Pentecostés 27-V-2012
En la Misa de la Vigilia de Pentecostés, se puede leer una lectura del Éxodo sobre el primer Pentecostés del monte Sinaí entre nubes, relámpagos y truenos, cuando dijo Yavé a Moisés: “si quieren escuchar mi voz y guardar mi alianza, ustedes serán mi propiedad entre todos los pueblos; porque toda la tierra es mía; ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. Amados ordenandos Diáconos: escuchen bien: entre los pueblos de la tierra, Dios escogió a Israel para hacerse una nación santa, un pueblo, testigo de la misma santidad divina, que le honrara y le sirviera.
El Pentecostés del desierto, fiesta de la Alianza, constituyó a Israel testigo de la santidad de Dios entre los pueblos. Igual es hoy la tarea del pueblo de Dios. A veces los ordenados, se justifican diciendo no fallo a mis compromisos, como si sólo se tratara del hacer; el Concilio Vaticano II enunció el documento sobre los ordenados con este título: “De la vida y del ministerio de los presbíteros”. Dije ya que el primer Pentecostés constituyó a Israel como testigo de la santidad de Dios; dije también que igual es la tarea del pueblo de Dios; ahora hay que añadir que igual o más es la tarea de los ordenados.
En el Pentecostés del Sinaí en el desierto, Yavé habló desde el fuego, pero Israel no se acercó, porque temía; ahora el fuego de Dios, esto es su Espíritu, reviste con su poder a los pregoneros del nuevo pueblo; se realiza así el prometido bautismo del Espíritu. En el ritual de ordenación diaconal, la formula central del Sacramento reza así: “Envía sobre él, Señor, el Espíritu Santo, para que fortalecido con tu gracia de los siete dones, desempeñe con fidelidad el ministerio”; también la tercera Plegaria eucarística, después de la Consagración, inicia las intercesiones suplicando: “que Él nos transforme en ofrenda permanente para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos, con María la Virgen Madre de Dios, los Apóstoles y los Mártires y todos los santos, por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda”.
No se trata pues, de una diputación externa o temporal para desempeñar algunas funciones; como se dedica un cáliz, un ornamento, un templo; así también se dedican las personas. La primera lectura del Domingo de Pentecostés presenta el Pentecostés del Cenáculo en Jerusalén: primero el don del Espíritu Santo como complemento de la promesa de Jesús; la forma de las llamas de fuego, en relación con el don de lenguas; el correr de gente de todas las nacionalidades quiere indicar el poder unificador del Espíritu que reconstruye la unidad perdida en Babel preanunciando la misión universal de la Iglesia.
Por la novedad del Pentecostés cristiano, la nueva y definitiva Alianza queda fundada no en una ley escrita en tablas de piedra, sino en la acción del Espíritu de Dios: “el cosmos es ennoblecido para la generación del Reino, el Cristo resucitado se hace presente, el Evangelio se hace poder y vida, la Iglesia realiza la comunión trinitaria, la autoridad se transforma en servicio, la liturgia es memorial y anticipación, el obrar humano es dignificado”. (Atenágoras).
El bautismo en el Espíritu Santo ilumina la comunidad sobre el misterio de Cristo, Mesías, Señor e Hijo de Dios; hace comprender la resurrección como el complemento de los proyectos de salvación de Dios para todo el mundo; la empuja a anunciarlo en todas las lenguas y en toda circunstancia, sin temer persecuciones ni muerte. Empuja a dar testimonio de lo que hemos escuchado y de lo que ha sucedido en nuestra existencia. Toda Comunidad está llamada a colaborar con el Espíritu para renovar el mundo, anunciando y testimoniando la salvación en las actividades cotidianas. Para ello, la Iglesia se estructura y toma forma por medio de los dones, competencias, servicios, que tienen como única fuente al Espíritu del Padre y del Hijo. Amen.
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