E P I S C O P E O La fe es la fuerza que conforta en el sufrimiento

E P I S C O P E O

La fe es la fuerza que conforta en el sufrimiento

Hablar de fe comporta a menudo hablar también de pruebas dolorosas, San Pablo ve elas el anuncio más convincente del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se manifiesta y se hace palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento. El Apóstol mismo se encuentra en peligro de muerte, una muerte que se convertirá en vida para los cristianos (2Co 4,7-12). En la hora de la prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la debilidad, aparece claro que “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor” (2 Co 4,5).

La Carta a los Hebreos hace una referencia a aquellos que han sufrido por la fe (Hb 11,35-38), entre los cuales ocupa un puesto destacado Moisés, que ha asumido la afrenta de Cristo (v. 26). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el último “Sal de tu tierra”, el último “Ven”, pronunciado por el Padre, en cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el paso definitivo.

La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, “inició y completa nuestra fe” (Hb 12,2).

El sufrimiento nos recuerda que el servicio de la fe al bien común es siempre un servicio de esperanza, que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y duraderos. En este sentido, la fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (2Co 4,16-5,5). El dinamismo de fe, esperanza y caridad (1Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad “cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios” (Hb 11,10), porque “la esperanza no defrauda” (Rm 5,5).

En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino, que “fragmentan” el tiempo, transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar con esperanza.

El Papa Francisco en el Hospital de San Francisco de Asís, en Rio de Janeiro, hablando del sufrimiento humano los invitaba a no dejarse robar la esperanza: el joven Francisco abandona las riquezas y comodidades para hacerse pobre entre los pobres; se da cuenta de que la verdadera riqueza y lo que da la auténtica alegría no son las cosas, el tener, los ídolos del mundo, sino el seguir a Cristo y servir a los demás; pero quizás es menos conocido el momento en que todo esto se hizo concreto en su vida: fue cuando abrazó a un leproso, porque en cada hermano y hermana enfermos abrazamos la carne de Cristo que sufre.

En el Evangelio leemos la parábola del Buen Samaritano, que habla de un hombre asaltado por bandidos y abandonado medio muerto al borde del camino. La gente pasa, mira y no se para, continúa indiferente el camino: no es asunto suyo. No se dejen robar la esperanza. Cuántas veces decimos: no es mi problema. Cuántas veces miramos a otra parte y hacemos como si no vemos. Sólo un samaritano, un desconocido, ve, se detiene, lo levanta, le tiende la mano y lo cura (Lc 10, 29-35). En este hospital, se hace concreta la parábola del Buen Samaritano. Aquí no existe indiferencia, sino atención, no hay desinterés, sino amor.

Durango, Dgo., 18 de Agosto del 2013                    + Mons. Enrique Sánchez Martínez

                                                                                         Obispo Auxiliar de Durango

                                                                                      Email: episcopeo@hotmail.com

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