Homilía Domingo II de Cuaresma; 24-II-2013

                                                                                            Dios fiel al hombre fiel

                         Hoy, la lectura del Génesis nos ofrece una magnífica lección en el “Año dela fe”: el establecimiento de la Alianza entre Dios fiel y Abraham fiel: “Dios condujo a Abraham fuera de la tienda y le dijo: mira el cielo y cuenta las estrellas, si logras contarlas… Así será tu descendencia”.  El tema de la alianza resuena siempre en la historia de la salvación. Los preliminares de este pacto son la propuesta de Dios y la adhesión incondicionada por parte del hombre.   

             En el caso de Abraham, la adhesión es renuncia a toda certeza que pueda venir del hombre mismo; los signos de este pacto son claros en el ambiente de Abraham: “varios animales partidos a la mitad, cada parte colocada frente a la  otra; al caer el sol, un brasero humeante y una antorcha encendida pasaron entre los animales”: Dios, bajo la forma de llama de fuego pasa entre las víctimas descuartizadas, significando lo siguiente: así me suceda si no soy fiel a este pacto. Así, Dios se compromete con Abraham porque encontró fe en él y la historia demuestra su fidelidad.

             Escoger un camino empeñativo implica esfuerzo y sacrificio. En la familia, en el trabajo, en la profesión o en la misión diocesana que llevamos no se alcanzan objetivos sin una generosa dedicación; pues, a poco precio, a corto plazo o sin esfuerzo, no se alcanza y no se construye mucho. Bajo toda realización auténticamente humana está el signo de la cruz. Y cuando el resultado no recompensa el esfuerzo se tiene la tentación de abandonar el proyecto y de dejarse ganar por el desaliento.

             Pero cuando Dios irrumpe en la vida de una persona, descompone planes y seguridades personales, y todavía más,   pide renunciar a proyectos o ambiciones personales, urge una confianza indomita en sus propuestas. Y lo que Él propone supera ampliamente toda expectativa y previsión humana.

             Abraham y Cristo, personajes claves en las lecturas de hoy, en su disponibilidad y obediencia experimentan la respuesta de Dios: la luminosa teofanía de la Transfiguración, les anima a afrontar el   camino que queda por recorrer hasta la posesión de la tierra para Abraham y la gloria de la Resurrección para Cristo. Y a los que aceptan con confianza sus planes, Dios se compromete con el solemne vínculo de la Alianza, abriendo un futuro de luz y de esperanza.

             La Iglesia, ante el empeño de su renovación en toda época, entrevé la modalidad y el trasfondo. La fe y la confianza en las promesas de Dios son condición indispensable para llegar a la meta de la transfiguración en el monte que anticipa y prefigura la transfiguración de todo el hombre en la gloria final.

             Con el salmo responsorial de hoy, clamamos: “Señor, yo busco tu rostro. Tu eres mi ayuda, no me dejes, no me abandones, Dios de mi salvación”. Esta plegaria de quien renuncia a su propia suficiencia, resulta una apurada invocación, abierta a la esperanza. Sólo quien nada tiene que asegurar, tiene posibilidad de confiarse a Dios; pero, quien pone confianza sólo en sus propios medios y en su propia fuerza, no tiene futuro ni esperanza, y conocerá el juicio negativo de Dios, o sea su propio engaño.

 El cristiano, consciente de un inserción a Cristo, vive la propia vocación sin instalarse en la posesión de las cosas, y se abre a la espera fiel y perseverante, y sólo así conocerá la suerte gloriosa del Resucitado, pasando por  la transformación total de la persona. La Eucaristía que es asimilación al Cuerpo resucitado del Señor y participación de su gloria, nos es ofrecida como una anticipación de la condición final ofrecida a la Comunidad celebrante.

 Héctor González Martínez

Arz. de Durango

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