Homilía Domingo XXVI; 30-IX-2012
La tentación de monopolizar a Dios
Narra la primera lectura, que “Moisés reunió setenta ancianos del pueblo y los distribuyó alrededor de la Tienda; el Señor descendió en la nube y habló a Moisés; luego tomó del espíritu que moraba en él y lo distribuyó a los setenta ancianos quienes se pusieron a profetizar”. Eldad y Medad que habían quedado en el campamento también recibieron el espíritu y profetizaban; le avisaron a Moisés y le pedían que se los prohibiera; Moisés respondió: “¡quien me diera que todo el pueblo de Israel profetizara”. Podemos concluir que existe un profetismo ligado a la institución; y puede darse un profetismo no ligado a la institución, e igualmente válido, reconocido por Moisés, pues ninguna institución, aunque de origen divino puede monopolizar el Espíritu.
En el Evangelio, “el Apóstol Juan dice a Jesús: Maestro, vimos a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo prohibimos, porque no era de los nuestros. Jesús respondió: no se lo prohíban, porque ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí”. Jesús da normas prácticas y concretas: ser tolerantes con quienes están al margen de la comunidad y estar atentos contra las tentaciones y la falsa seguridad de sí mismo.
El Espíritu de Dios sopla donde quiere. Dios puede suscitar de las piedras hijos de Abraham. Su voz puede hacerse escuchar aún de instrumentos no pensados. Es esta una lección: Dios es esencialmente libre al conceder sus dones. Él obra fuera de los esquemas mentales ordinarios y de las estructuras consagradas, concediendo el don de profecía aún fuera del recinto oficial.
Nadie tiene el monopolio de la Palabra de Dios. Esta es también la actitud de Jesús, invitando al respeto, a la espera confiada, a descubrir en los que no son de los nuestros no un enemigo potencial o un competidor, sino una sintonía interior que puede desembocar positivamente en un compañero de fe. También Jesús advierte a sus discípulos de la tentación de querer tener el monopolio de los dones del Dios.
Las instituciones pueden sobresalir a la iniciativa de Dios, pero lo que importa es el uso que hagan de ello los hombres. Los profetas no dejaron de recordarlo: Yahvé es soberanamente libre; bien puede hacer a un lado la institución del templo, sin no recibe en el la verdadera adoración; el reino de David bien puede terminar, si los reyes no le son fieles; Yahvé puede, si lo quiere, suscitar la fe más allá de las fronteras de Israel; la misma Alianza del Sinaí no es eterna.
También la actitud de Jesús es característica, en relación a las estructuras y a las instituciones de su pueblo; las asume con toda libertad, sin dejarse someter por ellas. Subraya la trascendencia de Dios en su iniciativa de salvación: el Espíritu sopla donde quiere y no está sometido a ninguna estructura humana. Las instituciones fueron hechas para el hombres y no el hombre para las instituciones.
La Iglesia primitiva, asumió la misma actitud de libertad y de respeto. Ciertas instituciones religiosas y litúrgicas permanecen como el banquete pascual, pero son plenificadas de un significado nuevo que deriva de su referencia al misterio de la Cruz; otras desaparecerán, como la circuncisión, el sábado, el culto del Templo, las peregrinaciones a Jerusalén.
Dios es libre. Una tentación perenne del creyente es la de secuestrar a Dios, de monopolizarlo para sí, para uso y consumo propios; de encapsularlo en las propias certezas teológicas, de agotarlo en las propias instituciones eclesiásticas, olvidando que Él no se ata jamás las manos, que su acción salvifica no se agota en los confines visibles de su Iglesia, Es en la comunidad donde se disciernen los carismas. Y es en la Comunidad, que compete al pastor, a quien Dios ha confiado el oficio de defender el rebaño, detectar los asaltos, las insinuaciones y la fascinación del mal camuflado de bien.
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