Homilía Domingo IV de Cuaresma; 10-III-2013
Dios Padre espera el regreso del hijo
El capítulo XV del Evangelio de S. Lucas incluye las parábolas de la oveja perdida, de la moneda extraviada y del hijo pródigo. La finalidad de las tres parábolas es poner de relieve la misericordia del Señor hacia el pecador arrepentido.
Por ello, la parábola del hijo pródigo, que escuchamos hoy, se define mejor como la parábola del padre misericordioso. El mensaje es idéntico al mensaje de la segunda lectura de hoy: Dios quiere reconciliar consigo a los hombres que desean reconciliarse con Él. Para desarrollar el concepto de conversión, nótese como el hijo se aleja y después hace de nuevo el camino hacia el padre.
La parábola del hijo pródigo, presenta tres protagonistas que podrían disputarse el título de la parábola: 1.- el padre misericordioso, 2.- el hijo pródigo y 3.- el hijo mayor. Aunque, más propiamente la parábola podría llamarse del padre misericordioso. Más aún, recordando el testimonio de mis papás, en la parábola, el mayor pródigo es el padre, pródigo de amor, al grado de escandalizar al hijo mayor.
Precisamente, por los presuntos justos representados en el hijo primogénito, Jesús dibuja una desconcertante imagen de Dios: un Dios, cuya paternidad sobrepasa los límites del buen sentido y los motivos de los bien pensados escribas y fariseos; al grado de suscitar su irritación y poner al descubierto su intolerancia. En Jesús que acoge a los pecadores, a los extraños, las mujeres de la calle y los excluidos; en Jesús que se sienta a comer con gente despreciada e impura se manifiesta un Dios que ofrece a todos su hospitalidad, su perdón y la capacidad de renovarse, porque Él ama a todos.
Por ello, si en la parábola aparece un reclamo, es para el hermano mayor y a quien como él piense que la observancia exterior de la ley sea fuente de méritos y autorice el desprecio para con los hermanos pecadores. Peor pecado es el del hermano mayor: servir con ánimo interesado, permanecer en casa sin descubrir el testimonio de los padres, rechazar y condenar sin tolerancia a quien se ha equivocado.
En la parábola se resalta sobre todo la misericordia divina. En una historia de rechazo al amor, de miseria y de pecado, Dios destaca por su amor, infinitamente más grande que toda cerrazón humana. El hijo menor que rechaza ser amado en la casa paterna y reclama para sí una ilusoria libertad, es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, desde Adán y Eva hasta la humanidad moderna.
No sabiendo valorar la relación con el Padre Celestial, como una relación liberadora, el hijo se aleja, pero su misma aventura se encargará de derrumbar sus ilusiones y de descubrir lo engañoso del gesto independista: el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación estropeada viene descubierto en el momento de la humillación, de la soledad y del hambre: en el ánimo del hijo pródigo madura la decisión del regreso que parece obedecer a un cálculo oportunista más que a una profunda convicción; en sus cálculos no entra la posibilidad de una plena y auténtica reintegración. Pero, la actitud del padre muestra que un hijo, aunque pródigo, no cesa de ser hijo y que tal relación de amor paterno no puede ser ni perdida, ni destruida por ninguna conducta.
El Concilio Vaticano II define el pecado como “una disminución del hombre” (GS 13). S. Ambrosio dibuja así el pecado y la conversión: “quien se aleja de Dios se niega a sí mismo; quien se convierte al Señor, se restituye a sí mismo”. Convertirse, es dejarse reconciliar con Dios, consigo mismo y con los demás. Celebrar el Sacramento de la reconciliación, es proclamar la misericordia divina, mas que nuestro pecado. Por eso, reencontrarse con Dios es reencontrarse a sí mismo.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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