de la tentación y Dios le respondió: “te basta mi gracia”. Cristo nos enseñó en el desierto, a resistir a las tentaciones y luego nos enseñó en el Padre Nuestro: “no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal”. AMEN.

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