Homilía domingo IV; 18-III-2012


La fidelidad de Dios a sus promesas

Leemos hoy en la primera lectura “los jefes de Judá, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades… y contaminaron el templo”. Esta primera lectura ofrece una visión panorámica de la historia de Judá. Las infidelidades  han llevado al pueblo a la catástrofe que puede ser vista como un castigo de Dios, pero, esto no merma la fidelidad de Dios a sus promesas.

La divina revelación dice claramente que la salvación continúa solamente por iniciativa divina. “Alcanzar la vida eterna” no indica sólo la promesa de una beatitud después de la vida terrena, sino la participación en la vida divina ya desde ahora. Al entregar el Hijo a la muerte, el Padre manifiesta su extraordinaria predilección por el hombre. Es esta una verdad, que mostrando cómo Dios prefiere el hombre a su Hijo, tiene aún la fuerza de sorprendernos y de cambiar nuestros puntos de vista.

Nuestro amor a Dios, no es iniciativa nuestra, porque “no hemos sido nosotros primero en amar a Dios, sino que ha sido Él que nos ha amado primero y ha mandado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). Primeramente, nuestro amor a Dios es fruto del amor que proviene de Dios.

Es un amor que no se lleva con el prejuicio de un Dios terrible que en el pasado inquietó las conciencias de muchos. Por otra parte, la proclamación de Dios-amor puede sorprender a muchos, porque parece ofrecer otra imagen igualmente deformada de un Dios sumiso y demasiado condescendiente en relación al pecado.

La segunda lectura de hoy proclama que la historia es dirigida por la iniciativa del Padre que ofrece a todos la salvación, siempre condicionada por la aceptación o por el rechazo de cada uno. La salvación es gracia inmerecida, obra gratuita de “Dios rico en misericordia…Que nos ha hecho revivir con Cristo…por gracia fuimos salvados

La eventual cerrazón de la humanidad produce la autocondena de cada quien que, prisionero de su estéril autosuficiencia, hace ineficaz el propósito de Dios. En la primera lectura, es emblemática la historia de Israel: pues, conociendo la solicitud de su Dios, se obstina en la infidelidad.

La autosuficiencia del pasado es desenmascarada por las  consecuencias. El exilio, destruyendo las seguridades humanas de Israel, se vuelve situación propicia para la revisión. No habría camino de solución, si el Señor, fiel a su proyecto, no reabriese la historia al futuro tomando la iniciativa de la liberación y del regreso a las promesas. Nuestra historia actual, personal o comunitaria, presenta sorprendentes parecidos con la historia del pasado y de sus protagonistas; la humanidad actual parece perseguir únicamente sus propios intereses, incapaz de calcular la carga negativa de sus elecciones o decisiones: el creyente, que respira esta atmósfera contaminada, frecuentemente también es incapaz de secundar la fuerza liberadora de la Palabra de Dios, de leer los signos de la fidelidad y de la cercanía de Dios.

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