Domingo XXVI; ordinario. 29-IX-2013 La riqueza que aparta de los bienes del Reino
Domingo XXVI; ordinario. 29-IX-2013
La riqueza que aparta de los bienes del Reino
Continúa la lectura del profeta Amós: “Así dice el Señor omnipotente: ¡hay! de los despreocupados de Sión y de los que se consideran seguros sobre la montaña de Samaria. Ellos, sobre camas de marfil y recostados en sus divanes, se comen los corderos del rebaño y los becerros crecidos del establo… no se preocupan de la ruina de José. Por eso, irán al exilio a la cabeza de los deportados y cesará la orgía de los buenos tiempos” No hay insulto más grande a la indigencia de los pobres que el lujo desenfrenado y vergonzoso de los ricos; contra ellos habla Amós en nombre de Dios, amenazando el castigo. En el Evangelio de hoy, Jesús se coloca en la misma línea.
Jesús dijo a los fariseos: “había un hombre rico, que vestía de púrpura y telas finas, y a diario banqueteaba espléndidamente cada día. Un mendigo, llamado Lázaro, yacía a su puerta, deseando saciarse con lo que caía de su mesa… Un día, murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico, y fue sepultado; estando en el infierno, entre tormentos, elevó los ojos y divisó a
Abraham y a Lázaro, y gritando dijo: Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje la punta del dedo en agua y me moje la lengua, porque esta llama me tortura. Abraham respondió: recuerda que en vida, recibiste bienes y Lázaro en cambio males; ahora, él es consolado y tú atormentado”.
Para el cristiano, saber manejar con habilidad los propios bienes, significa compartir con los pobres. La parábola, leída hoy, describe la situación eterna de quien no puso en práctica la enseñanza ofrecida por la Palabra de Dios, contenida en Moisés y en los profetas; el apego a la riqueza lo ha hecho ciego para Dios y para el pobre. Quien está bien satisfecho no está dispuesto a ceder sus riquezas ni siquiera ante los signos más grandes, como la resurrección de un muerto. De hecho, Cristo resucitó; pero cuantos se empeñan en permanecer ciegos y no se deciden ante tales realidades.
Pobreza y riqueza son situaciones tan antiguas como la humanidad. Pero siempre han sido problema y continúan a serlo; hay quien relacione pobreza y riqueza con la fortuna y la casualidad. Hay quien ve en la riqueza el signo de la inteligencia y de la virtud; y hay quien ve en la pobreza el signo de la incapacidad y del desorden moral. Para otros, es al contrario: quien es honesto no se enriquece, porque para llegar a ser rico se requiere tener escrúpulos de conciencia: riqueza coincide con el aprovechamiento del hombre por parte de otro hombre. Así nace el desorden institucional y la sociedad violenta. Y nace el problema: ¿cómo hacer justicia?, ¿cómo dividir justamente los bienes de la tierra y los frutos del trabajo del hombre?, ¿cómo cambiar el orden de las cosas?
En la Biblia encontramos una doble lectura sobre la pobreza y sobre la riqueza. Por una parte, la pobreza es escándalo, un mal a quitar, un mal que es como la cristalización del pecado, mientras que la riqueza es signo de la bendición de Dios. El amigo de Dios, es el hombre dotado de todo bien. El pobre es aquel en quien se refleja el desorden del mundo.
Pero, hay también una línea profética que termina en aquello de ¡hay de ustedes los ricos!, cuando Jesús ve en la riqueza el peligro más grave de autosuficiencia y de alejamiento de Dios y de insensibilidad hacia el prójimo. Y en contraste al ¡hay de ustedes los ricos! también hay el ¡bienaventurados los pobres!: la pobreza viene a ser una especie de zona privilegiada para la experiencia religiosa. El pobre es amado de Yahvé, a él se le ha anunciado el Reino. El pobre es el primer destinatario de la Buena Nueva. La pobreza no es más una desgracia o un escándalo, sino una bienaventuranza: la bienaventuranza del pobre será plenamente revelada después de la muerte, con una inversión de las situaciones.
Héctor González Martínez
Arz. de Durango
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