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Homilía Domingo XXI ordinario

Elegir a Cristo

             S. Juan evangelista siempre describe en su Evangelio las reacciones de los oyentes de Jesús. En el c. 3 analizó las actitudes de un doctor de la ley; en el c. 4 las actitudes de una mujer del pueblo; también en el c. 4, 43-53, las actitudes de un funcionario; hoy describe las reacciones de quienes rodean a Jesús, en torno a su discurso sobre el pan de vida.

             El contenido del discurso sobre el pan de vida es un discurso duro. El evangelista propone el dilema de creer o no creer. Pues, ahora,  Jesús se manifiesta plenamente; ahora aparece claro a los discípulos lo que significa aceptarlo; muchos no se sienten capaces y se retiran. Lo que Jesús pregunta es demasiado; algunos exclaman este lenguaje es duro; quien puede entenderlo? Y la incomodidad ante una elección que no admite posibilidades de evasión o de coartada, Jesús no hace nada para suavizar su discurso.

             Sus palabras están destinadas a provocar ruptura. Él llega a ser signo de contradicción: su palabra invita ú obliga a salir de sí mismo para seguir a Dios; a superar la “carne” para vivir en el “Espíritu”; a no cerrarse en lo temporal o pasajero; sino trascender a lo eterno. En cambio, los hombres, instintivamente prefieren un Dios que les siga el juego, una vida carnal concreta antes que una vida espiritual, una seguridad temporal inmediata antes que una incierta perspectiva futura.

             Cada intervención de Cristo en la historia del mundo o en los acontecimientos personales de cada persona, exige una respuesta decidida y precisa; un juicio o un discernimiento y al final un sí o un no. Y esto vale, no sólo para el último día de la existencia, sino para toda acción del hombre en cuanto que procede de un juicio interno que dice sí o que dice no “a la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. El juicio final será una ratificación a muchos no y a muchos si que tejen nuestra vida.

             Se trata de una adhesión incondicional. En la Celebración Eucarística, después de la consagración, el celebrante presenta el pan y al vino anunciando: “Misterio de la fe”; es decir lo que se está cumpliendo sobre el altar no es comprensible sino por una elección de fe; ante lo cual los razonamientos de la “carne” pierden su significado.

             La palabra que resuena en la Misa es luz y es el pan ofrecido a todo cristiano, es fuerza y alimento para una respuesta positiva a las llamadas de Cristo  Y, la Eucaristía pone a los fieles frente a Cristo, los interpela y los empuja a una elección decisiva.

             Ante las palabras y las acciones de Cristo, el hombre de hoy no es distinto de los oyentes de ayer; no encuentra fácil superar las apariencias y ver con los ojos de la fe. No encuentra fácil aceptar que la vida viene sólo de Él. La elección que salva es la adhesión a Cristo: “Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos conocido y creído que Tú eres el santo de Dios”

             Pero, esta elección es un don de Dios y es libre respuesta del hombre; presupone pues un reconocimiento de los propios límites y la necesidad absoluta de salvación, con la renuncia, más aún con el rechazo de todo mesianismo terreno, es decir el rechazo de toda perspectiva de auto-salvación por parte del hombre.

             El duro discurso de Jesús, nos recuerda que la conversión, sea individual sea estructural, nunca es una operación sin dolor. La palabra de Jesús es tajante como espada de doble filo. Apliquemos pues, que, si la palabra del predicador solo tranquiliza la conciencia, pero no sacude, no escandaliza o no crea fracturas en quien escucha, no es un discurso cristiano, porque no obliga a elecciones fundamentales que son las que están en la raíz de nuestra fe.

Homilía Domingo XX ordinario

El banquete de vida

             Como en domingos pasados, otra vez volvemos a escuchar a Jesús en el Evangelio de S. Juan: “yo soy el pan vivo, bajado del cielo, Quien come de este pan, vivirá eternamente, pues el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

Una vez aceptado que Jesús es una persona, esto es carne que se da como alimento por la vida del mundo, estamos dispuestos a entender aquel hablar duro que los judíos y muchos discípulos no querían entender: quien quiere tener vida, tiene la necesidad absoluta de comerlo y beberlo. Las palabras carne y sangre significan toda la persona en su debilidad y pasibilidad y sirven para entender que este comer y beber significa unirse por medio del signo sacramental a la pasión y muerte de Jesús; significa entrar en el misterio de Cristo para recibir y donar la vida. Leer más

Homilía Domingo XIX ordinario; 12-VIII-2012

Jesús, Pan de vida

Ya escuchamos en domingos pasados que Jesús “tomó el pan, lo bendijo y lo distribuyó”; más aún,  escuchamos a Jesús, decir que Él es “el pan de vida”. Hoy, Jesús ratifica: “yo soy el pan de la vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que desciende del cielo, para que quien lo come, no muera”.   

             El domingo pasado, las reacciones de los judíos ante la revelación que Jesús hace de sí mismo, no se hicieron esperar, pero no fue una decisión de fe; al contrario: “murmuraban de Él, porque había dicho: Yo soy el pan bajado del cielo. Y decían: ¿que este no es el hijo de José?; conocemos su padre y su madre; ¿cómo puede decir: descendí del cielo?”.  De esta reacción Jesús concluye que ellos no le pertenecían, que su Padre no se los había dado. Ellos no se dejaban amaestrar del Padre, pues no escuchaban a Aquel que ha venido de Dios, el único que puede dar la vida eterna. Leer más

homilía Domingo XVIII ordinario 5 de agosto del 2012

Fortalecerse en la fe

              Hoy, en el Evangelio de S. Juan, Jesús dice a sus discípulos de todos los tiempos: “ustedes me siguen no porque han visto signos, sino porque han comido de aquel pan y se saciaron”. Pero, Jesús realizó aquel signo para revelar el sentido de su persona; aunque la multitud lo comprendió sólo en la línea de sus necesidades materiales. Y, eso es aún muy frecuente entre las grandes mayorías de los bautizados  católicos; muchas expresiones de la religiosidad católica tienen trasfondo de interés por resolver necesidades de seguridad y paz, de pan y de pescado, de trabajo,  salud, techo, vestido, agua y comida, etc.

             En cambio, Jesús quiere conducirnos a la comprensión de su persona. Dice a los discípulos: “crean en Aquel que el Padre les ha enviado”. Pues, sólo comprendiendo en la fe quien es Él, le será posible darse a nosotros como alimento; pero, para que esto suceda, es necesario preocuparnos por un alimento y una vida  que no terminan y que son un don del Hijo del hombre. Los judíos luego le preguntan: “¿qué debemos hacer para cumplir las obras de Dios?; Jesús contesta: “creer en Aquel que el Padre ha enviado”, o sea reconocer que tenemos necesidad de él, así como tenemos necesidad de alimento material; la exigencia de Jesús era grande y su identificación no les parecen suficiente; por ello, le piden una señal a la medida de Moisés que dio de comer al pueblo en el desierto. Jesús responde afirmando que es mayor que Moisés; y replica que es mayor, porque en El (que es el Cristo), se realiza el don de Dios que no perece: la comida del desierto se acababa, el pan de Cristo perdura y alcanza vida eterna.

            En el desierto, por las tardes una nube de perdices cubría el campamento. El fenómeno de las perdices, que proviniendo del norte se posaban sobre el Sinaí para reposar de su transmigración hacia el sur, puede ser explicable como del todo natural, pero en el momento crítico de Israel en el desierto toma un significado providencial. Lo mismo se puede decir del maná, producto vegetal de tamarisco de alto valor nutritivo traído por el viento, que por las mañanas cubría el campamento.  Aunque no interesa tanto definir la naturaleza esencial del alimento, sino captar el significado religioso. Es la visión religiosa de los hebreos que hacen decir a Moisés: “yo haré llover del cielo pan para ustedes” (Es 16,4). La inquietud de los hebreos preguntando ¿“qué cosa es?”, expresa el carácter misterioso del maná.

                       El fondo religioso de la narración manifiesta la certeza adquirida por el pueblo de una intervención especial de Dios. En esta coyuntura sucede un fenómeno en que ellos ven un signo de la presencia de Dios destinado a asegurarlos. Ante la condición de precariedad en que se encuentra en el desierto el pueblo incrédulo casi desafía a Dios a obrar y a manifestarse: “Yahvé, ¿está en medio de nosotros o no? (Es 17,7). Dios responde manifestando su poder, entre otras maneras con el don de las perdices y del maná.

            El maná, a su vez, es una interrogación que Dios pone a su pueblo: (“en hebreo: man hu=¿qué es?: maná) interrogación que Dios pone a su pueblo para educarlo poniéndolo a prueba: “para ver si camina según mi ley o no”(Es 16, 4). Dando a Israel este medio de subsistencia, Dios le comunica su presencia eficaz, pero invita al hombre a no fijarse sólo en los nutrientes terrenos, que como el maná, pronto cansan y resultan insípidos. Hay otro alimento misterioso que viene del cielo, del cual el maná es símbolo: la palabra de Dios (Dt 8,25). Cristo, en el desierto, confirma y subraya esta lección del Antiguo Testamento: “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,1-4), y renueva esta enseñanza nutriendo al pueblo de Dios con un pan admirable; el pan que Jesús da es el “Pan de vida”.

             En el Evangelio de S. Juan, la expresión “Pan de vida” se relaciona al árbol de la vida del paraíso, símbolo de la inmortalidad, de la que el pecado privó al hombre. El maná en el desierto no tenía capacidad para restituir esta inmortalidad; pero Jesús la combina con la respuesta de fe. En el pan de vida hay pues un matiz salvífico: Jesús es el árbol verdadero de la vida que comunica la inmortalidad a que tiende el hombre desde el principio y que luego nos resulta posible y accesible por medio de la fe. Pero no solo con la fe, es necesario un pan concreto que exigirá comerlo y que nos unirá al misterio de la cruz.

 

 

HOMILÍA 29 DE JULIO DEL 2012

Domingo XVII ordinario; 29-VII-2012

Multiplicar el pan para los pobres

              En la primera lectura de la Eucaristía dominical, un individuo ofreció al profeta Eliseo como primicias veinte panes de cebada. Eliseo indicó al que servía: “dalo de comer a la gente”; el que servía dijo: ¿cómo puedo dar de comer con esto a cien personas? Eliseo replicó: “dalo de comer a la gente; porque así dice el Señor: comerán y sobrará. Comieron, y sobró, según la palabra del Señor”. Las primicias son algo que pertenece a Dios; este don, fruto del trabajo del hombre, pero también de la bendición divina, se multiplica hasta saciar a todos. Esta abundancia es la idea dominante en los banquetes del tiempo mesiánico.

            Igual en el Evangelio, S. Juan narra el milagro de Jesús,  multiplicando cinco panes de cebada y dos pescados, con lo que alimenta una gran multitud que le seguía. Leído el trozo del Evangelio en clave de signos, varios datos de la lectura aluden  a  signos, como que estaba cercana la Pascua de los judíos, el lugar sea montaña o desierto y el poner a prueba a los Apóstoles, son signos que hacen recordar la experiencia del desierto y de la salvación; recuerdan al Salvador, y la tensión de la narrativa, toda centrada en Jesús hace concluir que Él es el profeta y rey-mesías. Tal aspecto surge del hecho que Jesús permanece como el sujeto del episodio, que en todo momento tiene la iniciática: se interesa y distribuye.

 Los panes de cebada, alimento de los pobres, como en el milagro de Eliseo, son en sí un don de Dios; pero sobre todo son signo de otro alimento que Jesús dará. Comer es una función esencial de los seres

vivos que todas las religiones convierten en símbolo y lo acompañan de un rito litúrgico. El Cristianismo, propone la salvación bajo el tema de un banquete, que es símbolo y anticipación del banquete eterno.

            Los tiempos previstos por los profetas son los tiempos del Mesías, caracterizados como abundancia para los pobres: “los pobres comerán y se saciarán” (Sal 21,27); Isaías, en una visión profética, ve a todos los pueblos reunidos para un gran banquete: “preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, sobre este monte, un banquete de alimentos suculentos, de sabrosos platillos y de vinos excelentes” (Is. 25,6). Para apreciar esta visión profética, veamos sobre todo a los pobres que jamás comen hasta saciarse; la idea de abundancia y de saciedad es subrayada por los acentos del profeta Eliseo: “comerán y sobrará” (2Re 4, 43); igualmente el Evangelio de S. Juan: “Jesús tomó los panes, y dando gracias lo distribuyó a los que estaban sentados, y lo mismo hizo con los pescados, hasta que quisieron” (Jn 15, 11).

            El milagro de Jesús sobre la multiplicación de los panes y de los pescados se reviste de un transparente significado eucarístico. El vocabulario que usamos en la Celebración Eucarística es igual al que usan los evangelistas: “tomó el pan y luego de dar gracias lo distribuyó”. La Eucaristía es así entendida en su sentido más genuino de abundancia de vida  y por tanto, capaz de dar vida eterna en el sentido del banquete mesiánico.

            Ciertamente, en el mundo, el problema del hambre es una de las cuestiones más angustiosas de nuestro tiempo; su solución aún está muy lejana. El desequilibrio económico entre las naciones desarrolladas y las demás continúa registrando preocupantes aumentos. La ayuda económica ofrecida por los países desarrollados a los subdesarrollados es aún muy débil y mal orientado para obviar el progreso económico y social de los países en vías de desarrollo.

            Cabe preguntarnos si la Iglesia hoy multiplica los panes para los que tienen hambre, o más concretamente si en el problema del hambre que asedia al mundo de hoy, la Iglesia tiene algo qué hacer más allá de su oficio de recordar sin cesar a sus miembros sus obligaciones individuales y colectivas. Jesús sació concretamente a los hombres que tenían hambre, partiendo de realidades concretas. No es posible revelar el pan de vida eterna sin empeñarse en serio con los deberes de la solidaridad humana.

 

Homilía Domingo XVI ordinario; 22-VII-2012


Los servidores y no dueños del rebaño

             Hoy, el Evangelio de S. Marcos, presenta a Jesús, conduciendo a los Apóstoles a descansar, después de de unos viajes misioneros de predicación: Jesús quiere estar con los suyos, pues para eso los llamó: para estar en su compañía, para hacerlos sus amigos y para revelarles como a amigos todo lo que se refiere al Evangelio para desatar los nudos de la conciencia y para  renovar  el mundo. Y, “desembarcando, Jesús vio mucha gente, se conmovió por ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles largamente  muchas cosas”. Esta escena contiene la pregunta fundamental de S. Marcos: “¿quién es Jesús?”, y su respuesta: Jesús, es el verdadero pastor anunciado por los profetas. Leer más

Homilía Domingo XV; 15-VII-2012


Enviados a evangelizar

“Jesús llamó a los doce y empezó a enviarlos de dos en dos, dándoles poderes sobre los espíritus inmundos. Les ordenó, que aparte del bastón, no llevaran nada para el camino… que entrando en una casa, permanecieran en ella hasta que partieran de aquel lugar… Partiendo, predicaban que la gente se convirtiera, arrojaban muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”.

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Homilía Domingo XIV, 8-VIII-2012

Pecar, rechazando a Cristo

             En la primera lectura de hoy, inspirado el profeta Ezequiel dice: “hijo del hombre, yo te mando a los israelitas, a un pueblo de rebeldes, que se han vuelto contra mí. Ellos y sus padres pecaron contra mí hasta hoy; aquellos a los que te mando son hijos testarudos y de corazón duro. Tú les dirás: dice el Señor Dios; escuchen o no escuchen; porque son rebeldes; sabrán al menos que un profeta está en medio de ellos”; aún conociendo de antemano las reacciones y actitudes, Dios, confía a Ezequiel la misión de ir a los israelitas; la razón de ello, es para que sepan que existe un profeta en medio de ellos; que sepan, que Dios no los ha abandonado, pues es un Dios fiel y que por ello está presente.             

             El Evangelio de hoy, presenta el resultado del ministerio de Jesús entre las masas: “Un sábado, Jesús empezó a enseñar en la sinagoga; muchos quedan estupefactos y decían: ¿de donde la viene a este ese conocimiento?… y se escandalizaban de Él. Jesús se admiraba de su incredulidad”. Cuando Jesús busca la adhesión, obtiene el rechazo; ¿porqué?; porque los oyentes se dejan encasillar en categorías humanas como la familia, la ocupación o los parientes, y no quieren ir más allá, aceptando lo que se revela en Jesús. Si la idolatría caracteriza a las naciones paganas, la incredulidad afecta al mismo pueblo de Dios; toda la historia de Israel, está plagada de incredulidad, de rechazos y de regresos a los ídolos, de confianza en los dioses de los pueblos paganos. Expresión de este rechazo es la condición del profeta siempre obstaculizado y hasta perseguido.

             La relación de Jesús con su pueblo fue al mismo tiempo tierna y tempestuosa: “cuántas veces he querido recoger a tus hijos como una gallina recoge a sus polluelos bajo sus alas; pero no has querido” (Mt 23, 37). Como sus padres se comportaron con los profetas, así los israelitas se comportaron con Jesús: “son un pueblo de rebeldes… son hijos testarudos y de corazón duro;”.

             Son muchas las fallas y los  rechazos del pueblo elegido. Sobre todo los errores  de interpretación de la ley; el pueblo sofocó en la letra un documento lleno de tensión escatológica; redujo la figura y la misión del Mesías a dimensiones demasiado pequeñas, humanas y nacionalistas. Algunos sectores del pueblo creyeron poder ser autosuficientes por sí mismos y se cerraron a toda iniciativa de Dios. Ofuscados por la preocupación de ventajas humanas, los hebreos descuidaron los signos que Dios les enviaba. También el culto fue deformado en el formulismo y resultó un lugar de prestaciones cultuales sin un verdadero empeño personal.

             En este panorama el incidente del Evangelio de hoy, en Nazaret la tierra de Jesús, alcanza un significado educativo. Jesús se presenta en su pueblo, no como un simple ciudadano que visita a su familia; Él va con sus discípulos en pleno ejercicio de su calidad de Maestro dotado de sabiduría y de autoridad fuera de lo común. Pero, sus paisanos contrastan sus cualidades excepcionales con su origen; su gente, “se escandaliza de Él” y no lo acepta en lo que realmente es. S. Pablo dice, que un Mesías como Jesús “es locura para los griegos y escándalo para los judíos” (1Cor 1,23).

             Una gran parte de los hebreos no reconocieron a Jesús; entendamos que las razones de este rechazo aluden también a nosotros: es decir, también nosotros estamos en el peligro de querer salvarnos por nosotros mismos, de poner nuestra confianza solo en medios externos, de restringir la universalidad de nuestra religión con nuestras interpretaciones demasiado humanas y demasiado ligadas a un ambiente muy particular. Sobre todo también nosotros estamos en la continua tentación de hacer callar a los profetas porque nos incomodan de nuestras posturas adquiridas y hacen aparecer nuestras seguridades.

             Jesús no vino a confirmarnos en nuestras seguridades; su persona es siempre un signo de contradicción; su palabra empuja a hacer siempre nuevas y mejores elecciones y a comprometernos. Y sin embargo, nosotros sabemos tomar la justa distancia; sabemos ponernos por encima de las partes para no incomodar a nadie, para no provocar reacciones o rechazos. El profeta nos obliga a salir de nuestra posición de equilibrio, a dejar nuestra tranquilidad; por ello, frecuentemente el profeta es irritante. Una constante de los profetas es la dificultad de impactar con sus oyentes inmediatos. En un mundo como el nuestro, que busca vivir tranquilo, y disfrutar egoístamente el presente, el profeta es por fuerza, signo de contradicción.                

 

Homilía XIII domingo ordinario; 1-VII-2012

El Señor de la vida

            Hoy la primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría. Y nos educa sabiamente: “Dios no hizo la muerte, y no le gusta que se pierdan los vivos. Él creó todas las cosas para que existan; las especies que aparecen en la naturaleza son medicinales, y no traen veneno ni muerte. La tierra no está sometida a la muerte, pues el orden de la justicia está más allá de la muerte”.

             ¿Para qué pues, nos creó Dios?: para la vida; la muerte no puede venir de Él;  Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Cuando Dios entra en nuestra historia, lo hace para dar vida; y si ha de castigar, es lento para castigar y da tiempo al arrepentimiento. Más aún, Dios se contrista cuando ve el mal.

            Una cierta sabiduría positivista busca hacernos aceptar la perspectiva de la muerte estoicamente como algo natural, con serenidad racional, sin miedos, sin ilusiones consoladoras. Pero, la realidad es más fuerte que cualquier doctrina; ante la inexorable certeza de la muerte, el hombre se rebela contra ella y después de haber gustado el sabor de la vida no quisiera morir. Tiene la clara percepción de que la muerte es la salida natural de la vida: es una violencia a su inextinguible sed de vida. El hombre de todos los tiempos ha tenido un sentido muy agudo sobre la muerte; pero, no fue creado para la muerte. Dominador de la naturaleza, explorador del universo, artífice de conquistas cada vez más atrevidas, se encuentra inevitablemente con la sorpresa de la muerte.

             Desde la visión de la fe, la muerte es una falla de la creación, un jaquemate a la vida. Dios no creó la vida humana para que cayera en los brazos de la nada. Dios no ha creado la muerte y no goza con la ruina de los vivientes; Él creó todo para la existencia. La muerte no entraba en el plan de Dios; entró por la envidia del maligno, por el pecado del hombre, entendido como intento de autodestrucción del hombre, pues con el pecado el hombre rompe sus relaciones con la fuente misma de la vida, rompe sus relaciones con Dios, el viviente por excelencia. El hombre de todos los tiempos ha tenido un sentido muy agudo sobre la muerte; pero, no fue creado para la muerte. Dominador de la naturaleza, explorador del universo, artífice de conquistas cada vez más atrevidas, se encuentra inevitablemente con la sorpresa de la muerte.

            Dios nos llama a la vida. Desde el principio al fin, la Biblia nos revela un sentido profundo de la vida en todas sus formas, nos revela que el hombre busca con incansable esperanza un don sagrado en que Dios hace resplandecer su misterio; por ejemplo, en el centro del paraíso Dios plantó “el árbol de la vida” cuyo fruto debía hacer vivir para siempre (Gen 3, 22). El profeta Ezequiel asienta que “Dios se ha revelado como Dios de vivos y no de muertos” (18, 22) y no se complace en la muerte de nadie: Dios es el Padre de quién procede toda vida. En los Evangelios, Cristo es “el Verbo de vida, por quien existe toda vida”; “es resurrección y vida”; “es el pan de vida”; cualquiera que lo come tiene ya en sí, la vida permanente; Él es la fuente que salta hasta la vida eterna.

             Los milagros, especialmente las resurrecciones, testimonian que Él ha venido a comunicar vida;  las resurrecciones constituyen el signo del destino a que está llamada la humanidad: la vida eterna. Se puede decir que todo el mensaje cristiano se centra en: quien participa de Cristo, participa de la vida. Después de Cristo y su resurrección, quien cree, aún si sabe que ha de morir, ve la muerte como un momento para pasar a una vida sin fin; la muerte, se convierte en un pasaje, asume el carácter pascual de una victoria.

             Para el cristiano, la muerte es tremenda y terrible, porque es el precio del pecado y todo nuestro ser humano se rebela. Pero, la muerte es también una puerta abierta al mundo nuevo y al cielo nuevo que nos permiten lanzarnos en los brazos del Padre. Por ello, junto con expresiones de angustia y miedo, frente a la muerte encontramos en la experiencia cristiana, ejemplos de calma y de paz, junto con el deseo de que la distancia o la tardanza sean abreviadas. S. Pablo decía: “deseo que mi cuerpo sea disuelto, y pueda encontrarme con Cristo”: Y S. Fco de Asís: “Alabado seas mi Señor, por nuestra hermana muerte”.

Domingo XI ordinario 17-VI-2012

La semilla que crece

 En el año 597, Nabucodonosor deporta a Babilonia al rey Joaquín y pone a Sedecías en su lugar, el cual rompe la alianza con el rey de Babilonia y con Dios; el Señor lo castiga, pero eso no quita a Dios la posibilidad de continuar con Israel su obra de salvación, e inmediatamente anuncia la restauración del reino con la alegoría de un agricultor  que planta una rama y observa su crecimiento; dice pues, la primera lectura tomada del profeta Ezequiel: “yo tomaré de lo alto de un cedro una ramita, la plantaré sobre un monte alto, macizo, sobre el monte alto de Israel; echará  ramas y será un cedro magnífico”.  S. Marcos en su Evangelio  nos ofrece hoy una enseñanza orgánica de Jesús sobre el Reino de Dios.  Jesús dice: “el Reino de Dios es como un hombre que siembra la semilla en la tierra; duerma o vigile, de noche o de día, la semilla germina y crece; cómo, él mismo no lo sabe”. Leer más