Homilía Domingo XXIX ordinario; 21-X-2012
DOMUND
Este domingo será el Domingo Mundial de las Misiones. Nos guíe para meditar, sobre todo la lectura del Evangelio de S. Mateo. Después de su Resurrección, Jesús citó a los once Apóstoles a un monte y le dijo: “me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo le he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
El ministerio de la Iglesia en el Nuevo Testamento se ejerce en una triple dimensión: el profetismo, el Sacerdocio y la Regalidad. El profetismo, en el estilo como don de Dios en el Antiguo Testamento fue objeto de una promesa, pero concedido libremente, es decir: se vuelve o se hace profeta por un llamado especial por iniciativa divina, no por designación o por consagración de los hombres. En este significado no se da más; pero sí como forma del ministerio de la Palabra; y en tal sentido, decimos en la Iglesia que todos los bautizados somos profetas, como también sacerdotes y reyes.
Los bautizados, elegidos por Dios como Apóstoles o Misioneros, somos enviados a evangelizar, libres de compromisos humanos, con el único límite de la verdad y de la fidelidad a Dios que nos ha elegido. Hoy el Evangelio de Marcos muestra que el profeta tiene una vocación especial y una misión que los colocan en situación especial, sin parecido o analogía con las profesiones humanas. Se trata de hombres aparentemente erradicados de su mundo y de sí mismos y disponibles para anunciar una palabra que no es suya sino de Dios.
El Evangelio de hoy, muestra las ordenes de Jesús, describiendo un equipamiento del apóstol o misionero evidenciando las exigencias básicas para su actividad misionera: “aparte del bastón no llevar nada para el viaje”. Quien anuncia no ha de tener nada que le estorbe; debe estar ligero; sobre todo libre de intereses humanos, de ideologías a defender, de compromisos con los poderes de este mundo. Estas cosas lo condicionan, no le permiten ser libre, le obstaculizan el trabajo, le debilitan el celo, le impiden ser creíble.
La libertad de las cosas no es sólo precio a pagar para no comprometerse. Lo que se pide al profeta,, apóstol o misionero es despojarse de sí mismo, no basarse a sus propias capacidades o espíritu de iniciativa para transformarse en mensaje, un mensaje que es propuesta de un plan del que sólo Dios tiene la iniciativa. El hombre sólo es llamado a colaborar en la construcción de una historia en cuyo término está el encuentro con el Padre Celestial.
Atender a que el intermediario puede corromper el mensaje. La Palabra de Dios y su Reino no se han de confundir con los medios humanos, con nuestros proyectos, con nuestras estrategias. Cuando los cristianos en el curso de la historia se han confiado demasiado de sus medios, llámense capacidades, palabras, dinero, alianzas, poderosas organizaciones o acuerdos diplomáticos, sustituyendo lo divino por lo humano, su mensaje resulta débil y desvalorizado.
Ciertas alianzas, aún inconscientes, de los misioneros con los poderes políticos y económicos a la postre se revelan sólo como cálculos humanos que pesaron y siguen pesando negativamente sobre la imagen de la Iglesia y del Cristianismo, prácticamente identificados con la civilización colonialista, derivándose un rechazo de los medios, de las iniciativas humanas y de las capacidades del apóstol.
P ero, un mensaje se difunde por medio de mensajeros y el mensajero vive su tiempo. El mensajero sabe que su mensaje, para ser fiel a Dios, también ha de ser fiel al hombre del cual ha de asumir su lenguaje y sus circunstancias, con todo lo singular y personal para obtener una adhesión y un compromiso personal.
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