E P I S C O P E O La fe y el amor en el sufrimiento y la enfermedad
E P I S C O P E O
La fe y el amor en el sufrimiento y la enfermedad
En el contexto del sufrimiento y la enfermedad no se puede evitar una reflexión sobre la relación tan estrecha que existe entre la fe y el amor. Creer y amar representan exigencias que resumen todas las características del auténtico seguimiento de Cristo. No se podría tener fe si ésta no brota del amor y no evoluciona en su interior; tampoco sería posible tener amor si éste no tuviera origen en una fe que sabe reconocer el rostro del Maestro.
Es en este horizonte en donde el enfermo tiene necesidad darle un sentido al sufrimiento. La fe sabrá demostrar que en el sufrimiento y en la muerte de Jesús se revela en lenguaje humano la forma más grande de amor. No porque el Señor sufra en la cruz, se deduce que todos debemos soportar el dolor. Esto no enseña la fe. No es el camino del soportar, más bien el de darle un sentido al dolor. Lo que expresa el sufrimiento de Dios es el amor de él por el ser humano. Es la capacidad de saber que también en el sufrimiento y en la muerte el hombre puede ser libre y activo en su respuesta. Así, el ser humano en medio del dolor y del sufrimiento donde puede ofrecerse plenamente a sí mismo como expresión profunda de amor y en donde se descubre la libertad verdadera.
¿Cómo debemos presentarnos ante el dolor y la muerte? ¿Se deben aceptar pasivamente porque son más fuertes que nosotros? O, ¿somos capaces de expresar una decisión libre, fruto de la gracia, que nos conducirá a darles un sentido cristiano? Esto último es lo que anhela el amor: ser capaces de no rendirse jamás por la fortaleza que procede de la fe en aquel que ha vencido. La cruz que la fe representa no es el signo del sufrimiento soportado, sino el de la victoria sobre el sufrimiento y sobre la cruz.
El cristiano no se detiene pasivo ante la cruz. Quien ama llega a constatar que el crucificado permanece en el sepulcro solamente tres días. La fe y el amor dirigen su mirada hacia la resurrección de Cristo.
Hablar de fe comporta a menudo hablar también de pruebas dolorosas, pero precisamente en ellas san Pablo ve el anuncio más convincente del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace manifiesta y palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento. El Apóstol mismo se encuentra en peligro de muerte, una muerte que se convertirá en vida para los cristianos (2 Co 4,7-12).
En la hora de la prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la debilidad, aparece claro que “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor” (2 Co 4,5). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser vivida como “la última llamada de la fe”, el último “Sal de tu tierra”, el último “Ven”, pronunciado por el Padre, en cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el paso definitivo (Lumen Fidei 56-57).
La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres, y muchos más, han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan (Mensaje para la Jornada Mundial del enfermo 2013).
La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz.
La fe es un don que Dios ha concedido a cada uno (Rom 12,3): “En virtud de la gracia que me fue dada, os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual”. Es el amor el que lleva a la comprensión de la fe como acto único y siempre original. Al ser fruto del amor, el creer es el suceso esencial de la vida.
Solo en la fe el sufrimiento halla un espacio de luz, porque puede testimoniar que es posible amar también a través del dolor. Fuera de este horizonte, el sufrimiento no pasa de ser un absurdo y una ignominia. Solamente la fe puede ser garante de la verdad y fuente de sentido, ante lo que afirma Pablo: “Cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte” (2Cor 12,10).
La fe no puede reducirse a una simple adhesión verbal, sino que exige el compromiso y la seriedad de todos, especialmente de los agentes de la Pastoral de la Salud. Esto requiere el esfuerzo y la fatiga de un camino. Se abre para cada uno, la perspectiva de un itinerario de fe que se debe prolongar durante toda la realidad, un camino vivido con el coraje y con la pasión de quien tiene la certeza de preguntar ya desde ahora aquello que constituirá la felicidad para siempre: el amor del Dios Trino.
Durango, Dgo., 29 de Septiembre del 2013 + Mons. Enrique Sánchez Martínez
Obispo Auxiliar de Durango
Email: episcopeo@hotmail.com
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